Michel Foucault: la máxima aspiración del poder es la inmortalidad
Esta entrevista inédita en español, que se incluye en El poder, una bestia magnífica,
volumen que Siglo XXI publicará en octubre, da testimonio de la
actualidad de las ideas del pensador francés, fallecido en 1984. La
locura, el dominio y la sexualidad, en un diálogo que es, al mismo
tiempo, un repaso de su trayectoria
Por Jerry Bauer
¿Por qué usted, sin ser antropólogo, se interesa más, desde un punto de
vista filosófico, en la estructura de las instituciones que en los
mecanismos evolutivos?
-Lo que trato de hacer -y siempre traté de hacer desde
mi primer verdadero libro, Historia de la locura en la época clásica- es
poner en tela de juicio por medio de un trabajo intelectual diferentes
aspectos de la sociedad, mostrando sus debilidades y sus límites. De
todas maneras, mis libros no son proféticos y tampoco un llamado a las
armas. Me irritaría intensamente que pudiera vérselos bajo esa luz. La
meta que se proponen es explicar del modo más explícito -aun cuando a
veces el vocabulario sea difícil- las zonas de la cultura burguesa y las
instituciones que influyen directamente sobre las actividades y los
pensamientos cotidianos del hombre.
-La palabra clave de todos sus libros parece ser
"poder", ya se lo entienda en el sentido de poder disciplinario, poder
de la medicina mental o poder omnipotente de la pulsión sexual?
-Está claro, procuré definir las estrategias del poder
en ciertos ámbitos. Por ejemplo, Vigilar y castigar se inicia con un
"teatro del terror", la puesta en escena espectacular que acompañaba las
ejecuciones públicas hasta el siglo pasado. Se suponía que ese
ceremonial clamoroso y carnavalesco en el cual la mano omnipotente de la
justicia hacía ejecutar la sentencia bajo la mirada de los espectadores
grababa su mensaje de manera indeleble en las mentes de éstos. Con
frecuencia el castigo excedía la gravedad del delito, y de ese modo se
reafirmaban la supremacía y el poder absoluto de la autoridad. En
nuestros días el control es menos severo y más refinado, pero no por
ello menos aterrador. Durante el transcurso de nuestra vida todos
estamos atrapados en diversos sistemas autoritarios; ante todo en la
escuela, después en nuestro trabajo y hasta en nuestras distracciones.
Cada individuo, considerado por separado, es normalizado y transformado
en un caso controlado por una IBM. En nuestra sociedad, estamos llegando
a refinamientos de poder en los que ni siquiera habrían soñado quienes
manipulaban el teatro del terror.
-¿Y qué podemos hacer?
-El punto en que nos encontramos está más allá de
cualquier posibilidad de rectificación, porque la concatenación de esos
sistemas ha seguido imponiendo este esquema hasta hacerlo aceptar por la
generación actual como una forma de la normalidad. Sin embargo, no se
puede asegurar que sea un gran mal. El control permanente de los
individuos lleva a una ampliación del saber sobre ellos, el cual produce
hábitos de vida refinados y superiores. Si el mundo está en trance de
convertirse en una suerte de prisión, es para satisfacer las exigencias
humanas.
-No sólo crítico, usted es, además, un rebelde.
-Pero no un rebelde activo. Jamás desfilé con los
estudiantes y los trabajadores, como lo hizo Sartre. Creo que la mejor
forma de protesta es el silencio, la total abstención. Durante mucho
tiempo me parecieron intolerables los aires que se daban algunos
intelectuales franceses y que les flotaban encima de la cabeza como las
aureolas en algunos cuadros de Rafael. Por eso me fui de Francia. Me
marché a un exilio total y maravilloso, primero en Suecia, donde dicté
clases en la Universidad de Uppsala, y después en un lugar que es todo
lo contrario, Túnez, donde viví en Sidi Bou Said. De esa luz
mediterránea puede decirse sin lugar a dudas que acentúa la percepción
de los valores. En África del Norte se toma a cada uno por lo que vale.
Cada uno debe afirmarse por lo que dice y hace, no por lo que ha hecho o
por su renombre. Nadie pega un salto cuando se dice "Sartre"?
-Ahora usted es aclamado como el lógico sucesor de Sartre?
-Sartre no tiene sucesores, así como yo no tengo
predecesores. Su intelectualismo es de un tipo extremadamente inusual y
particular. Y hasta incomparable. Pero el mío no es de ese tipo. No
siento ninguna compatibilidad con el existencialismo tal como lo definió
Sartre. El hombre puede tener un control completo de sus propias
acciones y su propia vida, pero hay fuerzas capaces de intervenir que no
pueden ignorarse. Para serle franco, prefiero la sensibilidad
intelectual de R. D. Laing. En su ámbito de competencia, Laing tiene
algo que decir y lo vuelca en el papel con claridad, espíritu e
imaginación. Habla en función de su experiencia personal, pero no hace
profecías. ¿Por qué, entonces, habríamos de formular profecías, cuando
éstas rara vez se cumplen? De la misma manera, admiro a Chomsky. Tampoco
él profetiza: actúa. Participó activamente en la campaña norteamericana
contra la Guerra de Vietnam, con sacrificio de su trabajo pero en el
marco de su profesión de lingüista.
-Aparentemente, usted insiste mucho en la vida mental opuesta a la vida física.
-La vida mental abarca todo. ¿No dice Platón más o
menos esto: "Jamás estoy tan activo como cuando no hago nada"? Hacía
referencia, desde luego, a las actividades intelectuales, que en el
plano físico casi no exigen, tal vez, otra cosa que rascarse la cabeza.
-¿Sus intereses siempre fueron filosóficos?
-Como mi padre, me incliné hacia la medicina. Pensaba
especializarme en psiquiatría, por lo cual trabajé tres años en el
hospital Sainte-Anne de París. Tenía veinticinco años, era muy
entusiasta -idealista, por así decirlo- y contaba con una buena cabeza y
un montón de grandes ideas. ¡Aun en ese momento! Fue entonces cuando
conocí a alguien a quien llamaré Roger, un internado de veintidós años.
