Treno: entre el clamor y la tanatopolítica
Gustavo Chirolla
Folósofo
(versión original en español del texto en inglés).
“No nos sentimos ajenos a nuestra época, por el contrario contraemos continuamente con ella compromisos vergonzosos. Este sentimiento de vergüenza es uno de los temas más poderosos de la filosofía. No somos responsables de las víctimas, sino ante las víctimas”
Gilles Deleuze y Félix Guattari
(1993:109)
Deleuze se interesa por el grito. Se pregunta por la importancia del grito a propósito de la pintura de Francis Bacon. ¿Cómo pintar el grito? Se trata de hacer visible no sólo un sonido particular, sino hacer visibles las fuerzas no visibles que lo suscitan. El mismo problema se presenta en la música, es Alban Berg quien ha sabido “hacer la música del grito”, ha puesto en relación la sonoridad del grito con las fuerzas insonoras de la Tierra, grito de Marie en Wozzeck, y con las fuerzas insonoras del Cielo en Lulú (2002: 66). En el cine los Straub revalorizan el grito, éste se convierte en un acto de habla y en un acto de resistencia (2007: 289). ¿Cuál es ese movimiento del arte, aludido por Deleuze, que va de “hacer el grito” al acto de resistencia, de la estética a la política del grito?
Este texto girará alrededor de la obra Treno de la artista colombiana Clemencia Echeverri. Del griego trenos, lamento, y oide, canto, Treno es precisamente eso que ha sido nombrado, un canto fúnebre, una trenodia audiovisual. Como esperamos mostrar, este canto fúnebre culmina en un grito, en un grito contra la muerte, crier à la mort dice Deleuze (2002: 67). No se trata de elegir entre la producción actual de arte, una obra que nos sirva de paradigma para pensar la relación de Deleuze con el arte contemporáneo, de modo que nos conformemos con la aplicación de ciertos conceptos de su filosofía a la interpretación de la obra. La elección de Treno para nuestro trabajo obedece a una serie de cuestiones que esta obra plantea desde su específica forma de pensar, y que suscita a su vez nuestro ejercicio de pensamiento. Estas cuestiones conciernen al campo político, y concretamente a la noción de pueblo. La cuestión del grito será nuestro hilo conductor.
Deleuze tiene el merito de haber señalado que arte y filosofía tienen con el pueblo una relación que les es común, en ¿Qué es la filosofía? escribe con Guattari:
“El artista o el filósofo son del todo incapaces de crear un pueblo, sólo pueden llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables, y ya no puede ocuparse más de arte o filosofía. Pero los libros de filosofía y las obras de arte también contienen su suma inimaginable de sufrimiento que hace presentir el advenimiento de un pueblo. Tienen en común la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente” (1993:111).
Deleuze no dejara de afirmar que los artistas, Mallarmé, Kafka, Klee, insisten en que el arte necesita de un pueblo y que, sin embargo, el pueblo es lo que falta, entonces no pueden hacer otra cosa que convocarlo con todas sus fuerzas, convocar a un pueblo que todavía no existe, un pueblo futuro, “un peuple á venir”. Ese será entonces nuestro tema, una relación específica del arte y la política, una relación con un pueblo que falta, y que ha de advenir; quizás allí encontremos las claves para pensar también cómo se da esa relación respecto a la filosofía.
¿Qué significa pensar este asunto desde una situación geográfica e histórica concreta? Por motivos que consideraremos más adelante, esta situación podríamos caracterizarla como propia de una tanatopolítica[1]. Subrayemos por el momento que, como dicen Deleuze y Guattari, “un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables”, y, precisamente, circunstancias de esta índole nos llevan a hablar de tanatopolítica. Por tales motivos este texto girará alrededor de ese canto funebre, de esa trenodia audiovisual de Clemencia Echeverri. Sí, ¡un lamento! Sin embargo, ¡contengamos nuestro desasosiego! Si algo hemos aprendido de los estudios estéticos de Deleuze es que “no hay obra que no deje a la vida una salida, que no señale el camino entre lo adoquines” (1995: 228).
« La vergüenza de ser hombres»
Antes de proseguir con nuestro comentario sobre la política del grito en la instalación de Clemencia Echeverri, reconozcamos que también hay gritos filosóficos. ¡Vergüenza!¡Vergüenza! Parece oírse por todas partes en la obra tardía de Deleuze. En una entrevista concedida a Antonio Negri, el filósofo italiano refiriéndose a Mil Mesetas, después de enumerar un conjunto de problemas que, según su perspectiva, deja abierto este libro de “una voluntad teórica inaudita”, a manera de pregunta dice: “Pero a veces me parece sentir un acento trágico, cuando se ignora a dónde puede conducir la «máquina de guerra»” (la cursiva es nuestra). Deleuze responde:
“Dice usted que todo esto no está exento de cierto tono trágico o melancólico. Creo comprender la razón. Me han impresionado mucho las páginas de Primo Levi en donde explica cómo los campos de exterminio nazis nos han inoculado «la vergüenza de ser hombres»” (1995:269).
