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bien preciado

Dice que la invitaron a venir a la Argentina muchas veces, que nunca llegó a concretarse la visita, pero que esta vez parece que los famosos talleres se harán realidad en Buenos Aires antes de que termine 2011. Mientras tanto, en conversación con SOY Beatriz Preciado, una de las voces fundamentales del postfeminismo, la teoría queer, el activismo trans o, mejor dicho, el pensamiento contemporáneo, vuelve sobre sus pasos académicos e íntimos mientras reconstruye sus ideas sobre las modernas formas de construcción de poder y sobre las nuevas formas de biopolítica del capitalismo actual.
 Por Nancy Garín
Autora imparable, activista política, irónica, directa y didáctica, aunque hable de cuestiones que todavía tienen fuerte resistencia en el sentido común y en el discurso de los medios. Se llama Beatriz Preciado, es española, se formó en Estados Unidos y vive en Francia, pero el lugar de pertenencia tanto como el género son espacios muy difusos y cambiantes en su vida. Verla, escucharla hablar, casi tanto como leer sus libros, ya es de por sí un espectáculo de iluminación. Para quienes no la conocen, con sólo tipear su nombre en Youtube se pueden espiar entrevistas y conferencias a lo largo de los años con sus correspondientes cambios físicos y teóricos. Para quienes no la han leído, aparecen a lo largo de esta nota los tres títulos que la han puesto en la cima del pensamiento queer. Textos densos y teóricos, es cierto, pero que a su vez permiten con amabilidad la llegada de lectorxs no especializados. Esta filósofa, difícil de clasificar porque ella misma se vive desmarcando, a los 20 años andaba rapada por las calles de París esperando que sus preguntas y entusiasmos fueran atendidos nada menos que por el profesor estrella Jacques Derrida, quien finalmente le abrió las puertas, y la cabeza también. Ahora, con sus 41 luce el elegante bigote que las inyecciones de hormonas y su práctica experimental con el propio cuerpo le han legado. A lo largo de esta entrevista se nombrará a sí mismx en masculino, como viene haciéndolo hace un tiempo desde que reniega de las categorías de mujer, lesbiana y transexual para definirse. En esta especie de visita guiada por su derrotero académico que va desde su educación con los jesuitas en Burgos hasta la constitución de esta pareja explosiva que forma con la francesa, ex prostituta y escritora Virgine Despentes. “Yo he tenido un exilio frente a lo femenino, a la sexualidad lesbiana luego y he tenido también un exilio frente a la realidad transexual.”

En el origen, fue el dildo

Primero fue su libro Manifiesto contrasexual, que apareció en 2002 y que ella misma definió en su momento como “un elogio del ano porque es el único órgano sexual universal”. Ese libro era eso y mucho más, un golpe duro y tan potente como un dildo contra la mirada que entiende como normal a todo lo que provenga de la división en dos sexos y el modelo heterosexual. Ese Manifiesto, que la lanzó a la fama y a lo más alto de la academia, era una crítica ácida, una deconstrucción, por usar palabras de su maestro Derrida, de la naturalización de sexo y del sistema género con el objetivo de “construir una sociedad de equivalencia”, de “sujetos parlantes” que establecerán relaciones sexuales de forma contractual. Ella propone allí la formulación de un contrato sexual llevando el sexo a ese terreno de los intercambios previos y formales. Y propone, como consecuencia, considerar como una violación todas aquellas prácticas sexuales que se lleven a cabo sin la firma de dicho contrato. Este gesto deja a un lado a la tan sobrevalorada espontaneidad o naturalidad (¿animalidad?) por un contrato racional. Preciado, además de correr el sexo de los lugares que solía frecuentar, en aquel libro defiende una sexualización de la totalidad del cuerpo, mientras elabora una teoría y práctica de las tecnologías del sexo donde la figura del dildo o prótesis productora del placer no sólo ocupa un rol protagónico sino que es desmitificado ya que, como ella misma expresa, este objeto de plástico “no imita el pene sino que lo sustituye y lo supera en su excelencia sexual”.
Nacida en Burgos en 1970, estudió filosofía y bioética junto a los jesuitas en Madrid, para continuar su recorrido de la mano de grandes pensadores como Derrida, Agnes Heller, en la Universidad New School for Social Research de Nueva York. Realizó estudios sobre Teoría de la Arquitectura en la Universidad de Princeton, de donde saldrán las primeras líneas de Pornotopía, su última publicación premiada por la editorial Anagrama en la línea de ensayo. Desde mediados de los ‘90 vive en París, da clases en el departamento de “Técnicas del cuerpo” de París VIII, donde trabaja sobre teoría del género e historia de la performance.
Es famosa ya su dupla y su pareja con la también activista y escritora francesa Virginie Despentes, quien este año ha sido premiada por la crítica por su libro Apocalypse bébé, con quien comparte no sólo su cotidianidad, sino su pasión por la escritura y múltiples proyectos entre la pedagogía, el cine o simplemente vivir.
–Burgos, al norte de España, no parece ser el mejor lugar para un despegue queer. ¿Qué estudiaste y dónde? ¿Cómo fueron tus comienzos? –Durante mucho tiempo fui como un receptor pasivo del sistema educativo. De varios sistemas educativos distintos, empezando por el sistema educativo español. Porque en los años ‘70 en España y en una ciudad como Burgos mi educación no pudo ser otra cosa que conservadora en todos los sentidos. Luego me fui a estudiar filosofía con los jesuitas, que me pudieron parecer conservadores pero en verdad no lo eran. La escuela de filosofía de la universidad central era más conservadora que los jesuitas, que estaban en plena revolución de la Teología de la Liberación liderada en Barcelona por el teólogo Jon Sobrino, de quien hoy sus trabajos sobre cristología, eclesiología y espiritualidad de la liberación no tienen permiso para ser enseñados en escuelas católicas. En fin, que los primeros momentos de intensidad política a esa edad yo los viví con los jesuitas. Claro, no se estaba leyendo filosofía postestructurada ni Foucault, ni nada de eso pero ya estábamos viendo a Spinoza y Marx.
–Y la relación entre filosofía y acción que recorre toda tu vida y obra, ¿es un legado del feminismo? –Para mí la filosofía nunca fue sólo una práctica teórica, sino una práctica social y no es algo que aprendí con el feminismo. El feminismo de Madrid en esa época era un feminismo ilustrado, blanco, heterosexual, mucho más conservador que el de hoy en día. Me resultó imposible acercarme a trabajar allí como lesbiana, cuestión con la que ya me identificaba desde niña.
–¿Por que te fuiste de España? –Me di cuenta de que no podía seguir en una situación de cortocircuito total y lo único que pensé es “debo salir de aquí”. Desde súper pequeña nunca me he podido identificar con un lugar o país. Mi relación con el afuera siempre ha tenido que ver con la posibilidad de encontrar otro mundo. Así que pedí una beca Fulbright y me fui a EE.UU.
–¿Cómo fue ese encuentro con la sociedad estadounidense en plena década de los ‘90, con pensadores como Agnes Heller y personajes del ámbito de la militancia como Jackie Alexander? –Llegar a los EE.UU. fue como empezar de cero. Allí me encuentro en plena situación de proliferación de los estudios queer y una expansión de los discursos extraordinaria. Llegué en un momento en que los cambios era constantes: un día te apuntabas al Women’s Study, al otro día el Women’s Study era Gay Study y al día siguiente se llamaba Queer Study, tres días después el cartel decía: Postcolonialista. Me refiero a esos años justo posteriores a las políticas de sida y de la crítica a las “políticas de identidad”. Entonces todos los grupos políticos en Nueva York estaban muy expuestos. Es un momento casi de duelo de la política.
Yo en principio me fui al departamento de Filosofía. Allí fue donde conocí a Derrida y a Agnes Heller.
–Además del estudio me imagino que aquello sería un hervidero de experiencias. –Bueno, de entrada voy a la Calle 13 donde está el centro gay y lesbiano de Nueva York. Entonces yo era gay y lesbiano. Voy allí a tomarme todos los seminarios con Derrida, Agnes Heller y conferencias de Judith Butler, en persona. Porque, claro, la figura allí realmente importante era Butler. Para mí es una persona fantástica. Una bruja blanca del feminismo negro. De alguna manera es en sus clases y conferencias que me di cuenta de que lo que yo haría tenía un nombre muy claro: Filosofía Política Feminista Postcolonial. Me meto en un taller de Sadomasoquismo lesbiano, donde me encuentro con mis colegas alemanas. Durante el día nos juntamos y leemos y discutimos “Hegel en el Africa” y por las noches voy a talleres de Sadomasoquismo.
Allí me dedico, por primera vez, a medir el tamaño de los látigos, comenzando realmente a compartir y a convertirme en un conocedor de las técnicas y de toda una serie de prácticas. Para mí, que era relativamente joven en ese momento, todo eso lo debía hacer con una devoción absoluta.
Vivía en un delirio constante. Por un lado leyendo a Derrida, por otro con la teoría queer y por otro los talleres Drag King que seguía sin siquiera darme cuenta de que la cultura drag king estaba emergiendo. Súmale tremendas broncas entre las feministas radicales por lo que nosotros estábamos viendo en los talleres.
–¿Cómo se gesta tu primer libro, Manifiesto contrasexual y cómo hace su ingreso allí la figura tan protagónica del dildo? –Empecé a trabajar muy joven, di mis primeras clases a los 19 años en la escuela de medicina en la cátedra de Bioética con cuestiones que para mí aún no estaban muy elaboradas, porque aún estaba en un marco relativamente cristiano. En ese momento comencé a trabajar sobre el transplante de órganos y a escribir sobre el transplante de seno. De allí saldrá lo que más adelante será el Manifiesto contrasexual. Allí divagaba sobre la posibilidad de trasplante de órganos sexuales y la producción de hormonas sexuales que no existen. Un delirio que no tiene nada que ver con lo que se estaba viendo en la facultad en ese momento.
–Manifiesto parece tener el sello Derrida en lo referido a la deconstrucción de las prácticas sexuales. –En realidad es un texto que escribí para Derrida. Trabajando con él sobre San Agustín y sobre lo que, hablando con él, podría describirse como un problema de transexualidad en San Agustín, su conversión como transexualidad. Derrida en ese momento en los EE.UU. era una especie de estrella de rock. Yo estaba con mi cabeza rapada y mi maletín esperando día a día delante de su puerta para ir y decirle... por favor señor... blabla. Hasta que efectivamente un día me dice: “Bueno, qué quieres”. Estando en Francia, aparece la posibilidad de hacer un curso de Teoría de la Arquitectura. Derrida, que es un loco, me llevó a esto.
–¿Qué tiene que ver la sexualidad con la arquitectura? –Yo estaba estudiando sobre la corporalidad y más específicamente la historia de las tecnologías, pensar el cuerpo, el género como tecnología. Derrida me envía a Princeton al departamento de Teoría de la Arquitectura, no por la arquitectura en sí misma sino para pensar más allá de la construcción. Este paso que parece muy loco es fundamental en mi trayectoria. Pensemos que todo el discurso feminista estaba montado en torno de toda esa especie de cántico de “la construcción social y cultural de la diferencia sexual”. Cuando llego al departamento de arquitectura, los arquitectos cada vez que hablo de género como construcción sociocultural, me preguntan a qué tipo de construcción me refiero. Lo que es lógico, pues es propio del lenguaje de la arquitectura, ¿no? A partir de eso me pongo a pensar que quizás es posible que me tenga que dedicar a hacer una historia más específica de las técnicas de construcción de género. Cuál es la relación más clara entre arquitectura y sexualidad como un conjunto de técnicas de construcción. Por eso me dediqué a prestar atención a las prótesis sexuales, específicamente los dildos. Me interesan porque de alguna manera son como órganos indefinibles, en términos de Derrida. No son propiamente órganos, pero tampoco son objetos. Tomo técnicas muy precisas de los historiadores de la arquitectura para hacer la historia del dildo como parte de la historia de las tecnologías de la sexualidad.
¿Cómo reaccionaron tus compañeras feministas? En la historia del feminismo la aparición de los dildos constituyó toda una polémica, siempre fueron vistos como la “redención del sexo masculino” que al final oprime, etc., etc. Y la verdad es que no era así en las prácticas que yo había tenido en mi vida.
No son iguales las versiones del mismo libro en cada idioma al que fue traducido. El Manifiesto es un texto multilingüe y que no es igual, no es el mismo en cada versión. Aquí se agrega un elemento más para mí que es constitutivo: pensar también esa sexualidad en relación con el exilio. El no territorio o la multiplicidad de territorios posibles, o la traducción como modo específico de comunicación y el exilio como posibilidad sexual.
Tu último libro, Pornotopía, también toma elementos de la arquitectura pero esta vez asociadas con las publicaciones pornográficas. Sí, ese libro nace de analizar la revista Playboy dentro del marco de las tecnologías del sexo, ya que la pornografía es una tecnología visual. Ahi me doy cuenta de que las revistas publicadas entre 1954 y 1965 reproducen siempre el mismo plano arquitectónico, están dedicadas a la producción de este nuevo espacio de soltero, un ámbito diseñado para el placer masculino.
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Beatriz Preciado consigue eludir toda clasificación desde la ropa que usa hasta el modo en que habla y la sensualidad que emana. Parece de vuelta de todo y a la vez siempre buscando. Cada vez que se le pregunta por aquella experiencia con la testosterona, que sigue consumiendo en pequeñas dosis, responde sin molestarse por la insistencia que reaparece en cada entrevista: “No, no lo hice para convertirme en hombre. Aquella intoxicación voluntaria sin protocolo médico yo estaba significando que mi género no pertenece ni a mi familia, ni al Estado ni a la industria farmacéutica. Fue una experiencia política.”
Si tuvieras que elegir, ¿qué destacarías como memorable de esos días de consumo de hormonas, de experimentación mutante? Dicho de otro modo, ¿qué sentías? Es una droga que me vuelve lúcido, enérgico y despierto. Lo puedo comparar con lo que sentí la primera noche que hice el amor con una chica. ¿Por qué será que esos aspectos son considerados atributos masculinos?