Lo habían mandado al hospital porque sus padres y amigos temían que se
hiciese mal y terminara por autodestruirse durante una de sus frecuentes
crisis de angustia violenta. Nos hicimos buenos amigos. Lo veía varias
veces al día durante mis guardias en el hospital, y empezó a caerme
simpático. Cuando estaba lúcido y no tenía problemas, parecía muy
inteligente y sensato, pero en algunos otros momentos, sobre todo los
más violentos, era preciso encerrarlo. Lo trataban con medicamentos,
pero ese tratamiento demostraba ser insuficiente. Un día me dijo que
nunca lo dejarían irse del hospital. Ese horrible presentimiento
provocaba un estado de terror y éste, a su vez, generaba angustia. La
idea de que podía morir lo inquietaba mucho y llegó a pedir que le
hicieran un certificado médico donde constara que nunca lo dejarían
morir; como está claro, la solicitud se consideró ridícula. Su estado
mental se deterioró y al final los médicos llegaron a la conclusión de
que, si no se intervenía con rapidez de la forma que fuera, se mataría.
Así, con el consentimiento de su familia, procedieron a hacer una
lobotomía frontal a ese joven excepcional, inteligente, pero
incontrolable? Por más que el tiempo pase, y haga yo lo que haga, no
consigo olvidar su rostro atormentado. Muchas veces me pregunté si la
muerte no era preferible a una no existencia, y si no se nos debería
brindar la posibilidad de hacer lo que queramos con nuestra vida, sea
cual fuere nuestro estado mental. En mi opinión, la conclusión evidente
es que aun el peor dolor es preferible a una existencia vegetativa,
porque la mente tiene realmente la capacidad de crear y embellecer,
incluso a partir de la más desastrosa de las existencias. De las cenizas
siempre surgirá un fénix?
-Lo veo optimista.
-En teoría, pero la teoría es la práctica de la vida.
En el fondo de nosotros mismos sabemos que todos los hombres deben
morir. La meta inevitable hacia la cual nos dirigimos desde el momento
en que nacemos queda entonces demostrada. De todas formas, la opinión
común parece ser diferente: todos los hombres se sienten inmortales.
¿Por qué, si no, seguirían los ricos abultando sus cuentas bancarias y
haciéndose construir suntuosas viviendas? La inmortalidad parecería ser
la preocupación del momento. Por ejemplo, algunos científicos están muy
atareados en calcular, por medio de máquinas de alta tecnología,
acontecimientos que deberían verificarse dentro de millares de años. En
los Estados Unidos hay un interés creciente por la hibernación del
cuerpo humano, al que en una época ulterior debería volver a llevarse a
la temperatura normal. Cada año la preocupación por la inmortalidad
aumenta, aunque una cantidad cada vez más grande de personas mueran de
un infarto a causa del tabaco y la alimentación excesiva. Los faraones
nunca encontraron la solución al problema de la inmortalidad, ni
siquiera cuando se hicieron enterrar con sus riquezas, que esperaban
llevar consigo. Dudo mucho de que seamos nosotros quienes resolvamos ese
problema. Algunas palabras bien escogidas pueden ser más inmortales que
una masa de ectoplasma congelado?
-¿Y estamos de nuevo hablando del poder?
-Alcanzar la inmortalidad es la máxima aspiración del
poder. El hombre sabe que es destructible y corruptible. Se trata de
taras que ni siquiera la mente más lógica podría racionalizar. Por eso
el hombre se vuelve hacia otras formas de comportamiento que lo hacen
sentirse omnipotente. A menudo son de naturaleza sexual.
-Usted ha hablado de ellas en el primer volumen de su Historia de la sexualidad .
-Algunos hombres y algunas sociedades consideran que
mediante la imposición de controles a las manifestaciones sexuales y el
acto sexual es posible imponer el orden en general. Se me ocurren varios
ejemplos. Hace poco, en China se propusieron lanzar una campaña en las
escuelas contra la masturbación de los jóvenes, una iniciativa que
invita a trazar una comparación con la campaña que la Iglesia emprendió
en Europa hace prácticamente dos siglos. Me atrevería a decir que hace
falta un Kinsey chino para descubrir cuál fue el éxito obtenido.
¡Sospecho que esto es como prohibirle a un pato acercarse al agua! En
Rusia, la homosexualidad es aún un gran tabú, y de ser sorprendido en
flagrante delito de violación de la ley uno termina en la cárcel y en
Siberia. De todas formas, en Rusia hay probablemente tanta
homosexualidad como en otros países, pero sigue encerrada en el clóset.
Objetivamente, es muy curioso que para desalentar la homosexualidad se
encierre a los culpables en la cárcel, en estrecho contacto con otros
hombres? Se dice que en la calle Gorki hay tanta prostitución de ambos
sexos como en la place Pigalle. Como siempre, la represión no
ha conseguido sino hacer más seductores los encuentros sexuales, y aún
más excitante el peligro cuando se lo corre con éxito. La prostitución y
la homosexualidad están explotando tanto en Rusia como en las otras
sociedades represivas. Es poco común que sociedades como ésas, sedientas
de poder como suelen serlo, tengan en esos ámbitos visiones intuitivas.
-¿Por qué elegir el sexo como chivo expiatorio?
-¿Y por qué no? El sexo existe y representa el noventa
por ciento de las preocupaciones de la gente durante gran parte de las
horas de vigilia. Es el impulso más fuerte que se conozca en el hombre;
en diferentes aspectos, más fuerte que el hambre, la sed y el sueño.
Disfruta incluso de cierta mística. Se duerme, se come y se bebe con
otros, pero el acto sexual -al menos en la sociedad occidental- se
considera como una cuestión del todo personal. Por supuesto, en ciertas
culturas africanas y aborígenes se lo trata con la misma desenvoltura
que a los demás instintos. La Iglesia heredó los tabúes de las
sociedades paganas, los manipuló y elaboró doctrinas que no siempre se
fundan en la lógica o la práctica. Adán, Eva y al mismo tiempo la
serpiente perversa se convirtieron en imágenes en blanco y negro de
comprensión inmediata, que podían constituir un punto de referencia aun
para las mentes más simples. El bien y el mal tenían una representación
esencial. La significación de "pecado original" pudo grabarse de manera
indeleble en las mentes. ¿Quién habría podido prever que la imagen
residual iba a sobrevivir durante tantos siglos? [...]