Dejemos de lado el asunto de la máquina de guerra, aún cuando en la misma respuesta se afirma que “también los movimientos artísticos son máquinas de guerra”, esto nos conduciría muy lejos. «La vergüenza de ser hombres» según la expresión de levi, es llevada por Deleuze más allá de los campos de exterminio, experimentamos este sentimiento, afirma, en las circunstancias más ridículas, “ante un pensamiento demasiado vulgar”; pero, lo que nos avergüenza en el capitalismo actual “es no tener ningún medio seguro para preservar, y afortiori para liberar los devenires, incluso en nosotros mismos” (1995: 270). Y junto a Félix Guattari en ¿Qué es la filosofía? la vergüenza no se hará esperar, se repite la referencia a Primo Levi, y se hace más evidente el tono trágico. Al final del capítulo IV intitulado Geofilosofía el tema que les preocupa a los autores es la relación de la filosofía con el presente, pues como dicen “no carecemos de comunicación, por el contrario nos sobra, carecemos de creación, carecemos de resistencia al presente”(1993: 110). «La vergüenza de ser hombres» se vuelve a este respecto un leitmotiv: vergüenza ante todas las circunstancias que acechan la existencia en la democracias actuales, vergüenza ante “la ignominia de las posibilidades de vida que se nos ofrecen”(1993: 109). Consecuentes con ese ‘destino’ trágico, heroicamente Deleuze y Guattari anuncian: “Este sentimiento de vergüenza es uno de los temas más poderosos de la filosofía”(1993:109). Por supuesto, para resistir desde el pensamiento a este presente no hace falta más que creación, creación de conceptos y creación de seres de sensación, “el arte y la filosofía se unen en este punto, la constitución de una tierra y un pueblo que faltan, en tanto que correlato de la creación”(1993:110).
Mayo del 68 ha quedado atrás[2], entre El anti-edipo de 1972 y Mil mesetas han pasado ocho años, la entrevista a Negri y la publicación de ¿Qué es la filosofía? se realizan a comienzo de los 90s, no hay razones, entonces, por qué considerar extraño ese tono trágico: “Es un período muy débil, un período de reacción” (1995: 193). Difícilmente podría afirmarse que la formula «un pueblo que falta» sea un tema del Anti-edipo. Existe, pues, un estrecho vínculo entre «la vergüenza de ser hombre» y el pueblo que falta, y todo ello envuelto en una atmósfera trágica, melancólica incluso, el espíritu de la época enrarecido por la reacción, vivimos tiempos conservadores. “Y no queda más remedio que hacer el animal (gruñir, escarbar, reír sarcásticamente, convulsionarse) para librarse de lo abyecto: el propio pensamiento está a veces más cerca de un animal moribundo que de un hombre vivo, incluso demócrata” (1993: 109-110).
La lectura que hace Deleuze de Primo Levi va más allá de cualquier compromiso humanista, la vergüenza que nos lleva a interrogar a nuestro propio presente no es fruto de una injusticia que tenga por medida una idea de humanidad, y que revele, en un sentido negativo, la aspiración a un ideal de hombre. Según tal interpretación Deleuze sería un humanista encubierto, un crítico del hombre como valor que permanece prisionero de una fe en el hombre, un humanista melancólico. Pero es precisamente la situación del hombre actual, aquello que el hombre ha llegado a ser, desde lo más extremo a lo más insignificante, lo que hace imposible cualquier humanismo, allí donde se ha eliminado, diría Agamben, la posibilidad de distinguir entre el hombre y el no-hombre (2000).
La filosofía de Deleuze es evidentemente anti-humanista, hay en ella un rechazo de toda doctrina moral y política centrada en la naturaleza humana, y en el hombre como un valor en sí mismo. No sorprende que a partir de Kafka. Por una literatura menor (1978), escrito con Félix Guattari, insista en los devenires no humanos del hombre, en especial en el concepto de devenir-animal, manera de asumir y desplazar la vieja cuestión ontológica y piedra de toque de todo humanismo, la relación del hombre y el animal. Este anti-humanismo se sentencia finalmente con una formula lapidaría en ¿Qué es la filosofía?: “El cerebro es el que piensa y no el hombre, siendo el hombre únicamente una cristalización cerebral” (1993: 211). Del mismo modo encontramos en Deleuze una estética que va en contra vía de toda teoría humanista del arte, allí las obras de arte no son concebidas como la más elevada expresión del espíritu humano. Cuando Deleuze sostiene con Guattari que el arte, en tanto forma de ser del pensamiento, es creación de seres de sensación, de afectos y perceptos, define estos términos en un sentido anti-humanista: “los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre como los perceptos (ciudad incluida) son los paisajes no humanos de la naturaleza” (1993: 170).