Saturday

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TA





Amélie Nothomb


       Sin duda cada ser tiene en el universo de lo escrito,  una obra que lo convertirá en lector, suponiendo que el destino favorezca su encuentro.
(Diccionario de nombres propios)




La inteligencia divina

  Es imposible ser un buen escritor si no se es inteligente. Por tradición la inteligencia es una de esas virtudes que ocupan especialmente a los pedagogos. Evoca una calificación escolar otorgada por un maestro. Pero no siempre la vía regia nos lleva a la graduación y los diplomas. El señorito cumplidor  es un ejemplo de servidumbre voluntaria.

La escolaridad permite la inversión de los valores. No es un error pensar que son los peor calificados los que pueden ser los más perspicaces. Hay una relación de la inteligencia con el mal.

La inteligencia nada tiene que ver con la facilidad que se puede llegar a tener en las artes o las ciencias. La habilidad matemática o el oído absoluto reflejan un don, un talento, una gracia recibida por el Genoma o por Dios. La inteligencia a la que nos referimos es psicológica. Se manifiesta por una situación en el mundo, por un silencio que oprime o por un hambre vital.

La inteligencia es erótica y agresiva, despierta en nosotros un ánsia por poseer a su portador. Un ser que brilla no nos deja dormir.

Hay escritores que son bellos, otros lo devienen a partir de su literatura. Fernando Pessoa no llamaba la atención en el tranvía que tomaba cada mañana, no lo hacía en la agencia mercantil en la que trabajaba todos los días. Era un lisboeta más, o, más bien, menos. Un ser anónimo vestido como tal, un oficinista gris que vivía con su madre. Visto luego en una foto de uno de sus libros, presenta lo que Nothomb en su obra Las catilinarias define como esa tristeza elegante que se atribuye a los portugueses, era una tristeza pesada, imperturbable y sin remedio…Las apariencias engañan.  Amélie Nothomb aparece en la tapa de casi todos sus libros. No sólo en la solapa en la que se detalla su obra, sino en la misma portada junto al título. Sus libros son documentos de identidad. No sólo la podemos imaginar sino que la vemos. Aparece en fotografìas desde muy chica, luego más grande, y siempre reaparece en su fisionomía actual en la foto carnet en la solapa antes del listado de sus escritos.

Es la misma persona inconfundible en todos sus retratos, un cuerpo que crece alrededor de sus ojos. Un ser que mira.

Sus libros son casi todos autobiográficos. Nombraré algunos: La metafísica de los tubos, Sabotajes amorosos, Diccionario de nombres propios, Biografìa del hambre, Estupor y temblores. La infancia es un tiempo y un lugar en el que ella abreva y extrae  permanentemente imágenes y palabras. El lejano oriente es el talismán que debe tocar en cada uno de sus escritos. Nace en Tokio, su infancia transcurre en Pekín, sigue en Nueva York. Luego Bruselas. Pobre Bélgica. Para un alemán alguien que conduce un auto con torpeza es un b...elga. Un holandés cuando cruza Bélgica se siente más soberbio aún que en casa.

Su padre es diplomático. Amélie tiene con él una relación intelectual. No la abraza, le habla y se miran. La madre puede ser hermosa o un ser peligroso y dañino. Sucede que Amélie, un nombre que puede decirse sin apellido, hace de la autobiografía un género en el que la  ficción es una variable de la realidad. Este carácter ficcional no deriva del hecho de que toda escritura autobiográfica es una construcción imaginaria - lugar común de la crítica literaria que significa todo y nada - sino de la originalidad con la que nos lo presenta. La madre es hermosa y la odia. La madre contrasta consigo misma y Amélie desdobla su mirada. Son las divergencias inclusivas de un plasma maternal y de un mundo de fantasía con gente real. En un libro la madre la instruye, en otro la rechaza. Las historias, con personajes distintos, repiten evocaciones que se declinan con nuevos matices. La madre al igual que la hija, se convierten así en un espectro, un hojaldre. No se contradicen  sino que se despliegan.

La autobiografìa imaginaria de Amélie Nothomb se lee en una serie de obras en las que una misma identidad se abre como un gran abanico y vuelve a replegarse con sus dos varillas cerradas. Finalmente, este abanico, como Amélie,  es un objeto japonés.

La inteligencia en un escritor puede presentarse de variados modos. Thomas Mann, para nombrar un monumento célebre, fue sin duda un autor muy inteligente. Para muchos esa palabra es no sólo inadecuada sino casi irrespetuosa, ya que se habla de un enorme talento. Interesado por los arcanos de la genialidad, describe la vida de  Goethe acosado por Carlota, de un doctor Fausto atormentado por sus intrincadas visiones y su maldita inspiración . Mann nos aplasta con una inteligencia bañada en sabiduría alemana y clásica. Necesita un establecimiento de gran magnitud, ochocientas páginas, largas discusiones culturales, personajes eruditos, escenarios majestuosos o encuadres históricos relevantes. Nothomb es liviana como Pulgarcito. Escribe libros de metraje medio, su tiempo de lectura se resuelve en uno o dos días. Estupor y temblores tiene unas ciento treinta páginas en un formato común. Sus frase son breves, comienza así: El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie. Metafísica de los tubos: En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era definida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.

La inteligencia de Amélie es de aquellas que sorprenden, son reflexiones mímimas. Generalizaciones que parten de la observación de un detalle. Extrae brillo de un acontecer mundano. La amistad entre chicos es resaltada como un hecho de gran importancia. Tener un amigo es valioso: la amistad es para el niño el lujo supremo, y el lujo es aquello de lo que las almas nobles tienen la más ardiente necesidad. La amistad proporciona al niño el sentido fastuoso de la existencia.

La inteligencia de la que hablo resplandece. Detiene nuestra lectura y nos obliga a paladear las palabras. Levantamos la vista y despegamos un momento. Hemos levantado vuelo. No es más que un instante, vimos algo, un sintetizador ha agrupado imágenes dispersas de nuestra subconciencia. Hay un albergue transitorio en nuestra mente, un lugar no doméstico, al que llegan de noche imágenes inesperadas. Es ésa una reflexión mínima que abre un espacio con el efecto súbito de su aparición. 

La infancia para Amélie se divide en etapas. Hasta los tres años su vida es muy intensa. No habla, no come. Mira. Sus ojos son enormes, redondos y negros. No sonrié, la sonrisa recién aparecerá en la juventud. No sabemos que pueden llegar a ser las edades para una persona como ella que a los siete años recuerda haberlo vivido todo: había conocido la divinidad y su absoluta satisfacción, había conocido el nacimiento, la cólera, la incomprensión, el placer, el lenguaje, los accidentes, las flores, los demás, los peces, la lluvia, el suicidio, la salvación, la escuela, la degradación, el desgarramiento, el exilio, el desierto, la enfermedad, el crecimiento y el sentimiento de pérdida al que iba unido, la guerra, la embriaguez de tener un enemigo, el alcohol - last but not least - había conocido el amor, esa flecha tan bien lanzada al vacío.

En Metafísica de los tubos nos habla de su fascinación por la muerte. La llama desde el agua. Los estanques la atraen, se sumerge cada vez que puede, es una nadadora precoz. En realidad su precocidad es total, y como en toda mente infantil iluminada por el mundo del placer, bordea la locura. Una alcantarilla traga y casi mata a su padre. La niña a los tres años se hunde y se deja depositar en el fondo del agua absorviendo la luz que penetra filtrada por la superficie Se deja ir hasta que siente el instinto de supervivencia en su forma más bruta, como un grito, un espasmo, un último gesto en el que se resuelve la existencia, y en la que el otro decide el fin o la continuidad de la vida, si escucha, si ve, si acude, si ese otro está.

En Biografía del hambre se entierra en la nieve, que también es un abrigo de agua, y observa la oscuridad fría que se adueña de su cuerpo y se le mete adentro, hasta endurecer el pecho. Se deja anestesiar. Hay en ella una tendencia a dejar de sentir, a entumecerse, a vaciarse. Ser un tubo, un cuerpo sin órganos. Se vacía como un reptil que se autodevora hasta ser Dios. La anorexia que padece y ejerce es parte de su teología.

No habla. Dios no habla. Tiene lo que llama alergias verbales que se combinan con su calvario asmático. Vuelvo a  Tubos metafísicos en donde la niña es un ojo que mira, que no habla, es muda e inmóvil. Los padres ya no saben qué hacer para que reaccione, sólo la abuela materna se da cuenta de que un chocolate blanco es el secreto. Provoca en Amélie la emisión de palabras al marcar en su psique un placer. El placer la hace salir de sí. Es extraño que una niña actué como Dios, diseña el universo, lo nombra y manipula. Tiene a su favor algo que la acerca al poder de los dioses: no le teme a la muerte. Los padres viven espantados ante sus actos suicidas. La falta de aire la lleva a ser pez. El vaciamiento se revierte en un llenado, come hasta el dolor. Practica la potomanía. Ayuna hasta estar hueca y luego se llena de agua. Nos habla de cifras espeluznantes, quince litros de agua. Come frente a un espejo, se contempla devorando. Su voluptuosidad es doble, se alimenta de sí misma. El reflejo la muestra comiendo y su imagen la hace comer más. Es una tarea extraña para quienes se alimentan de otro modo. La comida ofrece tantos secretos como el sexo. Es una práctica doble, por un lado hay un modo de comer oficial en el que se comparte la mesa y cada uno guarda su lugar mientras se mira a los comensales. Se habla, se escucha y se come. Pero a esta versión depurada y social del alimento, se le agrega la animal, secreta, que puede realizarse en las noches frente a una heladera, en los momentos en que el hombre lleva a cabo su animalidad frustrada y devora según un ritual privado. Come acompañado por un mundo de fantasías de un lenguaje natal, tan mudo y oculto como el trasfondo de quien se masturba. Comer frente a un televisor es una vía intermedia entre lo salvaje y lo domesticado, digamos que es un culto primitivo.

El comer de Amélie lo hace frente a un espejo, le gusta verse comer, estimula sus jugos gástricos y come literalmente, sin metáforas, sin evadirse ni acompañarse por ensueños de otra serie. No necesita segregar un mundo alterno para acompañar las actividades fisiológicas. Hasta los que hacen el amor frente a un espejo han inventado otra escena. Masturbarse y comer frente a un espejo es un teatro diferente, no es el teatro y su doble, sino el asesinato del doble. En este ritual gastronómico el espejo elimina lo virtual.

 El cuerpo es para Amélie un laboratorio de experimentación infantil. Ha nacido niña y a la vez no se ha despojado de los grados primigenios de la evolución. Es pez y es pájaro. Su deseo de ser bailarina deriva de su ánsia por despegar. Pero su animalidad tiene el marco de las instituciones escolares. Amélie describe en muchos de sus libros la tensión entre el animal niño y el adiestramiento adulto. Una lucha que muestra los primeros momentos en que se libra la batalla de la domesticación colegial. En la escuela de ballet Amélie percibe que los profesores no sólo odian lo que hacen, sino que ese odio es el método más eficaz para obtener óptimos resultados. Los alumnos deben extraer de sí su propio odio para aprender. No hay estímulo, ni fábrica de entusiasmo, ni promesas de éxito, porvenires bienaventurados o amor al arte. Hay odio al arte y odio a los profesores que odian lo que hacen y odian a las alumnas a las que insultan y humillan. Así se logra hacer funcionar la mejor academia de arte, con la voluntad pura de hacer daño, arruinar el mismo germen del ideal de las niñas sin siquiera tener conciencia de sadismo, que hace brotar en Amélie el deseo de bailar contra ellos.