-¿A qué o a quién atribuye usted la erosión de la
influencia ejercida por la Iglesia y la mayor comprensión hacia
cualquier forma de práctica sexual?
-No podemos subestimar la influencia de un señor que se
llama Freud. Sus teorías no siempre eran ciento por ciento correctas,
pero en cada una de ellas había una parte de verdad. Freud trasladó la
confesión de la rígida retórica barroca de la Iglesia al relajante diván
del psicoanalista. La imagen de Dios ya no vino a resolver los
conflictos: dejó su lugar al individuo mismo a través de la comprensión
de sus actos. Esa resolución ya no era algo que podía obtenerse en cinco
minutos de alguien que se declaraba superior porque estaba al servicio
de una fuerza más elevada. Freud jamás tuvo esas pretensiones. El
individuo debía ser su propio dios, por lo cual la responsabilidad de la
culpa recaía por entero sobre sus hombros. ¡Y la responsabilidad
siempre es lo más difícil de aceptar!
-¿No cree usted que el psicoanálisis se ha convertido en un instrumento expiatorio fácil para nuestro problema?
-Esa tendencia existe, pero más preocupante es quizás
el hecho de que el psicoanálisis ya no sea un instrumento sino una
fuente de motivación. Freud elaboró una teoría relativa a la precoz
naturaleza sexual de los niños. Como es obvio, los psiquiatras no
esperaban que los niños se prestaran a verdaderos actos sexuales; de
todas maneras, no resultaba tan fácil explicar su manera de chupar el
pecho o la búsqueda automática de tal o cual parte erógena de su propio
cuerpo. Por desgracia, a continuación se llegaron a connotar en términos
sexuales hasta la comida del niño, las historietas que leía o los
programas de televisión que miraba. Sería fácil concluir que en todo eso
los psicoanalistas leían más de lo que realmente había. Así, esos niños
quedan hoy encuadrados por un mundo sexualmente orientado -creado por
accidente para ellos y no por ellos-, un mundo que, en esta fase del
desarrollo, les ofrece bien pocas ventajas.
-En su último libro, Herculine Barbin llamada Alexina B. , usted despliega el tema del cambio de sexo.
-Estaba haciendo algunas investigaciones para la Historia de la sexualidad
en los archivos del departamento de Charente-Maritime cuando me cayó en
las manos la extraordinaria relación del caso de una mujer cuyo estado
civil debió rectificarse y a la que hubo que anotar como hombre. Los
casos de cambio de sexo son corrientes en nuestra época, pero en general
se trata de hombres que se convierten en mujeres. Vienen a la mente de
inmediato ejemplos como el de Christine Jorgensen, que después fue
actriz, o el de la célebre Jan Morris. Como sea, la mayoría de las
mujeres transformadas en hombres tenían, al parecer, los órganos de los
dos sexos y la transformación estaba determinada por la preponderancia
de la hormona masculina o la hormona femenina. El caso de Alexina B. fue
extraordinario no sólo debido al aspecto físico, sino también a la masa
de documentos exhaustivos y de acceso inmediato: esencialmente,
informes de médicos y abogados. En consecuencia, pude estudiarlo en sus
grandes líneas. Alexina B. descubrió la incongruencia de su propia
personalidad cuando se enamoró de otra mujer. Si se tiene en cuenta que
esto sucedía en el siglo XIX y, más aún, en una pequeña ciudad de
provincia, es interesante advertir que ella no procuró reprimir sus
sentimientos como desviaciones homosexuales y dejar todo como estaba. De
haber sido así, no habría nada que escribir sobre el tema?
-Al parecer, usted siente una fascinación intensa
por la exposición cronológica y el análisis de un acontecimiento real.
También ha publicado Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano?
-Medio siglo, pero pocos kilómetros, separan a Pierre
Rivière de Herculine Barbin. En cierto sentido, ambos reaccionaban
contra el medio y la clase social en los que habían nacido. No considero
que el acto de Pierre Rivière -si bien engloba un matricidio y tres
homicidios- sea la afirmación de una mente atormentada o criminal. Es
una manifestación de increíble violencia si se la compara con la de
Herculine, pero la sociedad campesina normanda en la cual creció Pierre
aceptaba la violencia y la degradación humanas como un elemento de la
vida cotidiana. Pierre era un producto de su propia sociedad, así como
Herculine lo era de su sociedad burguesa y nosotros lo somos de nuestro
medio sofisticado y mecanizado. Después de cometido su crimen, Pierre
podría haber sido capturado con mucha facilidad por los demás habitantes
de la aldea, pero éstos tenían la sensación de que no era un deber de
la colectividad administrar justicia por su propia cuenta. Estaban
convencidos de que era el padre de Pierre quien debía asumir el papel de
vengador y rectificar la situación. Algunos críticos consideraron mi
libro sobre Pierre Rivière como una reafirmación de la teoría
existencial, pero en mi opinión eso es absurdo. Veo a Pierre como la
imagen de la fatalidad de su tiempo, exactamente como Herculine
reflejaba el optimismo de fines del siglo pasado, cuando el mundo era
fluido y podía pasar cualquier cosa, cualquier locura.
-Pero Pierre Rivière podría convertirse fácilmente en una ilustración clínica extraída de la Historia de la locura en la época clásica ?