El grito y el horror
Francis Bacon se proponía pintar más el grito que el horror, para Deleuze habría que distinguir aquí dos violencias: la violencia del espectáculo, que corresponde al horror y pertenece al orden de la figuración; y la violencia de la sensación, que corresponde al grito, y pertenece al ámbito de lo figural, allí donde la figura ha abandonado la narración y la representación. Al elegir el grito más que el horror, Bacon es fiel a la formula del arte moderno proclamada por Paul Klee: «no reproducir lo visible, hacer visible». Con el grito se hacen visibles las fuerzas invisibles que lo suscitan (percepto), fuerzas de las tinieblas cuya visibilidad se alcanza a través de los estremecimientos que producen en el cuerpo, son fuerzas de la muerte que nos hacen desfallecer. Esta visibilidad tiene lugar “cuando el cuerpo visible se enfrenta cual luchador a las potencias de lo invisible”. Entonces, también, se hacen visibles las fuerzas de la vida, las fuerzas del cuerpo que resisten a la muerte: “la vida grita contra la muerte” (“la vie crie à la mort”). El grito concentra todas esas fuerzas en una sola acción, una acción que evidencia una lucha. Deleuze llama a las fuerzas afirmativas liberadas en el combate potencias del porvenir (2002: 66-70).
Toda la violencia del arte contemporáneo se debate entre el grito y el horror, entre el ser de sensación y el espectáculo sensacionalista; sin embargo, la violencia del segundo resulta más frecuente que la del primero.
Vamos, pues, a la obra de Clemencia Echeverri. Treno es una instalación audio-visual donde dos grandes pantallas una frente a otra colman todo el espacio, asistimos, como su nombre lo indica, a una trenoidia: un canto fúnebre por una catástrofe de orden político. Aquí también como en la obra de Krysztof Penderecki Trenoidia por la victimas de Hiroschima se trata de un lamento por las victimas. En este caso el lamento es tanto visual como sonoro, el espacio intermedio entre las dos pantallas se va llenando de imagen y sonido, de silencios y sombras. Vemos la imagen de un río cuyo caudal va creciendo y que se repite de una pantalla a la otra a intervalos de tiempo distintos; oímos el sonido del mismo caudal, acompañado de grillos y ranas, que crece y decrece mientras recorre todo el espacio; en un momento determinado, se escuchan voces que llaman con nombres propios, gritos que son impulsados por la corriente del río a través de la sala, llamados o voceos de una orilla a otra; finalmente, vemos al río mancharse de rojo, y como únicas respuestas que las voces han convocado vemos extraer del caudal prendas como fantasmas, fantasmas de los sufrimientos de un pueblo. El lugar del espectador de Treno es paradójico, está simultáneamente a un lado y al otro del río, y está, también, en medio del torrente de las aguas, desde allí escucha las voces; el grito alcanza las dimensiones del canto, en la medida que circula por el espacio. Este procedimiento de vocear un nombre, a la manera del Sprechgesang, es usado por los campesinos de la región para comunicarse a través de largas distancias, para establecer un puente sonoro entre una orilla y otra. En la instalación de Clemencia Echeverri el hablar cantado se convierte en un lamento que no encuentra respuesta en la otra orilla, el puente se ha roto y el tumultuoso sonido del río ahoga las voces.
Aún tratándose de un canto fúnebre, cometeríamos un error si intentáramos interpretar esta obra como representación de un duelo, símbolo de una determinada violencia y su padecimiento, o como si la experiencia propiciatoria del arte tendiera un puente entre la representación de un conflicto y el sufrimiento abominable; en ambos casos, no obtendríamos otra cosa que la dramatización y estetización de la victima. Esta obra nace de la impotencia experimentada, del abismo infranqueable, frente a una violencia singular: “No sé qué haremos, señora. Se llevaron a mi hijo”, recuerda la artista una voz en el teléfono, una voz femenina procedente de inmediaciones del río Cauca y que según sus palabras “evidenciaba un clamor y una búsqueda sin respuesta”. Para la artista la imposibilidad de pronunciarse en lugar de la victima se impone con toda su fuerza, ya no podemos conferirle al arte tal poder declarativo; por el contrario, la práctica artística ha de confrontarse con la imposibilidad misma del testimonio, volveremos sobre ello.