El resultado es óptimo. Sólo los mejores y los apasionados sobreviven. Amélie despega. Sus treinta y cinco kilos le permiten volar, pero no lo suficiente. El ayuno se hace casi total hasta que en una caída acontece lo irremediable. Se quiebra los huesos. No se recupera más. Ella que lo había aceptado todo, que se había sometido a la institución, y comprendido  que lo importante de todo poder ejercido con crueldad es sazonarse  con argumentos, combinar el rigor y el dolor con juicios razonables, ella, la única heroína de la lucha contra la gravedad, una vez sometida a la crucifixión artística, se convierte en nada, en algo grueso y pesado, en el asco de su madre.

El superyo materno es lo que cuenta en Amélie, son las mujeres las que tienen el poder sobre ella desde la belleza. La adoración se hermana con el odio. La madre de la bailarina, quien soñaba con el vuelo de su hija, la repele y la odia cuando comienza a engordar. En Diccionario de nombres propios en donde se cuenta esta historia, Plectrude, nombre extraño con el que la autora bautiza a su personaje, una hija adoptada por una tía que la adora más que a sus propias hijas, hermana de la madre, mujer que había matado a su desganado e irresponsable esposo antes de suicidarse en la cárcel, Plectrude una vez que come y es odiada por su madre, se hace amiga de Amélie Nothomb, a quien finalmente mata.  La robusta Plectrude no sabe qué hacer con el cuerpo sin vida de Amélie.

“Azotar al perro delante del lobo”, ¿qué  resonancias puede tener para el lector esta frase? ¿Hay algo más condensado para describir la acción de la manada frente a una víctima indefensa que las palabras de la madre de Plectrude? La cobardía del que tortura. El respaldado para humillar.

El amor para Amélie Nothomb se dice hambre. En Biografía del hambre, Nothomb imagina una isla en la que los habitantes jamás han conocido el hambre, en la que abundan los bienes terrenales del hombre. Una sociedad de hombres satisfechos en la que tenía la impresión de que estaban un poco hartos: como si nada les interesara. Su vida era un paseo  a perpetuidad. Faltaba en ella el sentimiento de una búsqueda.

 Esta última frase alteró mi ritmo de lectura. Leída rápidamente parece una frase común que se deja atrás para ver adonde nos lleva. Pero que el hambre tenga que ver con el sentimiento de una búsqueda que la satisfacción reprime, la unión de estas dos palabras muy rara vez juntas: sentimiento y búsqueda, me detuvo.

En la lengua humanista que transita por la filosofía y la religión, la búsqueda es un rasgo del hombre de fe y del hombre de la verdad. Es una definición tradicional de la filosofía decir que es la búsqueda de la verdad. Buscar es el verbo que le corresponde. Preguntar a un hombre si busca la verdad es absurdo, decir que el hombre busca la verdad lo es menos. El verbo conjugado remite a tareas cotidianas y a objetos visibles, pero su sustantivación hace a la palabra abstracta y universal. En ninguno de los casos, ni en la referencia objetiva ni en la intención filosófica, la búsqueda se traduce en un sentimiento. Sentir que se busca es estar quieto e insomne, no saber qué se quiere pero saber que algo se quiere. Es pulso y pulsión, vacío y necesidad, hambre.

Amélie sufre a los cinco años su primera crisis existencial. Deja Japón y a la nodriza que tanto amó. Sigue a sus padres a Pekín. El hambre del que nos habla tiene que ver con tremendas e insaciables necesidades de amor, pero también con la comida. El vacío, la comida, la madre, su cuerpo tubular, la necesidad de morir, son sólo algunos de los elementos de un dispositivo huérfano de diagnósticos.  Nos invita a lo que llama el hambre absoluta.

El hambre soy yo, nos dice: por hambre entiendo esa falta espantosa de todo el ser, ese vacío atenazador, esa aspiración no tanto a la utópica plenitud como a la simple realidad Allá donde no hay nada, imploro que exista algo.

La desrealización es un fenómeno doloroso. La disolución de las formas, la falta de ser, el carácter acartonado y hueco de las cosas, su consistencia vaporosa, la dureza de las palabras, su aspecto cortante ensamblado con la algodonización generalizada, son imágenes que se han multiplicado en todos los géneros de la expresión literaria. La desmaterialización es un fenómeno lindero entre la metafísica y la psicología. Con Amélie también incursionamos en la fisiología y la gastronomía.

Admira la inteligencia de los chinos que en todos los otros planos detesta. Su estadía en China, detallada en Sabotajes amorosos, es penosa. Lo que admira en ellos es su cocina, que para ella es una muestra de su agudísima inteligencia. Los chinos, nos dice, han tenido que comer lo incomible, de ahí el refinamiento sin igual de su arte culinario. Lo han inventado todo, pensado todo, entendido todo, y se han atrevido a todo. Estudiar China, agrega, equivale a estudiar la inteligencia.

Si Dios comiera, nos dice, comería azúcar. Como Amélie fue Dios hasta los cinco años, comía grandes cantidades de chocolate. La teobromina, el componente del chocolate con efectos estimulantes semejantes a la cafeína, es el secreto de lo que llama el alimento teologal por excelencia. La comida es una variable del hambre.  Nothomb elabora su propia filosofía gastronómica y su tabla de valores. Su doble nacionalidad se expresa en un doble idioma, el franponés, que aprecia del mismo modo que la comida japonesa. Una sonoridad clara, un léxico de auténticos sushis, bocados garrapiñados, compactos e individuales, cristalinos, crocantes, en contraste con el angloamericano que le mataba el hambre por ser excesivamente cocido, un chicle masticado y salivado. Una cocina que ignora lo crudo, de cocciones excesivas, que no sabe asar, fritar o cocer a vapor, que sólo practica lo hervido y no se articula, equivale a una lengua sin consonantes.

 El exilio japonés precipita el fin de su divinidad. La convierte en un ángel caído, una desgracia que coincide con su estadía en China y sus cinco años. Nace en ella el hambre más radical y persistente: el hambre de los demás. Me lancé a la conquista del amor. Inicia lo que llama una serie de “sabotajes amorosos”. Está hambrienta de país. Japón es el país de la nostalgia, China el del desgarrón. Son rememorativas e interesantes sus observaciones sobre la política China, la banda de los cuatro, las atrocidades sufridas por el pueblo chino durante la revolución cultural, y Zhou Enlai, en la nueva transcripción occidental de Chou en Lai, compañero de Mao Tsé Tung, ahora Mao Dzé Dung, jerarcas de Pekín ahora Beiging, primer ministro desde 1949 hasta 1976. El hombre de la elegancia, de la diplomacia, de la suavidad, el estudioso de filosofía en la misma ciudad en la que había vivido el Gran Kant, Könisberg o Kaliningrado. Si existiera alguien en la historia que encarne al hombre que está más allá el bien y del mal, ese personaje nietzscheano, no es un ser diabólico de carcajada seca y grave sino un señor embajador, ductil, medido y cortés, sonriente y caballero. Y, claro, Zhou Enlai era inteligentísimo.

 Como toda hija de diplomáticos acompañó a sus padres en cada destino. Nace en Japón, a los cinco años la llevan a China, a los nueve a NuevaYork, a los doce a Bengla Desh, a los  quince retorna a lo que supuestamente es la patria que le corresponde por linaje, Bélgica. Después de la fiesta newyorkina, en la que aprendió definitivamente a andar por la vida con la nariz levantada, extraña postura para un dios que está en la cumbre sin más techo que su propia cabeza, ese orgullo aterriza en la India, en el país Bengalí, en donde descubre el fuego hindú que nace en el estómago, en las entrañas, el fuego del hambre reflejado en la mirada, en la velocidad de los gestos, en el canto largo, extendido, agónico, de los miles de fieles en las orillas de los ríos, hasta en los perros callejeros y en los olores nauseabundos de sus mercados. El país del hambre masivo le cierra la garganta. A los doce años decide no sólo no comer sino dejar de desear. Además se calla. El verso de Catulo por el cual se exhorta en vano a dejar de desear, ese verso que Amélie consideraba imposible se le hace realidad en la India. No habla, no come, mata el deseo que nace en su cuerpo de doce años, la edad del fin de la infancia. Antes de cerrarse pide amor, a su madre, un amor infinito, la madre que la ama y se lo dice, percibe que no puede detener su “ quiéreme mamá!” , le grita: “ ¡ entonces sedúceme!”. Ganarse el amor es un derrumbe psíquico para el que padece hambre absoluta. No se sacía del mismo modo que el hambre físico que obliga a ganarse el pan. Seducir a la madre, no comer, no desear, ver espantada que su cuerpo la traiciona ante la irrupción de un joven inglés que la conmueve a pesar de lo grotesco que le parece enamorarse de varones. Los hombres violan. En el mar bengalí intentan penetrarla. Lo mejor es no ser nada. La bendición anoréxica en una mente dislocada debe hacer callar su voz interior.

Adelagaza y se debilita, no siente nada, se convierte en un ser catatónico arrojado en un sillón con un libro en la mano. Leer, antes de la nueva crisis, le había enseñado a admirar, una actividad que llama exquisita. Me puse a leer mucho para poder admirar a menudo. Ahora es la miseria mental del ser desnutrido. Amélie condena a quienes sostienen que el ascetismo fortalece la mente y enriquece el espíritu. Por el contrario, su metro setenta y sus treinta y dos kilos la convierten en una nada. El cerebro, nos dice, está constituído en su mayor parte por grasa, los más nobles pensamientos humanos nacen en la grasa. Se muere, y, nuevamente, en un último intento su cuerpo se niega a detener su pulso. Intenta comer. Sus órganos digestivos habían decretado lo que denomina un paro técnico y se retuerce de dolor ante el más mínimo bocado. El tubo vaciado sangra por sus paredes.

A los quince años llega a Bruselas y se inscribe en la universidad en la carrera de filología. No entiende nada, la ciudad no le dice nada porque no la comprende, comienza a escribir y urdir así un tejido que se convertirá en su propio cuerpo. Lo hace desde entonces cuatro horas por día. La infancia es la fuente del deseo, la autobiografía es su especialidad, un género cuyo modelo imagina como el relato de la vida de una yema atacada por un grupo revolucionario que desparrama su clara. El huevo se convierte así en una titánica tortilla que evoluciona por el espacio cósmico.

  La crueldad mística

Su inteligencia bordea la locura. Debe ser difícil sostener una mirada así sobre las cosas. La veo en un  rincón en silencio, con entradas arrebatadas en el mundo. Hay una combinación explosiva que se dan en algunas personas calladas y terriblemente intensas.

Su escritura tiene frases breves, parecen reacias a escribirse, es la voz de una niña. En un relato es la voz de quien acaba de cumplir tres años, en otro de alguien con siete, en AntiCrista dieciséis.

Este relato es una novela de venganza. Por otro lado es una incursión en la incertidumbre dolorosa del deseo. La trama  pasional despliega un sistema de humillaciones paulatino y lento. La tensión se incrementa por la lentitud del acabado y se descarga con un sorpresivo final.  Los finales en Nothomb resignifican el relato, pero no lo cierran ni concluyen sino, por el contrario, dejan en suspenso la historia, sobrevolada por un nuevo susurro que deja una estela vaporosa. Son terminaciones japonesas.

 Las palabras con las que su nodriza termina Biografía del hambre, el telegrama de Fabuki en Estupor y Temblores, la última escena de AntiCrista, son pinceladas veloces de calígrafo oriental.

Amélie en AntiCrista describe con precisión el sentimiento y las sensaciones de quien padece el desprecio. La falta de peso en medio de la existencia de los otros. No es esta vez el dolor de la desrrealizacion ni la falta de ser lo que la abruma, sino la fría mirada que nos recuerda nuestra falta de volumen. El no mirado no ocupa lugar. La gente circula sin mirarla. Cuando pasan revista a las personas que hay en un recinto se olvidan de ella. Al retirarse los grupos apagan la luz dejándola atrás a oscuras en un cuarto cerrado. Las personas olvidadas.

La gente se reúne con llamativa facilidad, delinea sus jerarquías, intercambia contraseñas y comparte una misma felicidad. Amélie los mira a una distancia mínima e infinita a la vez. Está ahí y nadie la ve. Un muro, sólido y cremo la separa. Se enamora de quien concentra todas las miradas, Crista, la más bella y encantadora

Humillación, pequeña herida que sangra. Un golpe en el corazón. Amélie describe con maestría la impotencia del humillado, inmovilizado y amordazado en su propia trampa. El lector se irrita ante su falta de reacción y su sometimiento a las situaciones que la degradan. Tampoco puede evitar decir las palabras que Amélie no dice, ensaya gestos en el aire que se desvanecen y se congelan por falta de resonancia.