-La psiquiatría contemporánea sostendría que Pierre se
vio obligado a cometer su horrible crimen. Pero ¿por qué debemos
situarlo todo en el límite entre salud mental y locura? ¿Por qué no
podríamos aceptar la idea de que hay personas totalmente amorales que
caminan por la calle y son absolutamente capaces de cometer homicidios o
infligir mutilaciones sin experimentar sentimiento de culpa o escrúpulo
de conciencia algunos? ¿Hasta qué punto Charles Manson está loco, hasta
qué punto los asesinos de niños que deambulan en libertad por
Inglaterra están locos? O, en una escala mucho más grande, ¿cuál era el
grado de locura de Hitler? La psiquiatría puede llegar a conclusiones
basadas en tests, pero aun el mejor de estos puede falsificarse. Yo me
limito a sostener que todo debe juzgarse desde su propia perspectiva y
no en función de precedentes eventualmente verificados. En la Historia de la locura
traté, en sustancia, de investigar la aparición del concepto moderno de
enfermedad mental y de las instituciones psiquiátricas en general. Me
incliné a incorporar mis reflexiones personales sobre la locura y sus
relaciones con la literatura, sobre todo cuando afectaba a grandes
figuras como Nietzsche, Rousseau y Artaud. ¿Puede una forma de locura
originarse en la soledad impuesta por la profesión literaria? ¿Es
posible que la composición química de un escritor estimule
metabólicamente las raíces de la locura? Éstas no son, por cierto,
preguntas que puedan encontrar respuesta mediante una simple presión
sobre el teclado de una computadora IBM.
-¿Cuál es su posición con respecto a los diferentes movimientos de liberación sexual?
-El objetivo fundamental que se proponen es digno de
admiración: producir hombres libres e ilustrados. Pero justamente el
hecho de que se hayan organizado con arreglo a categorías sexuales -la
liberación de la mujer, la liberación homosexual, la liberación de la
mujer en el hogar- es en extremo perjudicial. ¿Cómo se puede liberar
efectivamente a personas que están ligadas a un grupo que exige la
subordinación a ideales y objetivos específicos? ¿Por qué el movimiento
de liberación de la mujer sólo debe reunir a mujeres? Para serle franco,
¡no estoy seguro de que aceptaran la adhesión de los hombres! Muchas
veces, las filiales locales de los movimientos homosexuales son en la
práctica clubes privados. La verdadera liberación significa conocerse a
sí mismo y con frecuencia no puede alcanzarse por intermedio de un
grupo, sea cual fuere.
-Hasta ahora la acción de masas parece haber sido eficaz.
-De todas formas, el pensamiento individual puede mover
montañas? y hasta doblar cucharas. Y es el conocimiento el que estimula
el pensamiento. Por eso, en libros como Las palabras y las cosas y La arqueología del saber
traté de estructurar de manera orgánica el saber en esquemas de
comprensión y acceso inmediatos. La historia es saber y, por lo tanto,
los hombres pueden conocer a través de ejemplos de qué manera, en el
transcurso de épocas pasadas, se afrontó la vida y se resolvieron sus
problemas. La vida misma es una forma de autocrítica, dado que, aun en
las más mínimas elecciones, es preciso efectuar una selección en función
de múltiples estímulos. En La arqueología del saber intenté analizar el
sistema de pensamiento que me es personal y el modo en que llegué a él.
Se trata, con todo, de una operación que no habría podido llevar a cabo
sin la ayuda de una buena cantidad de escritores y filósofos que
estudié a lo largo de los años.
-A pesar de sus vastos conocimientos, o quizás a causa de ellos, hay muchas cosas que lo contrarían.
-Miro mi país, miro los demás países y llego a la
conclusión de que carecemos de imaginación sociológica y política, y
ello en todos los aspectos. En el plano social sentimos amargamente la
falta de medios para contener y mantener el interés no de intelectuales,
sino del común de los mortales. El conjunto de la literatura comercial
masiva es de una pobreza lamentable, y la televisión, lejos de
alimentar, aniquila. En el plano político hay en la hora actual muy
pocas personalidades que tengan gran carisma o imaginación. ¿Y cómo
podemos pretender entonces que la gente haga un aporte valedero a la
sociedad, si los instrumentos que se le proponen son ineficaces?
-¿Cuál sería la solución?
-Debemos empezar por reinventar el futuro,
sumergiéndonos en un presente más creativo. Dejemos de lado Disneylandia
y pensemos en Marcuse.
-No ha dicho nada de sí mismo, del lugar donde creció, el modo como se desenvolvió su infancia.
-Querido amigo, los filósofos no nacen? son, ¡y con eso basta!
Mi abuela tenía una Iglesia dentro de su casa. Mi madre tenía una Iglesia dentro de su mente.
Por:
Hernán Vanoli
Fui
bautizado en un edificio oscuro con escaleras de mármol. Una ceremonia
recitada en latín. Había un enorme crucifijo de bronce, con un Cristo
que sonreía. Recuerdo el aullido de un perro mientras mi padre fumaba en
el patio. Durante parte de mi infancia, en los días buenos, creí que
era el Anticristo. Hasta que entendí que soy la reencarnación de Noé.
Trabajaba como repartidor de pizzas. Era una noche fría de otoño.
Llovía. Había tomado medicamentos. El colectivo de la línea 63 dobló a
gran velocidad. Desperté con cinco tornillos en la pierna derecha, una
operación de médula y la mandíbula rota en cuatro partes. En la
ambulancia Dios me habló. Estaba disfrazado de enfermera. Ahora viajo
por el mundo en un buque de bandera rusa. Limpio camarotes. El buque
transporta containers con piezas de maquinaria dental. En cada puerto,
robo un ciclomotor y reúno elementos para después del gran diluvio. Los
guardo en envases de telgopor con hielo seco, que a su vez escondo en la
bodega de mi arca. Nadie se preocupa.
Esta foto es en Tailandia. Estoy subido a un ciclomotor que
conseguí cerca del mercado flotante y me recordaba a mi primer
ciclomotor. El que la sacó fue un fotógrafo. Era turista, había nacido
en San Pablo. Sólo rescato partes de turistas porque son más puros. Los
ojos de este fotógrafo eran de un celeste brillante. Tenía una mirada
triste, que persistía incluso cuando se los retiré. También le retiré
los dedos meñiques. Después del gran diluvio, con todas las partes que
atesoro, voy a construir al hombre del mañana.
/Por: Juan Terranova.Lunes.