Como hemos visto, el problema de la representación tiene además otra cara: lo sensacional. ¿Cómo alejarse del espectáculo de la violencia? ¿Cómo escapar del cliché mediático de la violencia y sus representaciones? Nosotros consideramos que Treno se mantiene bajo la égida de Bacon, dándole al grito un carácter colectivo y político no evidente en el pintor irlandés. En su audio-video instalación la colombiana al situar al espectador en medio de dos grandes proyecciones enfrentadas del río y, sin necesidad de recurrir a imágenes de horror y de extrema crueldad, logra, en la medida que crece el caudal de las aguas, la sensación de hundimiento de quien está en medio de la escena; tan sólo en un momento, y al modo de una alusión, nos encontramos con esos rastros –ropas- de una tanatopolítica que la corriente del río arrastra. No se trata de evitar tales representaciones sólo por pudor moral, sino de conseguir otra cosa abandonando lo sensacional y el espectáculo de muerte: Treno es más el grito, el clamor, que el horror.
Nosotros necesitamos indicar ahora cómo es que el grito deviene colectivo y se hace político. Recordemos que para determinar el carácter político del hombre, Aristóteles en La política distinguía entre la voz, phoné, y la palabra o discurso, logos. Con la voz, animales y hombres, pueden expresar una sensación de placer o de dolor; con el logos, que pertenece sólo al hombre, éste puede manifestar lo que es bueno y lo que es malo, lo justo y lo injusto. Para el Estagirita, la naturaleza de la política reside en poder establecer, en virtud de la palabra, la medida de la justicia. Treno es un lamento, un canto fúnebre, en que incluso la palabra ha devenido grito. Todo el ejercicio del arte, en este caso, consiste en hacer de la voz, phoné, una expresión política. La política de aquellas voces que han sido despojadas del logos.
De una parte el grito implica una dimensión corporal, como lo hemos señalado, un combate entre las fuerzas del cuerpo y aquellas de la muerte, una relación de fuerzas. Y por otra parte, una implicación en el orden de la enunciación, los llamados, los lamentos, como actos de habla (speech-act). El grito se da en el campo de la mezcla de cuerpos, de sus acciones y pasiones, pero deviene clamor en el espacio de la enunciación. Diríamos que se trata de dos aspectos correlacionados de un mismo agenciamiento, irreductibles el uno al otro, lo visible y lo enunciable (Deleuze, 1987), agenciamiento maquínico de cuerpos y agenciamiento colectivo de enunciación según conceptos esenciales en Mil Mesetas. Recordemos que la enunciación no tiene para Deleuze y Guattari una naturaleza informativa y comunicativa, así que el grito físico cobra la fuerza ilocucionaria de un llamado, de un clamor colectivo, y por lo tanto, constituye un acontecimiento esencialmente político. Pues bien, no permanecemos dentro de la orbita aristotélica diciendo que el grito es un agenciamiento de cuerpos, mientras el clamor tiene una naturaleza lingüística; lo que queremos decir es que el grito irrumpe en la palabra e invade el acto de habla con una potencia intensiva, en este sentido hablamos de clamor. Éste no es político por ser discursivo, el clamor no deja de ser un grito, conserva su fuerza como signatura del cuerpo, un acto de habla signado por las profundidades del cuerpo.
En Treno distintas voces se suceden en una misma corriente sonora, dos voces masculinas llaman a Nazareno y Orfilia, y una femenina llama a Victor. Cada una de estas voces particulares, al implorar por un nombre propio, se constituye en un clamor contra la muerte, un grito simultáneo de sufrimiento y de resistencia, de duelo y de exigencia. En cada voz resuenan múltiples voces, cada grito es un agenciamiento colectivo de enunciación. En toda la obra de los Straub, dice Deleuze, el grito ha sido revalorizado y lo ha sido precisamente como acto de habla, como acto de habla que es un acto de resistencia (2007: 289). Resumamos el camino que nos ha conducido de cómo hacer el grito a cómo hacer la política del grito. Tenemos primero, la cuestión de hacer el grito, tanto para la pintura como para la música, para el cine como para una video-instalación, se trata de hacer perceptibles desde cada dominio las fuerzas no perceptibles que suscitan el grito. En segundo lugar, nos topamos con un grito que concentra en sí mismo una relación de fuerzas, fuerzas de la vida que resisten a la muerte; se trata, entonces, de hacer perceptibles las fuerzas que tienen lugar en este incierto combate. Finalmente, este grito contra la muerte, y no otro, deviene acto de habla, un acto de habla que es un acto de resistencia.