 No hay psicología explícita en su libro. Pero sí hay trazos breves y cortantes en la descripción de los caracteres. La fascina ese cuerpo provocador y fundamentalmente bello. En Amélie la belleza duele. Crista es tan bella que duele mirarla y duele más dejar de mirarla. Hay algo diabólico en ella, es la AntiCrista. Amélie discute consigo misma y vacila. Chapotea en una ciénaga de dilemas. Crista se burla. Miente, la difama y la ridiculiza. Amélie no puede reaccionar desde el deseo y la adoración. Piensa que la mueve la envidia. Ella quiere ser como Crista, ser admirada como ella, aunque más quiere ser amada por Crista. Amar a quien nos humilla, seducir a quien nos deprecia, pertenecer a quien nos aplasta.

No hay diagnóstico sexual, ni lesbianismo ni tampoco masoquismo. El masoquismo es un artilugio teórico para empobrecer situaciones. La idea de que en el lamento subyace un placer se convirtió en la espiritualidad de una nueva psicología puritana, además de un lugar común.

La escritora Nothomb tiene el talento de saber llevar la situación hacia sus extremos. Tensa el hilo que nunca se corta, es lenta en la descripción y mide los tiempos. Lleva el lector a la exasperación. No se puede entender la causa por la que Amélie se refugia en el silencio y se resigna a recibir golpes, escupidas, insultos, la injusticia. Todo conduce hacia una escena final, inesperada. El beso de la muerte del atrapado en la tela. No es el beso de la mujer araña, sino el beso de la mujer mosquito.

Hasta ese momento hay un tiempo lento y minucioso en el que no reacciona. Duda de su derecho al dolor y al reclamo. Luego, ciertas artimañas que debilitan la imagen seductora de  Crista, la dejan atónita, sorprendida e inerme. El lector no puede entender esa pusilanimidad.

La recta final de relato se decide en la búsqueda de la pócima para matar el hechizo. El espejismo se romperá con un asalto de la boca que muerde la manzana. Pierde el miedo al ídolo y profana el tabernáculo. La belleza cruel es sagrada e intocable. El reconocimiento de su poder  permite la acción benéfica del exorcismo. Cuando Amélie besa en la boca a Crista se rompe el encantamiento. Le  arrebata el último destello de belleza. Es el beso de la serpiente vampiro.

La decepción amorosa sólo será definitiva con la aceptación y la entrega. Crista es besada con lujuria ante unos extraños seres llamados estudiantes que parecen un coro griego. Sonrién ante la escena. Jamás desentrañaremos el enigma de aquella sonrisa.

En Sabotaje amoroso el grupo de chicos hijos de diplomáticos destinados a China, organiza su vida de guerra de pandillas, con Amélie como la integrante más  pequeña. Nuevamente ella se enamora de una extraña niña que no habla. Se destaca por su altivez, por la belleza que irradia su mera presencia y por el desprecio con que la trata. Amélie está dispuesta a entregar su vida para que su amada la mire, y la ame. Un día en que casi se le detiene el corazón por una prueba de amor tras desvanecerse corriendo sin parar hasta que su amada se lo ordene, la madre le da un sano consejo. Para atraer a la amada debe utilizar sus mismas armas: despreciarla. La estratagema da resultado. Consigue atraerla, pero su impaciencia la traiciona, confiesa su juego y la pierde nuevamente. Amélie nos dice que no ama a quien la desprecia sino que sencillamente ama, y que el desprecio lejos está de aumentar la intensidad de su amor. Si la aman, ama más aún.

Amélie Nothomb tiene una escritura que no se parece a la de nadie. Sin embargo, evoca a Kafka. La mirada distante ante un mundo extraño. La existencia banal y absurda. Las frases cortas y directas. La renuncia a toda redención, el no pedir nada.

La historia de Estupor y Temblores es la de la misma Amélie Nothomb que a los veinte años vuelve a Japón con la aspiración de trabajar de intérprete en una empresa japonesa. Su recuerdo de infancia en la isla es pródigo en recuerdos maravillosos y le dará magníficas escenas que plasmará en sus relatos. Son diez meses de trabajo interrumpidos por una renuncia anticipada en los que nos cuenta la radiografía de la sociedad japonesa en toda su crueldad. Son situaciones mínimas y puntuales, como en las películas de Jarmush, en las que se pasa de un recuadro a otro interrumpido por un silencio negro que marca la escansión. Son episodios en los que Amélie realiza el aprendizaje de la humillación nipona. Por lo pronto debe olvidar que conoce el idioma. En una importante reunión de directorio para la que le encomendaron servir el café, tuvo el atrevimiento de responder con amabilidad y en japonés las palabras protocolares de agradecimiento del staff de ejecutivos. Que una persona de raza blanca hable en perfecto japonés y lo exhiba en público es una grosería inadmisible no sólo para la corporación Yamimoto, sino una afrenta a la respetabilidad general. Los ejecutivos se incomodaron y sorprendieron, fueron colocados en una situación embarazosa por un miembro de un estamento inferior ante quien no pudieron responder. Para escarmentarla, Amélie es destinada a tareas sin utilidad pero con sentido. Debe aprender cual es su lugar. A la manera de Kafka, ella no entiende cuál es ese lugar ni el motivo por el cual gradualmente el escarnio es cada vez más violento y la recriminación más despiadada.

Además, nuevamente, como en sus otros relatos, su cuadro inmediatamente superior es una mujer, Fabuki, de una belleza desgarradora. La belleza la deja sin aire, y el rostro de esa mujer que la odia vale todos los odios del mundo. “El rostro espléndido de Fabuki, me petrificaba”. La castiga despojándola de toda actividad y compañía por lo que resuelve para llenar su tiempo distribuir el correo en el edificio de la empresa que tiene cuarenta y cuatro pisos, ella estaba destinada al último, lo que le da la ocasión de pronunciar algunas palabras en japonés y desoir el mandato del olvido de la lengua. De todos modos dice que no tenía la menor idea de cumplir con una orden que la obligaba olvidar en el instante un idioma. Se le ocurre otra actividad rutinaria al ver que los calendarios de todas las oficinas estaban desactualizados en sus días y meses, decide recorrer diariamente las oficinas, dar vuelta las hojas de los almanaques cuando es necesario y marcar el suceder de los días. Una vez descubierta esta actividad Fabuki la delata a su superior y éste le grita con gritos descontrolados de superior japonés, catársis habitual que poco importa lo que se dice porque no se hace más que insultar y arremeter con saliva y vociferaciones al infractor hasta perder el aliento, mientras el gritado agacha la cabeza como señal de acatamiento y obediencia, y, lo que lo hace más japonés aún, de agradecimiento.

Una vez delatada por haber adoptado una decisión inconsulta, por haberse atrevido a actuar con iniciativa propia sin conocimiento de sus superiores, se le encomienda una nueva tarea: fotocopiar gruesas resmas de folios con datos ya vencidos e inútiles sin usar el pulsor automático. Una por una son reproducidas y entregadas las miles de hojas a un subdrector que cada  vez que las recibe las tira a un tacho de basura porque están mal alineadas. Todo el esmero que pone Amélie e enderezarlas en la horma reciben el mismo trato: al  cesto.    

En un intervalo otro directivo casi a escondidas le propone que sin interrumpir su labor de fotocopiado lleve a cabo un trabajo diferente. Le informa acerca de una posible compra de una compañía belga, su país natal, que produce una manteca especial sin colesterol. Amélie en veinticuatro horas le entrega un informe completo después de haberse comunicado con especialistas en Bélgica, acumular estadísticas sobre el uso y resultado del producto,  coeficientes de salubridad, etc. El ejecutivo agradecido y gratamente sorprendido la elogia con entusiasmo. Por supuesto que este trabajo clandestino merece un severo castigo de Fubuki que no admite proezas individuales. Le encarga un trabajo de contabilidad insoportable. Se le exige calcular las sumas de dinero gastadas por los ejecutivos en sus viajes al exterior. Para esto debe ajustar los tipos de cambio al yen de acuerdo a la moneda usada, y reacomodarlos al cambio del día.  Amélie se considera  anaritmética, neologismo que propone para las personas que no saben de números. Lo sugiere como tarea agregada para los que se esmeran en campañas de alfabetización. El desconcierto y la impotencia la abruman, jamás puede  entregar nada en el tiempo estipulado, ni siquiera logra comenzar con cierta coherencia ya que los resultados que obtiene varían en muchos ceros, de cientos pasa a millones, todas las cifras le dan igual, pierde el control ante la magnitud de la dificultad y pide quedarse después de hora, duerme en la oficina, pasa varias jornadas insomne, a la noche sola en el piso, enloquece, se desnuda, se abraza a las computadoras y duerme en el suelo entre bolsas de basura vaciadas para darse abrigo. A primera hora los compañeros de oficina pasan al lado de ese ser sucio y dormido sin mirarla  ni hacer el más mínimo comentario.

Amélie había intentado compenetrarse de la tarea, aceptar con humildad su misión, estaba dispuesta a entregarse a cuarenta años de embrutecimiento. Recordaba a la monja carmelita que había dicho que sólo son difíciles los primeros treinta años de reclusión. Se daba cuenta que existe una estrecha relación entre la estupidez repetitiva y el orden contemplativo. Había sido aceptada en la disciplina augusta de los libros de contabilidad zen y podía disfrutar de la serenidad numérica. Anotar infinitamente números contemplando la belleza de Fabuki era la felicidad. Para quien le interesa el poder, el absurdo de las tareas es un inconveniente. Amélie no quiere el poder sino la gloria de los que reinan. Y este destello monárquico quizás se logre escribiendo cifras sin orgullo y sin inteligencia. Tampoco se aferra a la vida ni hace de la supervivencia el instinto definitivo. Su espíritu suicidario le hace confesar “ sólo quiero que Fubuki me mate”. Basta preguntarse en manos de quien queremos morir para comprender que  la luz y el beso de un rostro subyugante puede ser mejor salida de este mundo que una enfermera mal paga en una sala de terapia intensiva.

Toda belleza es desgarradora pero nos dice que la belleza de la mujer japonesa lo es más aún. Una belleza que ha resistido todos los corsets físicos y mentales imaginables, a tantas coerciones, opresiones, absurdas prohibiciones, dogmas asfixiantes, sadismos, conspiraciones de silencio, humillaciones y desolaciones, tal belleza es un milagro de heroísmo.

No por eso la nipona es un ser desvalido ya que puede ejercer un poder considerable, lo vive ella con Fubuki, pero la educación conspira contra lo que Amélie llama “el ideal” de la mujer japonesa desde el momento en que nace. Se le coloca un yeso en el cerebro. Si a los  veinticinco años no está casada debe tener vergüenza, si ríe pierde distinción, si su rostro expresa sentimientos es vulgar, si aparece un pelo en su cuerpo es inmunda, si la ven  besándose con un muchacho es una puta, si come con placer es una cerda, si le gusta dormir es una vaca. No debe esperar nada del amor porque tiene que saber que es un ser que no vale la pena. Ni siquiera debe esperar la calma porque no hay ninguna razón por la que deba estar tranquila. Si se siente bella y admira su hermosura en el espejo que sea con miedo de poder perderla y no con el placer de tenerla.

El marido no le dará nada, no será más que un ser retardado y borracho que a las dos de la mañana se arrojará sobre las sábanas y saldrá a las seis disparado, agrio y sin saludar. Además, ¿cómo se puede amar con el corazón enyesado? El instante no vale nada como las pasiones que son puro humo. Lo que sucede en menos de diez mil años no tienen valor alguno. El tormento de la mujer no vale nada, Amélie escribe el texto en un estilo epistolar, emplea el “tu” cuando habla de la mujer: tu tormento no tiene sentido, no hay itinerario para salir de él. Siempre tienes el derecho de suicidarte y abrigarte en la reputación póstuma.

No hay reputación valedera con el maldito sudor. La asquerosidad del calor que se deja transpirar con las sopas calientes y los fideos chupados por la mujer, el sudor del sexo, puede, finalmente, tener una alternativa. Es el suicidio o la transpiración. La cima del sadismo del sistema reside en su aporía: cumpliendo con todas sus exigencias se fracasa según la misma valoración que queremos satisfacer. Respetar el mandato lleva a a la mujer a no ser respetada.  Trabajar sin descanso es una conducta irreprochable que torna casi imposible el contrato matrimonial, lo que es indigno y la deshonra.

Amélie es inútil para la contabilidad, debió confesárselo a Fubuki, de eso se trataba, la humillación no funciona si no es la misma persona que padece la que pide clemencia. Jamás será la torturadora la que crea cumplida la tarea ante la falta de resultados.

El siguiente paso de la escala laboral es la limpieza de los baños de hombres y mujeres. Ante un pedido de tener un espacio propio en la empresa, Fubuki ya sabe adonde enviarla. Amélie Nothomb recapitula: de niña quería ser Dios. Adulta, resuelve ser menos megalómana y decide trabajar de intérprete en una empresa japonesa. Luego debe descender y cambiar las hojas de los almanaques, hacer el ridículo con planillas contables, y terminar fregando baños.