Philip Roth le escribió una carta abierta a Wikipedia. Una carta larga,
que se demora, un extendido y consciente ejercicio de estilo anti-web.
Su reivindicación de los derechos del siglo XX a no ser tergiversado,
el deber que le impone a la masa encarnada en la escritura residual de
un wiki, el pedido de ser “bien leído”, o al menos de ser leído con
cuidado y respeto, me resulta al mismo tiempo atendible y obtuso. Oscar
Wilde construyó una seductora idea de antigüedad en la que los griegos
eran “una nación de críticos”. Wikipedia desafía ambos conceptos. Por
arriba de los Estados Nación se presenta a sí misma como una máquina de
divulgación que refleja nuestros prejuicios y la amplia gama de nuestras
incapacidades. Escribimos, avanzamos, a través de nuestra estupidez.
¿Qué otro destino que ser deglutida por la web puede tener esa carta
abierta? Pero lo entiendo. Roth es un personaje de talento. Sabe de los
equívocos de Logos y los hombres. Quiso dejar sentada una posición: no
lean literalmente, y también: un error que se repite -incluso en
relación a las filiaciones intrascendentes de un personaje de novela- no
por mucho repetirse deja de ser un error. (Esto lo dice él. Y es
atendible. Mi posición al respecto, como crítico literario de los
arrabales del mundo resulta un poco más moderada)
Todo el asunto también tiene su cuota de felicidad
porque demuestra que hay una parte del arte, en este caso el arte de la
narración, que es irreductible a datos. Wikipedia, como todo artefacto
de la información, propone fechas, lugares, nombres, comprobables,
refutables, maleables, rectificables. Pero por más fundamentos que se
tenga su límite es el límite de la interpretación, de la lectura,
aquello sobre lo que se ha teorizado tanto y dicho tanto y sobre lo que
vale la pena seguir haciéndolo porque no es algo estático, porque no es
un procedimiento normalizable. ¿Y qué hacemos cuando Leonardo Favio
dice que filma por afuera de los “hechos reales” porque “hay que
respetar el mito”? En el auto, Bart le comenta a Homero que en Wikipedia
leyó que a Dean Martin le gustaba ensayar y que no era verdad que
llegara e hiciera todo en la primera toma. Homero acelera y le contesta
que cuando vuelvan a casa van a cambiar eso. “Cambiaremos eso y
cambiaremos muchas cosas” agrega con seriedad y los dientes apretados.
Wikipedia está muy lejos de ser “la verdad” y muy cerca de aquello que
tragicómicamente llamamos “lo humano”. La idea podría resumirse en el
título de un cuento que todavía, creo, no se escribió: Homero Simpson,
redactor de Wikipedia. El hombre común, en toda la dimensión de
su sordidez y pereza, como constructor de una gran base de datos on
line que emula el formato de viejas y rigurosas enciclopedias.
Martes.
En unos días viajo a Córdoba para participar de la feria del libro. El
viaje me entusiasma, pero me impone reordenar mi ya de por sí lábil
cronograma de lecturas. Y me inquieta un poco el paso necesario por la
terminal de omnibus de Retiro, ese purgatorio de la clase media
argentina, al que solo se asiste afiebrado.
Miércoles. Hoy las aporías de las vanguardias son las aporías de la web.
Jueves.
Ayer, no pudiendo escribir ni leer, salgo a caminar y termino en la
heladería Venecia de la calle Neuquén. Es uno de nuestros primeros días
de cuasi-primavera y lo disfruto sentado en la calle, mirando el barrio y
los autos. Entonces en la vereda de enfrente lo veo pasara Mauro
Libertella hablando por teléfono. Mi primer impulso es saludarlo,
estirar un gesto, un chistido, una palabra, pero viene a buen paso y
habla muy concentrado. Me reprimo y lo observo detenerse en la esquina.
Mientras espera el colectivo 84, que lo va a llevar con seguridad hasta
la redacción de revista Ñ, donde trabaja, sigue hablando. El colectivo
se demora. Mauro no suelta el teléfono. La escena se estira. El habla y
yo lo miro hablar. Finalmente el 84 llega, Mauro sube, el colectivo
arranca y la escena termina. En ningún momento él dejó de hablar ni yo
de espiarlo. Hoy leo en el sitio de la revista una nota suya sobre la
amistad y el intercambio epistolar que mantuvieron Allen Ginsberg y Jack
Kerouac. Al parecer, se escribían con afecto y con sorna, se
criticaban y tocaban muchas veces el tema del dinero. Retengo una frase:
“La pasión y la rabia fueron, para ellos, políticas de la amistad; una
forma de la intensidad que aplicaron en todos los órdenes de la vida”.
Viernes.
Después de una noche de viaje ya estoy en Córdoba. En el micro opté por
revolver los contenidos inestables de mi Kindle. Terminé de leer
algunas cosas que había dejado ahí, esperando. Después me dormí y ahora
estoy escribiendo desde la cocina del departamento dostoievskiano de
Luciano Lamberti. Ya dije varias veces que Córdoba es como Dublín, la
ciudad segunda, la isla de poetas y profetas, de gronchos y doctos. Es
temprano y Lamberti-Dedalus acaba de salir a dar las clases de las que
vive (tengo que preguntarle qué está enseñando ahora.) Y yo, desde
luego, no soy Leopold. Aspiro apenas, para mi gracia o desgracia, a la
picaresca algo bruta de un Buck Mulligan. (De hecho, subo a la terraza,
miro la ciudad y pienso que tendría que afeitarme. “Un cruel,
verbalmente agresivo y bullicioso estudiante de medicina”, así describe
Wikipedia al Mulligan del Ulises. Habría que preguntarle a Roth qué
piensa de esa descripción.)
Viernes más tarde.