Lo visible y lo enunciable
Deleuze muestra como Carmelo Bene hace pasar un enunciado por un continuum de variaciones. «¡Me causas temor!», un mismo grito de lady Anne en Ricardo III pasa por todas las variables o situaciones de actos de habla, hace “que se erija en mujer de guerra, regrese como niña, renazca como muchacha” (2003:87). Se trata, dice, de una especie de Sprechgesang. A diferencia del canto donde se intenta mantener la altura, “en el Sprechgesang no se deja de abandonarla por una caída o una subida” (2003: 88). Carmelo Bene sobrecarga el texto de indicaciones restándole importancia al contenido mismo, un conjunto de operaciones precisas deben efectuarse en cada momento en relación con las variables por las que pasa el enunciado, “exactamente como una partitura musical” dice Deleuze. Las palabras ya no forman un ‘texto’, el hombre de teatro deja de ser un autor o director, es un operador, y el suyo es un teatro-experimentación (2003: 77-78).
Mediante cierta operación Clemencia Echeverri despoja a la palabra cantada de su supuesta función comunicativa. En principio procedería conforme a esta función, la voz se eleva sobre las aguas esperando respuesta, pero en la medida que la comunicación fracasa, el llamado se transforma en un lamento que resuena en toda la sala. El lamento es una especie de Sprechgesang, de todas y de cada una de las voces. Sin embargo es toda la obra, el consolidado de todos sus elementos heterogéneos, y no sólo las voces, la que constituye propiamente un lamento, el agenciamiento audio-visual de un grito. En este sentido la audio-video instalación establece una relación entre los componentes lingüísticos y no lingüísticos.
Para referirse a lo visible y a lo enunciable Deleuze y Guattari prefieren tomar prestados los términos de Hjelmslev, hablan de la forma del contenido y de la forma de la expresión, que en su propio lenguaje corresponde a ciertos aspectos del agenciamiento maquínico de cuerpos y del agenciamiento colectivo de enunciación. Detengamonos un momento en el plano del contenido. No sobra precisar, como lo hace Deleuze a propósito de Foucault, el significado de lo visible, que no designa simplemente lo que vemos o lo que percibimos en general, “las visibilidades no son formas de objetos, ni siquiera formas que se revelarían al contacto de la luz y de la cosa, sino formas de luminosidad, creadas por la propia luz y que sólo dejan subsistir las cosas o los objetos como resplandores, reflejos, centelleos” (1987: 80). Según esta línea de interpretación, no diríamos que lo visible propio de las prácticas artísticas consista en reproducir lo que vemos, sino en la forma en que se hacen visibles las fuerzas no visibles, es bajo una determinada forma de luminosidad que tales fuerzas subsisten “como resplandores, reflejos o centelleos”. Desde la perspectiva más general del percepto, diríamos que bajo una forma del contenido, fuerzas no perceptibles se hacen perceptibles. En esta forma del contenido están comprometidas tanto luminosidades como sonoridades, imágenes visuales y sonoras, se trata en definitiva de un compuesto de sensaciones.
¿Habremos introducido una ambigüedad? Cómo podemos hablar de forma en este contexto, si la tarea del arte reside en hacer perceptibles, desde cada dominio, las fuerzas no perceptibles, la relación que se establece no es ya la de materia y forma, sino la del material-fuerzas. Respondemos a esta objeción diciendo que en esta última relación la forma no desaparece sino que es resultado de la relación material-fuerzas, más directa y profunda. Deleuze lo explica en El pliegue, la forma en el barroco no es un molde, sino la emergencia que se produce a través de un proceso de modulación, o de moldeado permanente. “El Barroco es el arte informal por excelencia[…] Pero lo informal no es una negación de la forma”; sucede de igual manera en los barrocos modernos, de Klee a Dubuffet (1989: 51). No hay, pues, ninguna contradicción en sostener que el pliegue hasta el infinito afecta todas las materias y hace aparecer la Forma, y la afirmación: “La pareja material-fuerza, en el Barroco, sustituye a la materia y a la forma”(1989: 51). Por otra parte, según la utilización que Deleuze y Guattari hacen de Hjelmslev, además de la materia formada, existe una materia no formada del contenido y una materia no formada de la expresión. Volvemos a encontrar esta articulación en el arte, “es como un paso de lo finito a lo infinito, pero también del territorio a la desterritorialización” (1993: 182). La forma del contenido o de la expresión obedece a “un encaje de marcos”, una trama de planos (pan), que se suceden, se yuxtaponen, se separan, se entretejen en un cuerpo a cuerpo. “Los marcos y sus uniones sostienen los compuestos de sensaciones” (1993:189); pero junto al sistema de marcos opera “una especie de desmarcaje”, unas líneas de fuga atraviesan el territorio abriéndolo al infinito, flujos de materia no formada siguen una línea de desterritorialización absoluta. La pareja material-fuerzas pasa de lo finito a lo infinito, de la forma del contenido o de la expresión, material compuesto o consolidado de elementos heterogéneos, al plano abstracto de composición, diagrama de materia no formada.