Amélie se siente aliviada. Finalmente, fregar baños para un japonés no significa “perder la facha” aunque no sea una tarea honorable. Un rostro perdido no se recupera, como tampoco un nombre manchado. Amélie piensa que las actitudes más incomprensibles de la vida se deben a la persistencia de un encandilamiento juvenil. En su caso es la belleza del universo japonés de su infancia, país en el que nace y vive con sus padres diplomáticos hasta los cinco años. Pero su presente le muestra el horror despreciativo de un sistema que destruye lo que había amado. No conoce la razón de su sumisión, le resulta incomprensible que a pesar de esa maldición se vea atrapada por el respeto a los mismos valores en los cuales ya no puede creer.

Tuvo una experiencia de iniciación en un corredor a la salida del ascensor en el que se cruzó con el Presidente de la compañía. La aureola que rodea a un personaje de tal envergadura lo equipara con una divinidad. Amélie quedó paralizada. El encantamiento se disipó con una suave voz que la protegía de sus propios miedos dándole la bienvenida, llamándola por su nombre y felicitándola por el cumplimiento de sus labores. Aquel pequeño hombre afectuoso y cálido anfitrión, le hizo llegar una suave brisa  y una descompresión tan inmediata como sentida que diluyó el puño que le oprimía el pecho.

Este personaje nada tenía que ver con los energúmenos gritones que descargaban su furia sobre los empleados, chillidos y aullidos que bajaban por el tobogán de las jerarquías hasta volcarse sobre el último eslabón de la servidumbre. Le dijo dos o tres palabras amables y se retiró. Amélie se sintió bendecida. Trató de rearmar el rompecabezas del mundo en el que le había tocado vivir y llegó a una conclusión pertinente para su universo empresario pero con alcances teológicos. Dios es el Presidente, y el Vicepresidente es el Diablo. Este diagrama de conducción y liderazgo no sólo parece aplicable a la empresa Yamimoto sino al mismo Cosmos cuya estructura fue debatida durante siglos. Dios contempla su propia sombra desde una lejanía inaccesible, y el Hacedor, el Demiurgo, es el Deus Faber que introduce y gerencia el Mal. El vicepresidente de la compañía, ser asqueroso, obeso, vociferador, muestra la obsenidad diabólica, mientras el Ser al que todos remiten, aparece de improviso cuando se abren las puertas de un ascensor y pasa fugaz dejándonos una esperanza.

En el antiguo protocolo imperial nipón, se estipulaba que quien se dirige al Emperador debe hacerlo con “Estupor y Temblor”. El Supremo Empleador cumple la misma función. La cultura japonesa ha sorprendido a todos los mercados desde el momento en que revolucionó el mundo de los negocios. Fue a partir de la década del cincuenta que Taichi Ohno elabora el sistema de producción de la fábrica Toyota que permite una producción en escala sin la acumulación de stock. Se le llamó “just in time”, inaugurando el trabajo polifuncional y la valoración del departamento de ventas, poniéndole fecha de defunción al sistema fordista y a la ingeniería tayloriana. Este mismo mundo con la sabiduría budista al servicio de la lucha de todos los días inspira a los hombres de negocios y a quienes buscan formas alternativas de poder personal. El zen con o sin motociclela es una disciplina del alma seductora por su sutilileza, por su rico anecdotario, y por la originalidad de sus propuestas.

La película de Doris Dörrie Iluminación garantizada es una hermosa comedia de dos hermanos que dejan sus quehaceres en Alemania y se internan en un monasterio Zen. La humildad de las tareas, la estricta disciplina diaria y la enigmática personalidad del Maestro y de los discípulos, todo esto en medio de dos personajes simpáticos absolutamente desorientados, nos da una inteligente visión del snobismo urbano de las metrópolis avanzadas. En los medios de alta sofisticación intelectual el zen aparece como un ideal de sabiduría. Son rituales indescifrables que tienen la limpieza, la sobriedad y la parquedad, de un medio bruñido y rugoso expresado en la belleza austera de la madera de ébano y la alfombra de yute. Pero además un uso de las inteligencia que cautiva a los espíritus occidentales más exigentes. Posiblemente porque se alejan de cierta vulgaridad que tiene la new age yogística y sus maestros barbudos y pintados, cierta grosería hindú, el primitivismo selvático o de palacete que tienen los harems de meditación tantra con mantra. El arte refinado del zen se sostiene en los encuentros con el Maestro y un saber que se ejerce con una crueldad cómica, una violencia con sentido, que el discípulo padece sabiendo que el día en que desanude uno de los “koan” o nudos de significación de las pequeñas unidades semánticas, será a su vez un casi maestro. Entenderá. Años de reclusión, meditación más que garantizada, extraviada, la humillación programada para que nos demos cuenta que no somos nada y que nuestras aspiraciones y ambiciones son grasa pedante, una vez que hemos sido pelados, uniformizados, convertidos en pelapapas vitalicios y fregadores de pasillos, una vez que hemos aprendido a revolear campanillas y boleadoras con incienso, a esperar por esperar, a confrontarnos con los sueños en los que aparecen odaliscas de todas las especies que nos despiertan frustrados por una involuntaria erección, una  vez que frente a un espejo sólo veamos nuestro contorno enmarcando una nada, entonces sí estamos ya preparados para entender el Vacío y bajar a la ciudad de los hombres sin rumbo.

Si esto es difícil, por no decir imposible, siempre nos queda un libro de Zuzuki, una pasantía en un monasterio ad hoc, y la oportunidad de hablar del tema con inspiración y elegancia. Podemos fabricarnos una espiritualidad.

La genialidad de Amélie Nothomb es de darnos la escenografía del tipo de cultura que se necesita para que el zen sea posible y pueda tener éxito. La empresa Yamimoto es un emprendimiento corporativo transnacional que nos prepara mejor que cualquier otra cosa para entender la enseñanza del Zen. La disciplina emerge de un mundo de crueldad y sadismo, en el que las pretensiones individuales se hacen polvo, en el que se rasura toda fantasía narcisista, en donde es importante no comprender, padecer la incomprensión, sentirse idiota, venerar a quien nos lastima, honrar a los jefes, agradecer al superior, jamás preguntar y saber que la menor queja inicia un camino definitivo de destierro. O al revés, de alguna manera siempre hay un revés, la sorpresa de que todo es al revés, un simulacro, que la saña del trato recibido se resuelve en un pequeño gesto que reconvierte la cifra del acontecer. Es lo que hace Amélie con el último renglón del relato en el que reproduce un telegrama de Fubuki.