Acompañé a Lamberti al taller literario abierto que da en el
neuropsiquiátrico de Córdoba. El día estaba soledado. El edificio,
limpio, lleno de patios y pasillos, parecía un colegio municipal. Ya
desde la mesa de entrada resultaba difícil saber quiénes eran los
internos y las visitas. Lo mismo pasaba en el taller. Alrededor de una
mesa se juntaban unas quince personas. Por la ventana se veía un mural
con un Cristo crucificado, clavado en la cruz con dos jeringas. Arriba
de la cabeza decía: “Perdona a los psiquiatras, Señor, no saben lo que
hacen”. Había una chica muy joven y linda, vestida con un pantalón de
corderoy violeta y una remera pintada a mano. Tenía las uñas sucias de
tierra. Pero era realmente muy linda y me resultaba evidente que venía
al taller como una especie de militancia. Al lado suyo había una mujer
teñida de rubio que contó que la vecina le había envenenado el perro. Un
loco leyó un diálogo entre José y María que reescribía la escena en que
Jesús se pierde en el templo y termina con los sabios. Lamberti me
pidió que leyera parte de una novela vieja que no me gusta, pero tenía
diálogos, y parece que los locos aprecian especialmente los diálogos.
Después, de forma incidental, señalando el buen clima, Lamberti dijo que
odiaba el verano.
- ¿Odia el verano, profesor? - lepreguntó una mujer joven, con dientes especialmente grandes y encías muy visibles.
Lamberti contestó que sí.
- ¿Por qué, profesor? ¿Tiene el cuerpito feo?
La voz de la loca era especialmente aguda, casi hiriente, infantil. Usaba la palabra “puchero” para referirse a los gays que la obsesionaba. Cuando la clase terminó me vendió un magiclick a veinte pesos.
Sábado.
Feria del libro de Córdoba. Siempre la misma pequeña rutina. Pero como
es ciudad ajena, se disfruta. ¿Y si finalmente mi real aspiración es
convertirme en un intelectual de provincias? Trabajo el tema desde hace
rato, la mística de lo federal, que posibilita ciertos exabruptos, el
juego del heimlich romantico y los distorsiones de la heimat. La paradoja, siempre hay una, es que no hay nada más “provinciano” que el miedo a ser “provinciano”.
We started living in an old house My ma gave birth and we were checking it out It was a baby boy So we bought him a toy It was a ray gun And it was 1981
We named him 'Baby' He had a toothache He started crying It sounded like an earthquake It didn't last long Because I stopped it I grabbed a rag doll Stuck some little pins in it
Now we're a family And we're alright now We got money and a little place To fight now We don't know you And we don't owe you But if you see us around I got something else to show you
Now it's easy when you don't know better You think it's sleazy? Then put it in a short letter We keep warm But there's just something wrong with ya Just feel that you're the hardest little button to button
I had opinion that didn't matter I had a brain that felt like pancake batter I got a backyard with nothing in it Except a stick, a dog And a box with something in it
Esta semana, cuando se realice una nueva edición del FILBA en Bahía
Blanca, se hará también un homenaje a Héctor Libertella. Aquí, el
crítico Maximiliano Crespi deconstruye el universo literario de un
escritor “a merced de lo ambiguo”.
Hace ya más de diez años, en la árida ciudad de Bahía Blanca, tuve el
privilegio de participar, merced a una olvidable y enroscada serie de
relatos pornográficos, de un taller anual de narrativa con Alan Pauls y
Héctor Libertella. Cada uno de ellos tomaba un semestre a su cargo y
lidiaba, un poco como podía, desde la propia neurosis, con las neurosis
de los demás. Coordinaban ese taller –lo entendí con los años– de la
única manera que podían hacerlo: poniendo en escena –y en cierta medida,
teatralizando– sus propias obsesiones.
Recuerdo que, ante la incomodidad que había generado mi primera lectura
de un par de relatos que él calificó “lumpen-pornográficos”, Pauls me
preguntó, sin mediaciones ni metáforas: “¿Vos te pajeás mientras
escribís eso?”. La pregunta, cuya respuesta eludí aludiendo a una
imposibilidad práctica, me dejó atónito. Recién después, cuando él nos
leyó algunos fragmentos de Ex, la novela que entonces estaba escribiendo y que finalmente se convertiría en El pasado,
pude entender hasta qué punto calaba al hueso de su propia experiencia
de lo literario. Había ahí una interrogación fuerte por la relación
entre el texto y la vida que no pasaba por lo biográfico sino por lo
accidental-acontecimental con que había experimentado el surrealismo.
Recuerdo que Pauls contó que todavía jugaba con la idea de dar corte
final al libro por incidencia de un hecho arbitrario y absolutamente
externo a él, como un llamado telefónico o el sonido del timbre en la
puerta de entrada.
Con una sonrisa pícara, acentuada por los ojos saltones bien abiertos,
la “salida” de Libertella tras mi vacilante lectura de un texto que
narraba una caótica orgía en un velorio no fue menos enigmática: “En los
meses que vienen no te vas a poder hacer el muertito. Vas a tener que
meterte y hacer tuyos todos esos agujeros enlechados”. Acaba de
publicarse, en la colección “Relato” de Adriana Hidalgo, El árbol de Saussure
y Libertella habla –hay que sostener ese presente– de su propia
experiencia literaria como de la de un nonato y hace de la propia
textualidad un espacio paradójico de literalidad y contingencia. Sus
ojos vidriosos van, vía Arturo Carrera, de las litografías de Jim Dine a
la escritura ilegible de Mirtha Dermisache. Los cuatro elementos
fundamentales de su universo –es decir, de su jeroglífico– flotan sobre
el texto en las formas del infinitivo. Jugar, beber, escribir, leer
configuran prácticas intransitivas, ligadas a una economía inversa: se
bebe por beber (no para salir de la melancolía ni para tomar coraje), se
juega por jugar (sin el deseo oportunista de pegar el pleno, dar el
batacazo o salvar una corrida), se escribe por escribir (no para decir
algo en la servidumbre de la instrumentación: se escribe, como en Literal,
para ver qué pasa, para saber qué puede ser escrito), se lee por leer
(no para detentar o acumular un Saber en propiedad). La literatura crece
yendo a pérdida. Prolifera en la elipsis y se hace única en la
multiplicación de las versiones. No se trataba ya de producir la
demarcación de una experiencia literaria sólida, “de madurez” (capaz de
soportar/resistir el acontecimiento de la vida), sino volver a esa
experiencia literaria que se pierde entre la letra y el significante,
que juega con el grafo, el dibujo y el tipo como un cavernícola con las
runas, en el impasse de los anagramas que marcan la piedra. Libertella
es ya ese “hembro” que entiende la literalidad del “yo” que en español
sólo se arma con una letra que une “y” y otra que separa “o”. Escribe
por un deseo paragramatical: burlar el significado, la ley, el padre, lo
reprimido; es decir: a merced de lo múltiple, de lo plural, de lo
ambiguo.