Nos hemos referido al grito como agenciamiento colectivo de enunciación en Treno, pronunciémonos ahora sobre la forma del contenido, sobre el agenciamiento maquínico de cuerpos. Todo un compuesto de sensaciones visuales y sonoras presenta la instalación de Clemencia Echeverri, instalar significa aquí operar con los componentes heterogéneos de un material, la experimentación tiene lugar a través de operaciones precisas. En primer lugar, el espectador está situado, como hemos indicado, en medio de dos grandes pantallas donde se proyectan las mismas imágenes del río a distintos intervalos de tiempo, el caudal crece y decrece de un lado a otro, el sonido de la corriente aumenta y disminuye recorriendo el espacio. Por compuesta que esté de luz y sonido esta sensación, podríamos caracterizarla con Deleuze y Guattari de vibración, sensación simple que “implica una diferencia de nivel constitutiva” y cuya intensidad sube y baja (1993: 169). En segundo lugar, opera un cuerpo a cuerpo, entre las intensidades –vibraciones- de las voces y la fuerza visual y sonora de la turbulencia del río, “dos sensaciones resuenan una dentro de la otra tan estrechamente en un cuerpo a cuerpo que tan sólo es ya de «energías»” (1993: 169). En tercer lugar, a través del juego de luces y sombras, rumores de gritos, ruido y silencios, se crea un espacio-tiempo: un espacio sonoro poblado de voces, 14min de coexistencia de múltiples duraciones, desde los intervalos discontinuos en que se suceden las imágenes, hasta la variación de matices en la superficie del río. Por estos medios se produce una sensación en el espectador, un extraño hundimiento en medio de la escena en la que participa, extraño porque “la sensación sólo se refiere al material” (1993:167), hundimiento en audio-visual, violencia del compuesto de sensación y no del espectáculo.
Cuando Deleuze, también en su Foucault, explica el modo cómo se entretejen las prácticas discursivas y las no discursivas, lo visible y lo enunciable, la forma del contenido y la forma de la expresión, sostiene que aún tratándose de una relación de saber donde la primacía de lo enunciable sobre lo visible es esencial, tal primacía no implica nunca una reducción (1987: 77). Con mucho más razón esta irreductibilidad se evidencia en el campo del arte, según las operaciones de experimentación que hemos mostrado; donde, por un lado, se da un uso intensivo del lenguaje; y donde, por otro lado, no hay necesidad de ninguna primacía de lo enunciable sobre lo visible. No es seguro que sea así en todas las prácticas artísticas contemporáneas, Stephen Zepke muestra la existencia de al menos dos vías de desarrollo a partir de cómo se interprete el papel del readymade: o bien, una vía conceptual donde se daría una primacía de lo enunciable sobre lo visible, de lo discursivo sobre el ser de lo sensible; o bien, una vía señalada por Guattari a partir de su «paradigma estético», un proceso inmanente al ser de la sensación y, por tanto, movido por las fuerzas de la vida. Esta segunda vía, donde cualquier primacía de lo conceptual-discursivo implicaría «el despotismo del significante» y la inclusión de una dimensión trascendente, se presenta como una política de resistencia. Desde esta perspectiva Zepke interpreta ciertos movimientos de vanguardia, como el trabajo del artista brasilero Hélio Oiticica, quien concibe el readymade como un mecanismo «sensorio-corporal de participación». A este mecanismo expresivo de participación Oiticica le atribuye la capacidad de contribuir a la creación de un pueblo (2008: 33-39).
Si queremos escapar tanto al «despotismo del significante» como al consenso generalizado, es necesario entender que en las prácticas artísticas se da una independencia funcional entre la forma del contenido y la forma de la expresión, entre lo visible y lo enunciable; así, también, se da un incesante movimiento que lleva de lo uno a lo otro, por resonancia, yuxtaposición, o disyunción. A esta relación, de mutua afectación que conserva no obstante la irreductibilidad de naturaleza, Deleuze y Guattari la denominan presuposición reciproca (1988: 91). En los Straub, por ejemplo, se da una disyunción entre el ver y el hablar, una voz habla de algo mientras vemos otra cosa, pero aquello de lo que se habla no está enteramente disociado de lo que se ve, “la voz se eleva, se eleva, se eleva, y aquello de lo que se nos habla ocurre bajo la tierra desnuda y desierta que la imagen visual estaba mostrándonos, una imagen visual que carecía de toda relación con la imagen sonora” (Deleuze, 2007: 288-289).