Thursday


Sunday

AB

EL WENDIGO
ALGERNON BLACKWOOD

I
Aquel año se organizaron numerosas partidas de caza, pero apenas si se llegó a descubrir rastro alguno; los alces parecían excepcionalmente tímidos aquella temporada y los chasqueados Nemrods regresaron al seno de sus respectivas familias formulando las mejores excusas que se les ocurrieron. El doctor Cathcart, como otros muchos, regresó sin un solo trofeo. Pero trajo, en cambio, el recuerdo de una experiencia que, según confiesa, vale por todos los alces cazados en su vida. Y es que Cathcart, de Aberdeen, aparte de los alces, estaba interesado en otras cosas; entre ellas, en las extravagancias de la mente humana. Sin embargo, esta singular historia no figura en su libro La Alucinación colectiva por la sencilla razón de que (así lo confesó una vez a un colega suyo) vivió los hechos demasiado de cerca para poder opinar con entera objetividad...
Además de él y de su guía Hank Davis, iban el joven Simpson, su sobrino, que era estudiante de teología y visitaba por primera vez los apartados bosques del Canadá, y el guía de éste, Défago. Joseph Défago era un franco-canadiense que había huido de su originaria provincia de Quebec años antes, y había conseguido trabajo en Rat Portage, cuando el Canadian Pacific Railway estaba en construcción. Era un hombre que, además de sus incomparables conocimientos sobre bosques y monte bajo, sabía cantar viejas canciones de viajeros y narrar emocionantes historias de caza. Por otra parte, era profundamente sensible al encanto singular que posee la naturaleza salvaje y solitaria de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión romántica que rayaba en lo obsesivo. La vida de los bosques le fascinaba. De ahí, sin duda, la certera perspicacia con que era capaz de desentrañar sus misterios.
Fue Hank quien lo escogió para esta expedición. Hank lo conocía ya, y tenía plena confianza en él. Y él le correspondía del mismo modo, «como buen compadre». Tenía un vocabulario salpicado de juramentos pintorescos, aunque totalmente carentes de significado, y la conversación entre los dos fornidos cazadores a menudo subía de tono. Hank trataba de paliar esta riada de exabruptos por respeto a su viejo «patrón de caza», el doctor Cathcart -a quien llamaba «Doc», según costumbre del país-, y también porque sabía que el joven Simpson era ya « medio cura». Con todo, Défago tenía un defecto y solo uno, a juicio suyo, y era que, como franco-canadiense, daba muestras de lo que Hank definía como «un maldito carácter»; esto significaba, al parecer, que a veces se comportaba como genuino tipo latino y tenía arrebatos de sordo mal humor en los que nadie en el mundo era capaz de sacarle una palabra. Hay que decir que Défago era imaginativo y melancólico, y por lo general, las estancias demasiado largas en la «civilización» parecían originarle esos accesos, ya que le bastaban unos pocos días en despoblado para curarse por completo.
Estos eran, pues, los cuatro expedicionarios que se encontraban en el campamento durante la última semana del mes de octubre de aquel «año de alces tímidos», en la región de selvática espesura que se extiende, abandonada y solitaria, al norte de Rat Portage. También estaba Punk, un cocinero indio que siempre había acompañado al doctor Cathcart y a Hank en sus cacerías de años anteriores. Su trabajo consistía únicamente en permanecer en el campamento, pescar y preparar las tajadas de carne de venado y el café. Iba vestido con las ropas usadas que le daban sus amos y, aparte su cabello negro y espeso y su tez oscura, con aquella indumentaria de ciudad se parecía tanto a un piel roja como un blanco disfrazado de negro a un africano auténtico. A pesar de eso, Punk poseía aún los instintos de su raza moribunda: su silencio reservado y su gran resistencia. Y también sus supersticiones.
El grupo, sentado alrededor del fuego, se sentía desanimado aquella noche porque había pasado una semana sin descubrir un solo rastro de alce. Défago había cantado su canción y había comenzado uno de sus relatos. Pero Hank, de mal humor, le recordaba tan a menudo que «lo estás contando mal, no fue así», que el «francés» se hundió finalmente en un hosco silencio del que nada probablemente podría sacarle ya. El doctor Cathcart y su sobrino estaban cansados, después del día agotador. Punk estuvo fregando los platos y rezongando para sus adentros bajo el sombrajo de ramas, donde más tarde acabó por dormirse. Nadie se molestaba en reavivar el fuego que lentamente se consumía. Allá arriba, las estrellas brillaban en un cielo completamente invernal; y hacía tan poco viento, que comenzaban ya, solapadamente, a helarse las orillas del lago que se extendía a sus espaldas. El silencio de la inmensidad del bosque se desplegaba en torno para envolverlos.
De pronto, lo quebró inesperadamente la voz nasal de Hank:
-Deberíamos intentarlo por otra zona, Doc -exclamó con energía mirando a su patrón-. Por aquí ya se ve que no tenemos maldita la suerte.
-Vale -dijo Cathcart, que era hombre de pocas palabras-. Buena idea.
-Claro que es buena -continuó Hank con confianza-. ¿Qué tal si, para variar, diésemos una batida hacia el oeste, por el camino de Garden Lake? Aún no hemos explorado esa zona solitaria.
-De acuerdo.
-Y tú, Défago, te llevas al señorito Simpson en la canoa, cruzas el remanso, pasas el Lago de las Cincuenta Islas, y haces un buen ojeo por la orilla sur. El año pasado estaba aquello lleno de alces, y por lo que llevamos visto hasta ahora, puede que también lo esté ahora, nada más que para fastidiarnos.
Défago, con los ojos clavados en el fuego, no dijo nada. Probablemente estaba ofendido aún por la interrupción de su relato.
-Por esa parte no se ha visto ningún alce este año, ¡me apuesto mi último dólar! -añadió Hank con énfasis. Miraba a su patrón con astucia-. Mejor sería recoger la tienda y alejarnos un par de noches -concluyó, como si el asunto estuviera definitivamente decidido.
A Hank se le reconocía una gran competencia para organizar cacerías, y era el encargado de esta expedición.
Para todo el mundo estaba claro que Défago no aprobaba el plan, pero su silencio parecía dar a entender algo más que una simple desaprobación. Por su sensitivo rostro atezado cruzó una curiosa expresión, como un fugaz resplandor de llamas, que no pasó desapercibido para los tres hombres que estaban allí.
-Me parece que tiene miedo por alguna razón -comentaría Simpson más tarde, una vez solos su tío y él en la tienda que compartían. El doctor Cathcart no replicó inmediatamente, aunque pareció interesarse y tomar nota mentalmente de la observación. La expresión de Défago le había causado una pasajera inquietud, sin motivo aparente a la sazón.
Pero Hank, como era natural, fue el primero en observarla; y lo extraño fue que, en lugar de irritarse o ponerse furioso por la falta de interés del otro, comenzara inmediatamente a gastarle bromas.
-Me parece a mí que no hay ninguna razón especial para que vayamos allí este año -dijo, con cierta ironía en el tono-; ¡al menos, no la razón que quieres dar a entender! El año pasado fue el incendio lo que contuvo a la gente. Este año me parece que... que la gente ya no quiere ir. ¡Eso es todo! -su actitud trataba de ser alentadora.
Joseph Défago alzó los ojos un momento, y luego los bajó otra vez. Una ráfaga de viento se deslizó por el bosque avivando los rescoldos y levantando llamas pasajeras. El doctor Cathcart observó nuevamente el semblante del guía, y tampoco esta vez le agradó su expresión. Le traicionaba su mirada. Por un instante, vio en aquellos ojos el destello de un hombre verdaderamente asustado. Esto le inquietó más de lo que le habría gustado admitir.
-¿Hay indios peligrosos en esa dirección? -preguntó con una sonrisa conciliadora, en tanto que Simpson, demasiado soñoliento para percatarse de estas sutilezas, se marchaba a la cama con un prodigioso bostezo- ¿o... o pasa algo? -añadió, cuando su sobrino ya no podía oírle.
Hank le miró con menos franqueza que de costumbre.
-Está asustado -exclamó, fingiendo buen humor-. está asustado por algún cuento de hadas que le han contado. Eso es todo, ¿eh, viejo? -y le dio amistosamente en el pie que tenía más cercano al fuego.
Défago alzó los ojos con rapidez, como si le hubieran interrumpido algún sueño, de un sueño que, sin embargo, no le había abstraído de todo lo que pasaba a su alrededor.
-¿Asustado…? ¡Ni hablar! -contestó con desafiadora animación-. No hay nada en el bosque que pueda asustar a Joseph Défago, ¡que no se te olvide! -y la natural energía con que habló, hizo imposible saber si contaría toda la verdad, o sólo una parte.
Hank se volvió hacia el doctor. Iba a añadir algo, cuando se detuvo bruscamente y miró en torno. Justo detrás de ellos, en la oscuridad, había sonado un ruido que les hizo estremecer a los tres. Era el viejo Punk, que había abandonado su yacija mientras hablaban y ahora estaba de pie, un poco más allá del círculo de luz, escuchando lo que decían.
-Ahora no, Doc -susurró Hank haciendo un guiño- ; más adelante, cuando no haya moros en la costa.
Y poniéndose en pie de un salto, le dio al indio una manotada en la espalda y exclamó sonoramente:
-¡Acércate al fuego y calienta un poco esa sucia piel colorada que tienes! -lo arrastró hacia el fuego y echó más leña-. Ha sido muy buena la comida que nos has preparado antes -continuó cordialmente, como si quisiera encauzar los pensamientos del hombre por otros derroteros- y no sería de cristianos dejarte ahí, de pie, enfriándote el pellejo, mientras nosotros estamos aquí bien calentitos.
Punk avanzó, y se calentó los pies, sonriendo ante la verbosidad del otro, que comprendía sólo a medias, pero no dijo nada. El doctor Cathcart, viendo que era imposible proseguir la conversación, siguió el ejemplo de su sobrino y se metió en la tienda, dejando a los tres hombres que siguieran fumando alrededor de las renovadas llamas del fuego.
No es fácil desnudarse en una tienda pequeña sin despertar al compañero, y Cathcart, hombre duro y de sangre ardorosa a pesar de sus cincuenta años, hizo al raso lo que Hank habría descrito como «una temeridad». Mientras se desnudaba observó que Punk había regresado a su yacija, y que Hank y Défago seguían charlando junto al fuego. Era la típica escena convencional del Oeste: el fuego de campamento iluminaba sus rostros con luces y sombras. Défago, con el sombrero echado y los mocasines, parecía representar el papel de malvado; Hank, con el rostro despejado y sin sombrero, encogiéndose de hombros con indiferencia, podía ser el héroe justo y desengañado; y el viejo Punk, escuchando oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio. El doctor sonrió al darse cuenta de los detalles. Pero al mismo tiempo sintió en su interior como si algo muy hondo -no sabía qué- le oprimiera un poco, como si un soplo casi imperceptible de advertencia hubiera rozado la superficie de su alma, desapareciendo antes de poderlo captar. Probablemente se debía a la «expresión asustada» que había observado en los ojos de Défago. «Probablemente»... porque de no ser a esto, no sabía a qué atribuir esta sombra de emoción fugitiva que escapaba a su fina capacidad de análisis. Le dio la impresión de que acaso hubiera problemas con Défago. No le parecía un guía tan seguro como Hank, por ejemplo... aunque no sabía exactamente por qué.
Antes de zambullirse en la tienda donde Simpson dormía ya ruidosamente, observó un poco más a los dos hombres. Hank juraba como un africano loco en una sala de fiestas; pero sus juramentos eran de «afecto». Los pintorescos denuestos brotaban libremente, ahora que dormía la causa de sus anteriores represiones. Luego pasó el brazo cariñosamente por encima del hombro de su camarada y se marcharon juntos hacia las sombras donde tenían la tienda. Punk siguió su ejemplo también, un momento después, y desapareció entre sus malolientes mantas, en el otro extremo del claro.
El doctor Cathcart se retiró a su vez. La fatiga y el sueño luchaban en su mente contra una oscura curiosidad por averiguar qué había al otro lado de las Cincuenta Islas, que tanto parecía atemorizar a Défago... Se preguntaba también por qué la presencia de Punk impidió a Hank terminar lo que había empezado a decir. Después, el sueño le venció. Mañana lo sabría. Se lo contaría Hank mientras caminaran en pos de los alces huidizos.
Un profundo silencio descendió sobre el pequeño campamento, tan atrevidamente instalado ante las mismas fauces de la selva. El lago brillaba como una lámina de cristal negro bajo las estrellas. Picaba el aire frío. En las brisas nocturnas que surgían silenciosas de las profundidades del bosque, con mensajes de lejanas cordilleras y de lagos que comenzaban a helar, flotaban ya unos perfumes fríos y desmayados que anunciaban la llegada del invierno. El hombre blanco, con su olfato embotado, jamás habría podido adivinarlos; la fragancia del fuego de leña le habría ocultado, en un centenar de millas a la redonda, la viveza de ese olor a musgo, a corteza de árbol y a marisma seca. Incluso Hank y Défago, ligados íntimamente al espíritu de los bosques, habrían olfateado en vano...
Pero una hora más tarde, cuando todos estuvieron dormidos como troncos, el viejo Punk salió a gatas de entre sus mantas y se escurrió como una sombra hasta la orilla del lago, en silencio, como únicamente un indio sabe moverse. Después levantó la cabeza y miró a su alrededor. La espesa negrura hacía casi imposible toda visibilidad; pero, como los animales, poseía él otros sentidos que la oscuridad no era capaz de anular. Escuchó, y luego olfateó el aire. Se quedó quieto, inmóvil como un arbusto. Al cabo de unos cinco minutos, estiró de nuevo la cabeza y olfateó el aire una y otra vez. Un prodigioso hormigueo de nervios le corrió por el cuerpo al oler el aire penetrante. Luego, se sumergió en la negrura como sólo hacen los animales y los hombres salvajes, y regresó finalmente, deslizándose bajo el ramaje, hasta su lecho.
Poco después de dormirse, el cambio de viento que había presentido agitaba blandamente el reflejo de las estrellas en el lago. Procedía de las lejanas montañas de la región situada al otro lado del Lago de las Cincuenta Islas, venía en la dirección que había observado él, pasaba por encima del campamento dormido y cruzaba, como un murmullo apagado y suspirante, apenas perceptible, por entre las copas de los árboles inmensos. Con él, por los desiertos senderos de la noche, aunque demasiado tenue aún para los agudos sentidos del indio, cruzó un olor ligerísimo, muy particular y extrañamente inquietante; un olor de algo raro... absolutamente desconocido.
El franco-canadiense y el hombre de sangre india se agitaron intranquilos en su sueño, aunque ninguno de los dos se despertó. Luego, el espectro de aquel olor innominado se alejó para perderse entre las regiones remotas del bosque deshabitado.
II
Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena actividad. Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante. Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.
-¡El viento ha cambiado! -gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de la pequeña canoa-. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no os va a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! -añadió alegremente, dándole por una vez la pronunciación francesa al nombre- ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y provisiones para dos días, era sólo un punto confuso balanceándose en la lejanía, rumbo al este.
La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas del bosque y resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el lago. Los somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el viento espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas interminables y apretadas de los arbustos desolados que cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre, que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas heladas de la Bahía de Hudson.
Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se embriagaba con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor, entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el «guía» y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el «señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado. No se le ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el «señor» y se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe», como se dio el caso invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante doce millas con viento de proa. El solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por completo.
Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter, aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje -la primera vez que salía de su pequeña Escocia natal-, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces como inmutable y sagrada.
Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por tierra, después, habían constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá incluso de la orla de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto de placer y pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y él, contra una muchedumbre... o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le hacían sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas y que sólo puede calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia. Se daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago, como símbolo de una civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba con entera despreocupación:
-Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente estas señales. Después cruza él lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante, con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos, acertó a expresar las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La canoa -otro símbolo del poder del hombre- debía dejarse atrás. Aquellas muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha sobre los árboles, eran las únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas, sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que estaban en el límite del bosque. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua, moteada de innumerables islas cubiertas de pinos.
-El Lago de las Cincuenta Islas -anunció Défago con voz cansada-, ¡y el sol está metiendo en él su vieja cabeza pelada! -añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos, gracias a aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo de humo. Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán durante la travesía, Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta «nada más» por los alrededores, en busca de señales de alce.
-Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos -dijo mientras se iba-, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.
Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo unos pasos, y ya había desaparecido.
No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos, junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos derribados, de monstruosas proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella extensa comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por el incendio del año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas. Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras. El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses de los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles. Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se extendía el escenario del Lago de Fifty Islands, de las Cincuenta Islas, que era como una media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus raudales de fuego sobre las olas, y las islas -seguramente más cerca de las cien que de las cincuenta- flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada. Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en la borrosa luz del anochecer… a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que zarpaban rumbo a las estrellas...
El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y a fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente, se le ocurrió una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría... qué podría hacer yo si... si sucediera algo y no regresara?»...
Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
-Défago -dijo-, estos bosques son... cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto... tranquilo, quiero decir... ¿no?
Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.
-Está usted en lo cierto, jefe -exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores-, Es la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
-Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los primeros en avistar un alce.
-Si ellos fuesen en dirección oeste -observó Défago con desgana-, ahora estarían a cien kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y café.
Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma demasiado vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
-Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado- rogó-. una de esas viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó le petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes, y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma que no producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de pie... olfateando el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el aire por las ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose rápidamente en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
-¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! -exclamó, levantándose y poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad-. ¿Qué es? ¿Acaso tiene miedo?…
Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.
El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.
-¿Qué es? -repitió alarmado- ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? -acabó, bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida... y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante.
-Yo no he dicho que he oído... o he olido nada -dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada-. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
-¿Tiene cerillas, jefe?
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
-Se me han quitado las ganas de cantar -.explicó espontáneamente-. Esa clase de canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe?
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada -ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente- podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.
-¿En qué piensa usted? -preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
-En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí -balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento- y los comparaba con todo esto -añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
-De todos modos, yo que usted no me reiría -exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson-. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible.
-¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente tranquilizador. En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».
-Oiga, Simpson -exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire-, ¿no nota usted... no nota nada en el olor... nada de particular, quiero decir?
Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.
-Nada, aparte el olor a leña quemada -contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.
-Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún... ningún olor? -insistió el guía, mirándole por encima del resplandor-. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?
-No; desde luego que no -replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago se aclaró.
-¡Eso está bien! -exclamó con evidente alivio-. Me gusta oír eso.
-¿Y usted? -preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo hecho.
El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
-Creo que no -dijo, sin demasiada convicción-. Debe de haber sido la canción esa. Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como éste, cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.
-¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? -preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo -o más bien que susurró, porque su voz sonó muy baja-, fue:
-No es nada... nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más... Una especie de animal que vive por allá -sacudió la cabeza hacia el norte-, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree... ¡Eso es todo!
-Una superstición de los bosques -comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo- ¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al amanecer! ...
El guía iba pisándole los talones.
-Ya voy, ya voy -dijo.
Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en una clavo del palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la tienda entera tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus techos de ramas de bálsamo. En el interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también, otra sombra que no era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud profunda y única del bosque primitivo, en la que nada se movía... y en la cual la noche adquiría una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas... Después, el sueño se apoderó de él.
III
Así le pareció a él al menos. Sin embargo, lo cierto era que el pulso del agua, junto a la tienda, seguía marcando sin cesar el paso del tiempo, cuando se dio cuenta de que estaba con los ojos abiertos y de que otro sonido acababa de irrumpir, con solapado disimulo, en el rítmico murmullo de las olas.
Y mucho antes de comprender de qué se trataba, se agitaron en su interior vagos sentimientos de dolor y de alarma. Escuchó atento, aunque en vano al principio, porque los latidos de su pulso golpeaban como sonoros tambores en sus sienes. ¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se taponaba la boca con la manta para sofocar el llanto.
Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura. Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le movía a piedad. Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente... ¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio del Atlántico... Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarle y que se le helaba la sangre.
-Défago -susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo-, ¿qué sucede? ¿Se siente usted mal?
No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo tocó. Su cuerpo no se movía.
-¿Está despierto? -se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños-. ¿Tiene usted frío?
Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la tienda. Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia adentro, otra vez, por miedo a despertarle.
Hizo una o dos preguntas más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos, no obtuvo contestación alguna ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su respiración regular y sosegada. Le puso la mano en el pecho y lo sintió subir y bajar pausadamente.
-Dígame si le ocurre algo -murmuró- o si puedo hacer alguna cosa por usted. Despiérteme inmediatamente si llegara a sentirse... mal.
No sabía qué decir. Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué significaría todo aquello. Défago había estado llorando entre sueños, por supuesto. Algo le afligía. Fuera como fuese, jamás en la vida se le olvidarían aquellos sollozos lastimeros, ni la sensación de que toda la impresionante soledad de los bosques los escuchaba.