Enemigo declarado de todo vitalismo, Pauls percibe la necesidad de un
corte donde Libertella teje una continuidad una y otra vez transformada
por versiones, perversiones y diversiones. Pauls reencuentra lo
no-pensado en la progresión aireana (hay pasado sólo en función del
corte en el presente, pero el presente es la condición de imposibilidad
del corte) donde Libertella ve trazarse la huella de un espiral en el
vértigo de una caída libre. Pauls toma el asunto in progress; su
problema es el de la imposibilidad y la necesidad del corte. Libertella
se para en un futuro anterior para desenredar el hilo que no llega nunca
a dar cuenta del comienzo. En ambos casos la reflexión acontece una y
otra vez entre la literatura y la vida. Pero el resultado es
diverso: Pauls se vuelve otro al plantearse en cada libro una nueva
(renovada) posibilidad de vida de la escritura en una dimensión de lo
sensible (puede, por ejemplo, no reconocerse en la escritura de un libro
previo y reconocerse sólo en la transformación que suspende la imagen);
Libertella reencuentra en la escritura una dimensión de lo sentido, un
doblez de la letra que retrotrae a la in-fancia, donde sobreviene una
bio-grafía que no deja cuajar la imagen.
A la santidad del jugador de juegos de azar, la excéntrica
colección de textos inéditos de Héctor Libertella que Mansalva publicó a
fines del año pasado, acentúa esa grafía vital, esa pathografeia
gozosa que se despliega como arqueología de un momento (absoluto y
singular) de una riqueza insospechada: la experiencia (arcaica) en que
el infante pegotea la materia significante con los primeros sentidos. En
cada vida hay un resto no vivido, en la misma medida en que en el texto
conspira –indemne a todo conjuro– un resto no reductible. Libertella
superpone esas dos dimensiones para empujar la orilla de lo posible. En
esa intersección surge una “dimensión desconocida” que teje todos los
textos libertellianos en un único libro fantasma y donde aparecen, como
en un pase de magia, una carambola o un calembour infinito y delirante, fantasmas tan familiares como monstruosos.
Por un lado, en la estela de las Vies imaginaires de Marcel
Schwob, de las “vidas infames” del joven Borges pero bajo la
alegorización de la experiencia estética que se deja leer en las
preciosas miniaturas de Vidas célibes de Remo Bianchedi,
Libertella despliega una teratología que da cuenta de lo inclasificable
porque sigue una propensión hacia lo único. Aparecen así “Lobo”
Desimone, el cavernícola aniñado, fóbico y a-dicto, “que camina su
pathos por una celda apretada como la horma de sus zapatos”, como un
soberano que gobierna ese Estado al que ha logrado arrebatar su propio
cuerpo; Herbert Louis, el jugador jugado cuya santidad
(etimológicamente: dignidad sagrada) hace pensar menos en Dostoyevski
que en Caillois, en tanto su manía consiste en vivir y morir “en su
Ley”, en su táctica sintáctica, “como un sabio suicida en posesión de
todas sus facultades”; el “Polaco” Goyeneche, menos cantor que decidor
de lo ininteligible en un idioma nuevo y arcaico que “no representa
nada”, labializando la escansión latina que “vacía al tango de sus
letras” y “vacía la letra de su unción de tango”; Godio, el ascético
propietario absoluto que pliega paradojalmente el sentido último de la
propiedad en la fundación de que lo incluye y lo expropia: “El MUSEO DE
TODAS LAS COSAS, sin fines de lucro”; Bill Flitner, el cowboy revoltoso,
que es a la vez un juguete y un golem ajusticiado por un extemporáneo
narrador-verdugo que fija la mirada en la boca abierta de un vaso de
whisky en un bar que, en la mitología vernácula, dobla al insigne
Varela-Varelita; y, finalmente, la voz aguardentosa del octogenario que
pudo haber sido el capitán James Cook, el cartógrafo de Terranova, “en
el vacío de una laguna mental”, desolado y a la deriva, en un
rimbaudiano barco ebrio, insensato y aferrado a una botella sin mensaje,
como a “un biberón sin corcho”.
Por otro, una miscelánea de imágenes que trastornan la identidad y dan
lugar a un múltiple que, bajo el nombre propio de Héctor Libertella,
bien podría ser incluido en la serie previa. El lector se encuentra allí
con otras vidas inclasificables: la del casi monje medieval, “débil
abúlico flotante”, atado a una letra muda (H) y con una cabeza llena de
libros que se quedan sin palabras ante la experiencia amorosa en la que
“dos cojen mejor con fantasma”; la del despistado cartógrafo para quien
“Buenos Aires sólo es la costumbre repetida de un invento y una
mentira”, y en cuya crónica lo que se dibuja es “un mapa que no figura” y
lo que se cartografía no es ya un territorio, sino “el pathos que se
hizo lugar”; la del púbero que, en el corazón de un prostíbulo
regenteado por la abuela materna, desdobla el éxtasis entre el
advenimiento del goce sexual y el descubrimiento de ese “punto ciego”
que no es una ilusión óptica sino un “Centro Gravitacional al que
algunos llaman A” (¿y otros sencillamente “objeto a”?), presa de ese
vértigo que suspende ante todo y sobre todo ese gobierno de sí que
llaman Sujeto; la del obstinado arqueólogo del error, el desvío, la
escapada o el lapsus que, como el clinamen lucreciano, desencadena un
movimiento infinito a partir de un cambio en la letra (o en un efecto
labial, de la B a la V) que trae o retrotrae el sentido de un Borges a
un Vallejo, y viceversa.