Si del percepto y del afecto que constituyen el compuesto de sensación se dice en ¿Qué es la filosofía?: “Se da una complementariedad plena, un abrazo de fuerzas como preceptos y de los devenires como afectos”(1993: 185), por qué no servirse del término fabulación, que aparece en el mismo texto, para dar cuenta de la tarea artística de hacer enunciable lo no enunciable. La fabulación nada debe a la memoria, sino a un material complejo de palabras y sonidos (1993: 169), no tendría más objeto que trabajar la lengua desde adentro, sobre todos sus componentes fonológicos, sintácticos, semánticos, trabajar la lengua por una variación continua. Los ejemplos de este ejercicio se suceden en toda la obra de Deleuze, a propósito de Kafka, Beckett, Gherasim Luca, Jean-Luc Godard, Pasolini, Bene, etc., y se resume con la formula: «hacer tartamudear la lengua», que no debe confundirse con el tartamudeo como trastorno de la palabra. En otras ocasiones, la formula es una referencia a Marcel Proust: «hablar como extranjero en la propia lengua». «Hacer tartamudear…», «hablar como extranjero…», consiste, entonces, en imponer a la lengua el trabajo de la variación continua (Deleuze, 2003). Por otra parte, la fabulación es creadora de gigantes. Para Bergson, de donde procede la noción, corresponde a una facultad visionaria, distinta a la imaginación, encargada de crear «fuerzas semipersonales o presencias eficaces» (1993: 173). Es necesario, propone Deleuze, recuperar esta noción y “dotarla de un contenido político”. Por esta vía, continua su propuesta, debería sustituirse la idea de utopía por la de fabulación, “hay una fabulación común al pueblo y al arte”(1995: 272). Precisamente, lo no enunciable que llega a enunciarse, son esas potencias excesivas y gigantescas que arrastran consigo sufrimientos abominables, pero que al mismo tiempo son «presencias eficaces» que se confrontan con aquello que causa tales sufrimientos. He allí lo común al pueblo y al arte, un sufrimiento, una lucha contra la muerte que se hace enunciación política.
Retomemos ahora el asunto del pueblo que falta al arte y veamos cómo conviene a la fabulación. “No son los artistas populares o populistas, es Mallarmé el que puede decir que el libro tiene necesidad del pueblo, y Kafka, que la literatura es el quehacer del pueblo, y Klee, que el pueblo es lo esencial, y que, sin embargo, falta”(1988: 349). Se trata de la situación del arte moderno en relación al pueblo, situación que ha cambiado respecto del pasado, el artista no puede ya apelar al pueblo como “fuerza constituida”. Tal situación sigue siendo actual para el arte contemporáneo, al menos que la invocación al pueblo se interprete en el sentido de la reproducción del consenso. Si el arte no cesa de llamar con todas sus fuerzas a un pueblo que falta, es porque se dirige a un pueblo que todavía no existe, un pueblo posible o por venir (“un peuple á venir”). ¿Cómo conviene esta falta de pueblo a una fabulación que se dice común al arte y al pueblo mismo? En primer lugar, si el pueblo no es una fuerza constituida tampoco el arte tiene la capacidad de crear un pueblo, “un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables”; en segundo lugar, cuando el arte apela a un pueblo que falta, no significa que este no exista absolutamente y que sea sólo un futuro, el pueblo que falta es un pueblo que todavía no existe, que está en proceso, que es devenir; en tercer lugar, la fabulación es común, porque tanto en el pueblo como en el arte el sufrimiento y la resistencia son comunes, decimos que hay fabulación creadora cuando se hace enunciable lo no enunciable, cuando el sufrimiento y la resistencia a la ignominia se hacen una enunciación, por lo tanto, una política, una política de la vida contra la muerte.