Estuvo meditando durante mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los cuales, era éste, en verdad, el más misterioso; y aunque su razón encontraba argumentos satisfactorios con que desechar cualquier eventualidad desagradable, le quedó, no obstante, una sensación muy arraigada...extraña a más no poder.
IV
Pero el sueño, a la larga, siempre acaba por imponerse a cualquier emoción. Pronto se desvanecieron sus pensamientos. Se encontraba arropado, cómodo, y demasiado fatigado. La noche era agradable y reparadora, y en ella se diluía toda sombra de recuerdo y alarma. Media hora más tarde, había perdido conciencia de todo cuanto le rodeaba.
Y sin embargo, esta vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación de inminencia y anular el estado de alarma de sus nervios.
Así como en algunas de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia de realidad, basta a veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de manifiesto la incoherencia y falsedad del todo, del mismo modo los acontecimientos que ahora se desarrollan, aun sucediendo en realidad, sugerían la existencia de un detalle que podía ser la clave de la explicación y que había sido pasado por alto en la confusión del momento. Todo aquello sólo debía ser cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las profundidades de una mente dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir el juicio: «Todo esto no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás.»
Y así, en cierto modo, le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran totalmente inexplicables o increíbles por sí mismos, aunque formaban, para el hombre que los veía y oía, una sucesión de hechos horribles, pero independientes, porque el detalle mínimo que podía haber esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado.
Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se arrastraba en el interior de la tienda, lo que le despertó y le hizo darse cuenta de que su compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba temblando. Debían de haber pasado varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la tela de la tienda. Esta vez no lloraba; temblaba como una hoja, y su temblor lo sentía él a través de la manta. Défago se había arrebujado contra él, en busca de protección, huyendo de algo que aparentemente se escondía junto a la entrada de la tienda.
Por esta razón, Simpson le preguntó en voz alta -con el aturdimiento del despertar, no recuerda exactamente qué-, y el guía no contestó. Una atmósfera de auténtica pesadilla le envolvía, le embarazaba hasta impedirle moverse. Durante unos instantes, como es natural, no supo dónde se encontraba, si en uno de los anteriores campamentos o en su cama de Aberdeen. Estaba confuso y aturdido.
Después -casi inmediatamente-, en el profundo silencio del amanecer, oyó un ruido de lo más extraño. Fue repentino, sin previo aviso, inesperado e indeciblemente espantoso. Simpson afirma que se trataba de una voz, acaso humana, ronca, aunque lastimera. Una voz suave y retumbante a la vez, que parecía provenir de las alturas y que, al mismo tiempo, sonaba muy cerca de la tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin embargo, poseía cierta calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas, como tres gritos separados que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas que componían el nombre del guía: «¡Dé-fa-go!»
El estudiante admite que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que jamás había oído nada semejante en su vida y en él se combinaban cualidades contradictorias. El lo describe como «una especie de voz lastimera y ululante como el viento, que sugería la presencia de un ser solitario e indómito, tosco y a la vez increíblemente poderoso»...
Y aun antes de que cesara la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos abismos del silencio, el guía se puso en pie de un salto y gritó una respuesta ininteligible. Al incorporarse, chocó violentamente contra el palo de la tienda; sacudió toda la armazón al extender los brazos frenéticamente para abrirse camino, y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante un segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante la puerta; su oscuro perfil se recortó contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada rapidez, y antes de que su compañero pudiera mover un dedo para detenerle, se arrojó por la entrada de la tienda... y se marchó. Y al marcharse -con tan asombrosa rapidez, que pudo oírse cómo su voz se perdía a lo lejos- gritaba con un acento de angustia y terror, pero que al mismo tiempo parecía expresar un tremendo éxtasis de gozo...
-¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué carrera abrasadora!
Pronto la distancia acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de nuevo sobre la floresta.
Sucedió todo con tal rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él, Simpson casi hubiera podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a su lado sentía aún la cálida presión del cuerpo desaparecido. Las mantas estaban todavía en un montón, en el suelo. La misma tienda temblaba aún por la vehemencia de su salida impetuosa. Las extrañas palabras, propias de un cerebro repentinamente trastornado, resonaban en sus oídos como si las oyera todavía a lo lejos... No eran únicamente los sentidos de la vista y el oído los que denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que mientras el guía gritaba y corría, pudo captar él un olor extraño y acre que había invadido el interior de la tienda. Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado por el olor atosigante, cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió de la tienda.
La luz grisácea del amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles, permitiendo que se distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de espaldas a la tienda empapada de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las cenizas de la hoguera. Contempló el lago pálido bajo la capa de bruma, las islas que emergían misteriosamente como envueltas en algodón, y los rodales de nieve, al otro lado, en los espacios despejados del bosque de arbustos. Todo estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la salida del sol. Pero en ninguna parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría aún, frenéticamente, por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos evanescentes de su voz. Se había ido... definitivamente.
No había nada; nada, excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía vivamente en el campamento, y ese penetrante olor que lo invadía todo.
Y aun el olor estaba desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme turbación que experimentaba, Simpson se esforzó por descubrir su naturaleza. Pero averiguar la calidad de un olor fugaz, que no se ha reconocido inconscientemente al instante, es una operación muy ardua; y fracasó. Antes de que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo, había desaparecido. Incluso ahora le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que era distinto de todo otro olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones, aunque más suave, y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le recordaba el aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión «olor a leones» es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.
Finalmente, el olor se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que se encontraba de pie, junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y estúpido terror que le incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si una rata almizclera hubiese asomado entonces su hocico puntiagudo por encima de una roca, o hubiese visto escabullirse una ardilla, lo más probable es que se hubiera desmayado sin más. Su instinto acababa de percibir el hálito de un gran Horror Exterior... y todavía no había tenido tiempo de rehacerse y adoptar una actitud firme y alerta.
Sin embargo, nada sucedió. Un soplo de aire suave acarició la floresta que despertaba, y unas pocas hojas de arce se desprendieron temblorosas y cayeron a tierra. El cielo se hizo repentinamente más claro. Simpson sintió el aire frío en sus mejillas y en su cabeza descubierta. Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se hizo cargo de que estaba solo entre los arbustos... y de que lo más prudente era ponerse en marcha, en busca de su compañero desaparecido, con el fin de socorrerle.
Y así lo hizo, en efecto, pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en torno suyo, el lago cortándole el camino por detrás, y el horror de aquellos gritos salvajes latiendo aún en su sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto habría hecho en semejante situación: correr, correr sin sentido alguno, como un niño enloquecido, y gritar continuamente el nombre de su guía: ¡Défago! ¡Défago! ¡Défago! -vociferaba, y los árboles le devolvían el nombre, en un eco apagado, tantas veces cuantas lo gritaba él:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!
Siguió el rastro impreso en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos, habían impedido que la nieve llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y hasta que el sonido de su propia voz comenzó a asustarle en aquel paraje desierto y silencioso. Su confusión aumentaba con la violencia de sus esfuerzos. La angustia se le hizo dolorosamente aguda. Por último, fracasados sus intentos, dio la vuelta y se dirigió al campamento, completamente agotado. Fue un milagro que encontrara el camino. El caso es que, después de seguir un sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña entre los árboles, y se sintió a salvo.
El cansancio, entonces, administró su propio remedio. Encendió fuego y se preparó el desayuno. El café caliente y el tocino le devolvieron un poco de sentido común y de juicio, y comprendió que se había portado como un chiquillo. Debía medir los esfuerzos para hacer frente a la situación de una manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo, debía hacer en primer lugar una exploración lo más completa posible y, si no daba resultado, debía buscar el camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.
Y eso fue lo que hizo. Cogió provisiones, cerillas, el rifle y un hacha pequeña para marcar los árboles, y se puso en camino. Eran las ocho cuando salió, y el sol brillaba por encima de los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca junto al fuego y dejó una nota, para el caso de que Défago volviera mientras él estaba ausente.
Esta vez, de acuerdo con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección. Cubriendo un área más amplia, podría tropezarse con señales del rastro del guía. Y en efecto, antes de haber recorrido medio kilómetro, encontró las huellas de un animal grande y, al lado, las huellas, menores y más ligeras, de unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio que experimentó inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista vio que esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma en el momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la caza desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su presencia horas antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se debían, naturalmente, a... este...
Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago, habría reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle... Todo el episodio exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror, las enigmáticas palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado, aquellos sollozos contenidos en la oscuridad, y -también esto le vino oscuramente a la memoria- la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de cuando en cuando el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le estuvieran siguiendo, lo mismo que seguía él a otro...
Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió. Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirle vertiginosamente a su propia perdición.
Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros. Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su separación fue tal que parecía absolutamente imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la «distancia» de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas. Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar con recelo, era que las zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando impulso.
Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo más hondo de su alma. Era lo más espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado, mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le seguía los pasos a él también... Y sucedió que, al poco tiempo, no supo ya lo que significaban aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño franco-canadiense, su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.
V
Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica, podía conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que bien, para salir de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo primero que observó fue que los dos rastros hablan sufrido una transformación; y esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente aterradora.
Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra, o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era responsable del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas hablan adquirido un ligero matiz coloreado? Lo innegable era que las pisadas del animal tenían un tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una sustancia que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz encendido que venta a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas hablan experimentado un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de metros más o menos, habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras. Así, pues, los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al darse cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no encontró el menor indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato mirando alrededor, completamente turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que sucediera... y sucedió.
Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció inmóvil donde estaba, escuchando con todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento, tal como si se le hubiera secado.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! -oyó que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que la experiencia vela habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, le había llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la Desolación que aniquila... En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y pensar...
El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De todos modos, se marchaba de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el equilibrio de sus nervios.
No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le seguían, voces que reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas, haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que pasara. El rumor del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente, tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de los árboles, que hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora amenazadoras, inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de suceder.
Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y pensó en todo, como demuestra su plan de acción. Puesto que no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito, y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda. Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y cerillas... ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de su mano ilimitada... y se ríe de él. Es, también, admirar su voluntad inquebrantable.
No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a través de toda aquella enmarañada región, consiguió llegar al sitio donde Défago, casi tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:
-Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua, con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó un punto de referencia, sin el cual habría perdido toda la noche para encontrar el campamento.
De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndole cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi apagado.
VI
La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial «¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?» y sentirse agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló en su interior como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La original terquedad de su raza le dominaba por completo.
Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarles hasta allá. El doctor Cathcart, que se daba más cuenta del estado del muchacho que lo que éste se creía, le inyectó una dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.
De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología, se desprende que en lo que contó al principio había omitido diversos detalles de suma importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo el valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron, al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la noche, en el cual se creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir «inmediatamente».
En el curso del día siguiente -salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas-, Simpson contó bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya que Défago habló de «algo que él llamaba Wendigo» que había llorado durante el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento, y que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo, admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel olor extraordinario, acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban a menos de una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas palabras que éste había proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas del uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera de la tienda...
El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un hábil psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado su mente. El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.
-El hechizo de estas inmensas soledades -decía- es muy nocivo para la mente; es decir, siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha sido para ti exactamente igual que lo fue para mí cuando tenia tu edad. El animal que merodeaba por vuestro pequeño campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un alce puede tener a veces una calidad muy peculiar. El color que creíste ver en las huellas fue, evidentemente, una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que se suelen producir por la misma excitación mental... excitación que resulta perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de explicar es... es ese… ese condenado olor.
-Me puso enfermo, te lo aseguro -declaró su sobrino-; estuve a punto de marearme.
La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, le impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido testigo presencial!
-Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo -concluyó, sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.
-Lo que me maravilla -comentó éste-, es que, en semejantes circunstancias, no hayas experimentado nada peor.
Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y la interpretación que de ella hacía su tío.
Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas, había sido descubierto y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta la última miga.
-Bueno, señores, aquí no hay nadie -exclamó sonoramente Hank, según era costumbre suya-; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el diablo me lleve si lo sé.
La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su lengua, aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que utilizó.
Propongo -añadió- que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos hasta el infierno, si es necesario.
El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y les llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si notara vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos detalles. Ahora estaba mucho más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de tantas caminatas. El método de su tío para explicar -para «desechar» más bien- sus terroríficos recuerdos, contribuyó también a tranquilizarle.
-Y esa es la dirección que tomó al echar a correr -dijo Simpson a sus dos compañeros, apuntando por donde había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades grises-. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los cedros...
Hank y el doctor Cathcart se miraron.
-Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección -prosiguió, con algo de su antiguo terror en la voz-; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se detienen... ¡se terminan!
-Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás -exclamó Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.
-Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones -añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.
La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado de prisa, y todavía les quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado para acompañarles. Le dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y descansar.
Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque habían seguido los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron el menor indicio de ser humano... ni de animal alguno. No había huellas de ninguna clase: la nieve estaba impoluta.
Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos, efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el matrimonio.
Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había sucedido y de las posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor Cathcart, que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el juicio. Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo, ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo le duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión -no se sabía qué-, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio. Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin duda, y era completamente seguro que había atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino implacable. Podía incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente, desde el amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se repartirían el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían lo humanamente posible por encontrarlo.
Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos indios que «habían visto al Wendigo» merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le había persuadido para que fuese allí.
-Cuando un indio se vuelve loco -explicó, como hablando consigo mismo-, se dice que ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!...
Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el miedo sobrecogedor que había pasado. Unicamente se calló el extraño lenguaje que había empleado el guía.
-Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda del Wendigo -insistió el doctor-. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto, y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más adelante.
Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le resultaba extraño el nombre aquel.
Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir, de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a apagarse, era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad circundante -acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla- e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un paso más allá de, los necesarios para obtenerla.
VII
Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar de las llamas. Tan sólo, de cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.
-Es bastante curiosa la leyenda esa -observó el doctor, después de una pausa excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas de hablar-. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva, que algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia destrucción.
-Eso es -dijo Hank-. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te llama por tu propio nombre.
Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido, que pilló a los otros dos desprevenidos.
-La alegoría es significativa -dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba-, porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso… ¡se acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.
El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz se convirtió en un susurro.
-Se dice también -añadió- que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los nuevos que entonces se les forman son exactamente como los de él.
Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la palidez del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los ojos, si hubiera tenido valor.
-No siempre anda por el suelo -comentó Hank arrastrando las palabras-, pues sube tan alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su víctima con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así, antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que come es… ¡musgo! -y se rió con una risa nerviosa. -Sí, el Wendigo come musgo -añadió, mirando con excitación el rostro de sus compañeros-. Es un comedor de musgo -repitió, con una sarta de juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.
Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su manera, era ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo. Hablaban, también, para combatir la oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos, ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarles. Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. El había alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en lo más íntimo.
De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje, hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les haría insoportable.
Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar. Seguramente no podía dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca, provocando de este modo numerosas y breves intermitencias.
-Eso para Défago -dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora-, porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.
Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto también y se puso en pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de Hank estaba lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida de todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de pie con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.
Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba:
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!
Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.
Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:
-Ese es exactamente el grito que oí... ¡y las mismas palabras que dijo!
Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!...
Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.
-¡Es él, que el buen Dios nos asista! -se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo.
-¡Y viene! ¡Y viene! -añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.
Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entre tanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como una pesadilla.