Por último, está aún el fantasma (“Góngora. Nada de lo humano”) que
aparece en el prólogo y en el índice como el “destino de todos ellos”, y
que, por supuesto, brilla por su ausencia a lo largo de todo el texto.
El fantasma cuya presencia –como la del lugar que no está ahí– acentúa
lo inconcluso y lo múltiple de una obra que retorna sobre sus tropos no
para producir una consistencia sino para someterse a una transformación
incesante. Esa metamorfosis metonímica se materializa en versiones y
inter-versiones, nacidas de un libro conjetural y siempre inacabado. Los
textos libertelleanos son agujeros que destruyen la consistencia, que
trampean la cristalización y neutralizan la amenaza de que el texto
cuaje en Obra o la persona en Sujeto. Libertella pasa una y otra vez por
esos agujeros que hacen al texto tanto como el texto mismo. Se mete
simulando la ocasionalidad de un paso parroquiano por la barra de un bar
o la de un pescador que, desde cubierta, lanza una red en altamar sin
pensar en las proporciones de agujero y de hilo que hay en esa red. Pero
ese paso es un “paso (no) más allá”: un movimiento de retracción,
retorno y recomienzo que empuja al que escribe, no hacia una verdad de
un pasado que antes era incomprensible, sino –como apunta Laura Estrin
en el umbral de Zettel– hacia la verdad de una fuerza de desfiguración y transfiguración única. A la santidad del jugador de juegos de azar
es, en este sentido –como acierta Strafacce en la contratapa del
libro–, una réplica a la infamia universal de la Historia, pero también a
la infamia particular de la Naturaleza. Hace girar en falso el
imaginario evolutivo del bildungsroman. El que escribe es “un escritor
sin edad y anterior a toda idea de sociabilidad” que se prende a “una
conversación al vacío”, en la que sólo se habla por hablar. En un casi
movimiento antropófago, asume a los suyos en carne propia para llevar la
tribu encima. Se comunica con ella por ese resorte-cordón umbilical
que, cuando se estira, lleva del nonato al púber, al adolescente, al
adulto y al viejo; y que, cuando se enrosca, lo devuelve
instantáneamente a la placenta. “El hombre maduro viaja hacia las
fantasías de futuro del bebé, y allí se encuentra de a poco con el viejo
feto”, escribe Libertella. Arranca del espejo no el “yo” sino lo
múltiple del yo que disemina en la escritura. Libertella se sobrescribe,
sin ánimo palinódico y sin afán correctivo, no en una autobiografía
buscada sino en una que sobreviene, en un desdoblamiento ensimismado que
acentúa la propia grafía de la vida cuando incrusta capas de lenguaje
entre el sentido de lo dicho y el sin-sentido de lo predecible.
Extravaga, pasea como un perverso, lanza vagidos “porque no sabe
hablar”. Reacomoda las letras dispersas como desde el día previo a los
nombres propios, donde todavía mandan lo infraleve, los detalles y los
efectos parciales en los que se sostiene una magia. Funda su propia
tribu y en esa fundación imposible pierde el sexo, la edad, la
identidad. Envejece en los ojos del chico para quien “la literatura
sigue siendo esa serpiente o ese conejo de cuerpo presente: algo que él
puede sacar de la nada de un sombrero o de una galera (tipográfica)”.
Abro El efecto Libertella y releo lo que –en esa patográfica
ocurrencia de Marcelo Damiani– escribe Alan Pauls. Noto que pone
especial énfasis en la “disritmia temporal” que hace de la precocidad el
atributo fundamental de la última literatura liberteliana. El bebé
viejo, el nonato, el muerto en vida: figuras de presencia y ausencia
simultánea, formas de vida que cuelga a la vez de la soga del tiempo
biológico y de la de su doble imaginario, “extravagante e
inconmensurable, que siempre parece empeñado en cortarse solo”. Veo que
Pauls recupera a Libertella como “una mezcla insoportable de distraído y
de traidor”, un “traidor de la vida”, que se juega entero y con las
botas puestas por esa forma de vida que se desvive en escritura; es
decir: como su propio fantasma.
La magia del tolle lege (“toma y lee”), escribió otro Héctor
(Ciocchini), reside en el azar, en la circunstancia interior que hace
que algo que acontece venga a ser iluminado por un jeroglífico oído y
olvidado o grabado a punzón en una piedra perdida en el tiempo. Releo
hoy las salidas del texto que Libertella y Pauls proponían en la vieja
carnicería donde funcionaba el espacio Vox y lo que veo –como en un
rebus que vuelve con el espesor temporal del aoristo–, es la fuerza casi
talismánica de una sola y única advertencia exotérica, dirigida a los
que no han elegido (¿todavía?) la literatura como modo de vida: la
entrada es gratis; la salida, vemos.
*Aparecido en Revista Ñ, sábado 17 de marzo de 2012. pp. 22-23.
Estoy harto y cansado del río, las estrellas que tachonan el cielo, este
denso silencio funerario. para pasar el tiempo hablo con el cochero,
que parece un anciano...me cuenta que en este río oscuro, prohibido,
abundan los esturiones, los salmones blancos, las anguilas, los lucios,
pero que nadie los pesca (De Siberia, Anton Chejov)
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una colección :) Saludos desde ,sonicass.
El contexto lo es todo. Disfrázame y verás. Soy un voceador de feria, un
subastador, un artista de performances del centro de la ciudad, un
experto en lenguas ignotas, un senador borracho de maniobras dilatorias.
Tengo el síndrome de Tourette. Mis labios no paran, aunque sobre todo
susurro y murmuro como si leyera en voz alta mientras mi nuez sube y
baja y el músculo de la mandíbula late como un corazoncito escondido
bajo la mejilla pero sin emitir ningún sonido; las palabras se me
escapan en silencio, meros fantasmas de sí mismas, cáscaras vacías de
aliento y tono. Jonathan Lethem Huérfanos de Brooklyn