Volvamos a Treno ahora desde la presuposición reciproca entre el plano del contenido y el plano de la expresión. Hemos mostrado a través del papel que el grito juega en esta obra cómo éste aparece en ambos planos y cómo pasa del uno al otro, el grito es a su vez relación de fuerzas y acto de habla, hacer el grito ha significado hacer perceptible lo no perceptible y hacer enunciable lo no enunciable. De todas formas, como también hemos anunciado, es toda la obra la que es un lamento, una trenodia. Refiriéndonos al plano del contenido dábamos cuenta de cómo estaban compuestas las sensaciones visuales y sonoras, y de cómo esta instalación crea un espacio-tiempo audio-visual. No queda más que indicar, entonces, cómo se da la relación entre lo visible y lo enunciable en esta obra. Vemos un río, vemos que crece su caudal, escuchamos voces que se elevan, se elevan sobre las aguas… Se efectúa un movimiento que va de la desterritorialización del grito como llamado a la reterritorialización de éste como lamento, ¿a qué obedece este movimiento? ¿Qué suscita ahora este clamor? A través de la transformación de un acto de habla en otro, se hacen enunciables las fuerzas que no vemos, las fuerzas de una abominable tanatopolítica. Las fuerzas imperceptibles visualmente se hacen enuncibles a través de del lamento. El problema sigue siendo el de captar las fuerzas que provocan al grito mismo, hacer el grito en relación con las fuerzas de las tinieblas. En este caso, el grito no responde a fuerzas invisibles que se ejerzan directamente sobre el cuerpo propio, el grito clama por otro, contra su desaparición forzada, contra la producción de cadáveres que el río que vemos hace invisible. Tanatopolítica significa eso, la organización concertada que se atribuye el poder sobre la vida, la decisión de la vida y la muerte, y que ejecuta un plan sistemático para hacer morir[3]. Este plan hace del río el lugar de la invisibilidad, el lugar de la desaparición de cadáveres. En la medida que vemos crecer el caudal del río y las voces se elevan sobre las aguas, oímos a través de gritos lo que no vemos en lo que vemos. El grito es un lamento que hace enunciable lo no enunciable, un clamor que enuncia un sufrimiento y una resistencia, que desde su duelo se pronuncia contra un hacer morir. El acto de habla de pronunciar lo impronunciable se produce en una situación dada, en el espacio creado por el compuesto de la imagen visual y la imagen sonora. La corriente del río que vemos y cuyo ruido turbulento escuchamos la percibimos como medio de invisibilidad y de ocultamiento, sólo podemos percibirla así a través de gritos y lamentos; pero no tendrían lugar ninguno estos gritos y lamentos sin lo que vemos como lugar de invisibilidad. Sólo en un determinado momento, vemos lo que no veíamos, ‘cadáveres’(ropas que los remolinos traen consigo). De allí el entrelazado en un cuerpo a cuerpo o contrapunto entre el plano del contenido y el plano de la expresión: la variación continua del sonido en la medida que inunda la sala, los intervalos de tiempo distintos en que la imagen visual se proyecta de una pantalla a la otra, cada voz que a manera de un Sprechgesang no conserva la altura y que se suprime por una caída o una subida. Al final todo se difumina, y no queda más que el silencio y la oscuridad que envuelven al espectador.
Enunciar lo no enunciable, ¿cómo comprender este tipo de enunciación? Nosotros decimos que es testimonio. La palabra que deviene grito es el verdadero testimonio de una tanatopolítica. El sujeto del phoné es, pues, el testigo. Él es superstes, palabra usada en latín para referirse al testigo; no a cualquier testigo (testis), sino al superviviente de un acontecimiento del que está llamado a ofrecer testimonio (Agamben, 2000: 15). Sujeto político paradójico es, entonces, el superviviente, quien ha de testimoniar con su grito, con nada más que con su grito, ya que ha sido excluido del registro autorizado del logos, y por lo tanto, de la política. “No hay, en sentido propio, un sujeto del testimonio[…] Todo testimonio es un proceso o un campo de fuerzas recorrido sin cesar por corrientes de subjetivación y desubjetivación” (2000: 127).
¿Cuál es, sin embargo, la relación del arte con el testimonio? No podemos pretender que la obra sea símbolo del sufrimiento abominable, y que el artista pueda erigirse como aquel que se pronuncia en lugar de otro, en lugar de la victima, el arte ha abandonado tal poder declarativo. El testimonio le pertenece, pues, exclusivamente a la victima, que habla a nombre propio. La obra de arte no esta «dirigida a… », ni siquiera «en lugar de…». “Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir”(1993: 111). Precisamente, es esta imposibilidad de testimoniar, de estar en lugar de…, la que hace posible la obra de arte. No se trata tampoco que sea sobre el testimonio, que reflexione sobre el testimonio, se trata de hacer el grito, y hacer del grito una política. De lo que da cuenta la obra es de hacer, por sus propios medios, perceptible lo no perceptible, enunciable lo no enunciable. La obra no testimonia, muestra la posibilidad del grito como testimonio, no representa un conflicto actualiza una potencia. Por lo tanto, evidencia la necesidad del pueblo, aún si el pueblo es lo que falta: “no somos responsables de las victimas, sino ante las victimas” (1993: 109). Recordemos que en ¿Qué es la filosofía? se afirma que los libros de filosofía y las obras de arte tienen en común con un pueblo “la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente” (1993: 111). En este sentido, a través de esta resistencia común, habría en el pensador, filósofo o artista, un devenir que lo vincula a un pueblo, un devenir-pueblo del pensador. Es una cuestión de devenir y no de identificación: “El pueblo es interior al pensador porque es un «devenir-pueblo» de igual modo que el pensador es interior al pueblo, en tanto que devenir no menos ilimitado” (1993: 111).
Bibliografía
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