VIII
Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno. Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre era… Défago.
Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.
Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo, después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su voz brotó de sus labios:
-Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado -era una voz seca, débil, jadeante-. Estoy de viaje. He atravesado el fuego del Infierno... No ha estado mal...
Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese interpuesto entre los dos, le resultaba grato… extraordinariamente grato. El doctor Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.
Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le aturdieron totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera, No poseía la disciplinada voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional. Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda haber oído el tono autoritario de su tío -duro y forzado-- que decía algo sobre alimento, calor, mantas, whisky, y demás… Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la vez.
Sin embargo, fue él -con menos experiencia y habilidad que los otros dos- quien profirió la frase que vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y el pensamiento que encogía el corazón de los tres.
-¿Eres… eres TÚ, Défago? -preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.
E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes que el otro hubiera tenido tiempo de mover los labios:
-¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?... es que está exhausto de hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto de hacerlo irreconocible?
Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el campamento.
Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada que cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta... hasta perder toda consistencia.
Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites que no podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos, exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:
-¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú... pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! -los ojos le fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda-. Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos asista! -añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.
Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era verle como oír lo que decía… porque era verdad. No hizo más que repetir lo mismo cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre «el intruso», pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo de monte.
Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas. Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto de la escena, claro está, lo presenció desde dentro. Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura de la tienda.
Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso en pie, frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló, Al principio, le salió una voz firme:
-Défago, díganos qué ha sucedido... no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos saber cómo podemos ayudarle -preguntó con acento autoritario, casi como una orden.
Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico retrocedió como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara a punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero rostro, negro y diabólico.
-¡Vamos, hombre, vamos! -gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta-. No podemos estarnos aquí toda la noche… -era el grito del instinto sobre la razón.
Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil, inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:
-He visto al gran Wendigo -susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual que una bestia-. He estado con él, también...
Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio, porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar desde fuera de la tienda:
-¡SUS pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad Cómo le han cambiado los pies!
Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez que el joven estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.
Después, antes que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie, se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y maliciosa en su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.
-Ahora, vosotros lo habéis visto también -jadeó-. ¡Habéis visto mis ardientes pies de fuego! Y ahora... bueno, a no ser que podáis salvarme y evitar… poco falta para…
Su voz lastimera fue interrumpida por un ruido, como por el rugir de un vendaval que viniese cruzando el lago. Los árboles sacudieron sus ramas enmarañadas. Las llamas del fuego se agitaron, azotadas por una ráfaga violenta, y algo pasó sobre el campamento con furia ensordecedora. Défago arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia el bosque y con aquel torpe movimiento con que había venido... se marchó. Pero lo hizo a una velocidad tan pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se lo había tragado. Y pocos segundos después, por encima de los árboles azotados y del rugido del viento repentino, los tres hombres oyeron, con el corazón encogido, un grito que parecía provenir de una altura inmensa.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!...
Luego, la voz se apagó en el espacio incalculable y silencioso.
El doctor Cathcart -que había dominado de pronto sus nervios, y se había adueñado también de la situación- agarró a Hank violentamente del brazo en el momento que iba a lanzarse hacia la espesura.
-¡Quiero que conste! -gritaba el guía-, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De ninguna manera! ¡Ese es algún... demonio que le ha usurpado el sitio!
De una u otra forma -el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente cómo lo consiguió--, se las arregló para retenerle en la tienda y apaciguarlo. El doctor, por lo visto, había conseguido reaccionar, y era capaz nuevamente de dominar sus propias energías. En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin embargo, su sobrino, que hasta ese momento se había portado maravillosamente, fue quien vino a causarle más preocupación, pues la tensión acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico que hizo necesario aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.
Allí permaneció, debatiéndose bajo las mantas, gritando cosas incoherentes, mientras pasaban las horas de aquella noche de pesadilla. Sus palabras formaban una jerigonza en la que velocidad, altura y fuego se mezclaban extrañamente con las enseñanzas recibidas en sus clases de teología.
-¡Veo unas gentes con la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera alucinante y se acercan al campamento!
Y lloraba durante un minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque, escuchaba atento, y susurraba:
-¡Qué terribles son, en la espesura salvaje... los pies de... de los que…
Y su tío le interrumpía, distraía sus pensamientos, y le reconfortaba.
Por fortuna, su histerismo fue transitorio. El sueño le curó, igual que a Hank.
Hasta que apuntaron las primeras claridades del amanecer, poco después de las cinco de la madrugada, el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el color de la pared y un extraño rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas de silencio, su voluntad había estado luchando con el espantoso terror de su alma, y de esta lucha provenían las huellas de su rostro...
Al amanecer, encendió fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso de las siete, se pusieron en camino de regreso al otro campamento. Eran tres hombres perplejos y afligidos; pero, cada uno a su modo, habían conseguido mitigar la inquietud interior recobrando más o menos el sosiego.
IX
Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes y sensatas, porque tenían la cabeza cargada de pensamientos dolorosos que pedían una explicación, aunque ninguno se decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado a la vida de la naturaleza, fue el primero en encontrarse a sí mismo, ya que era también el de menos complicaciones interiores. En el caso del doctor Cathcart, las fuerzas de su «civilización» luchaban contra la experiencia de un hecho bastante singular. Hoy por hoy sigue sin estar completamente seguro de determinadas cosas. Sea como fuere, a él le costó mucho más «encontrarse a sí mismo».
Simpson, el estudiante de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas, aunque no de la índole más científica. Allá, en el corazón de la inextricable espesura, habían presenciado algo cruda y esencialmente primitivo. Habían presenciado algo aterrador que había logrado sobrevivir a la evolución de la humanidad, pero que aún se mostraba como una forma de vida monstruosa e inmadura. Para él, era como si se hubieran asomado a edades prehistóricas en que las supersticiones, rudimentarias y toscas, oprimían aún los corazones de los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran indomables y no se habían dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos se refirió cuando, años más tarde, habló en un sermón de «las Potencias formidables y salvajes que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean perversas en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal como ahora la concebimos».
Nunca discutió a fondo todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera que se alzaba entre sus respectivas formas de pensar. Únicamente una vez, al cabo de varios años, rozaron este tema; o más exactamente, aludieron a un detalle relacionado con él:
-¿Puedes decirme, al menos, cómo… cómo eran? -preguntó Simpson.
La contestación, aunque llena de tacto, no fue alentadora:
-Es mucho mejor que no intentes descubrirlo.
-Bueno, ¿y aquel olor?… -insistió el sobrino--. ¿Qué opinas de él?
El doctor Cathcart le miró y alzó las cejas,
-Los olores -contestó- no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los sonidos o las visiones. Sobre eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.
Cuando se trataba de explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz. Esta vez, sin embargo, no lo fue.
Al caer el día, cansados, muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al término de la penosa expedición: el campamento, que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no había; ni tampoco salió Punk a recibirles. Tenían demasiado agotada la capacidad de emocionarse, para sorprenderse o disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios al acercarse a la hoguera apagada, fue una especie de llamada de advertencia, un aviso de que aquella extraña aventura no había concluido aún. Y tanto Cathcart como su sobrino confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso de incontenible excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el presentimiento de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había regresado.
Y así era, en efecto.
Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense -es decir, lo que quedaba de él-, hurgaba entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí, agachado, y sus dedos flojos apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de una cerilla. Ya no había una inteligencia que dirigiera esta sencilla operación. La mente había huido al más allá y, con ella, también la memoria. No sólo el recuerdo de los acontecimientos recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.
Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no había expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni nada. No dio muestras de conocer a quien le había abrazado, a quien le alimentaba y le hablaba con palabras de alivio y de consuelo. Perdido y quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar, el hombre hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese «algo» que antes constituyera su «yo individual» había desaparecido para siempre.
En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota, aquel meterse puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo «comía musgo», y los vómitos continuos que le producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil y quejumbrosa con que les contó que le dolían los pies «ardientes como el fuego», lo que era natural. Al examinárselos el doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente helados. Y debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber sangrado recientemente.
Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde había estado o cómo había recorrido la considerable distancia que separaba los dos campamentos, teniendo en cuenta que hubo de dar a pie el enorme rodeo del lago, puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un misterio. Había perdido completamente la memoria. Y antes de finalizar el invierno, en cuyos comienzos había ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció también. Sólo vivió unas pocas semanas.
Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva. Estaba limpiando pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la tarde -esto es, una hora antes de que regresara el grupo expedicionario-, cuando vio a la caricatura del guía que se dirigía tambaleante hacia el campamento. Dice que le precedía una débil vaharada de olor muy singular.
En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de regreso con la rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza se había apoderado de él. Sabía lo que significaba todo aquello: Défago «había visto el Wendigo».



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