Tuesday
(Marzo 2012)
Visto en Entrvero de piernas
Esta semana, cuando se realice una nueva edición del FILBA en Bahía
Blanca, se hará también un homenaje a Héctor Libertella. Aquí, el
crítico Maximiliano Crespi deconstruye el universo literario de un
escritor “a merced de lo ambiguo”.
Hace ya más de diez años, en la árida ciudad de Bahía Blanca, tuve el
privilegio de participar, merced a una olvidable y enroscada serie de
relatos pornográficos, de un taller anual de narrativa con Alan Pauls y
Héctor Libertella. Cada uno de ellos tomaba un semestre a su cargo y
lidiaba, un poco como podía, desde la propia neurosis, con las neurosis
de los demás. Coordinaban ese taller –lo entendí con los años– de la
única manera que podían hacerlo: poniendo en escena –y en cierta medida,
teatralizando– sus propias obsesiones.
Recuerdo que, ante la incomodidad que había generado mi primera lectura
de un par de relatos que él calificó “lumpen-pornográficos”, Pauls me
preguntó, sin mediaciones ni metáforas: “¿Vos te pajeás mientras
escribís eso?”. La pregunta, cuya respuesta eludí aludiendo a una
imposibilidad práctica, me dejó atónito. Recién después, cuando él nos
leyó algunos fragmentos de Ex, la novela que entonces estaba escribiendo y que finalmente se convertiría en El pasado,
pude entender hasta qué punto calaba al hueso de su propia experiencia
de lo literario. Había ahí una interrogación fuerte por la relación
entre el texto y la vida que no pasaba por lo biográfico sino por lo
accidental-acontecimental con que había experimentado el surrealismo.
Recuerdo que Pauls contó que todavía jugaba con la idea de dar corte
final al libro por incidencia de un hecho arbitrario y absolutamente
externo a él, como un llamado telefónico o el sonido del timbre en la
puerta de entrada.
Con una sonrisa pícara, acentuada por los ojos saltones bien abiertos,
la “salida” de Libertella tras mi vacilante lectura de un texto que
narraba una caótica orgía en un velorio no fue menos enigmática: “En los
meses que vienen no te vas a poder hacer el muertito. Vas a tener que
meterte y hacer tuyos todos esos agujeros enlechados”. Acaba de
publicarse, en la colección “Relato” de Adriana Hidalgo, El árbol de Saussure
y Libertella habla –hay que sostener ese presente– de su propia
experiencia literaria como de la de un nonato y hace de la propia
textualidad un espacio paradójico de literalidad y contingencia. Sus
ojos vidriosos van, vía Arturo Carrera, de las litografías de Jim Dine a
la escritura ilegible de Mirtha Dermisache. Los cuatro elementos
fundamentales de su universo –es decir, de su jeroglífico– flotan sobre
el texto en las formas del infinitivo. Jugar, beber, escribir, leer
configuran prácticas intransitivas, ligadas a una economía inversa: se
bebe por beber (no para salir de la melancolía ni para tomar coraje), se
juega por jugar (sin el deseo oportunista de pegar el pleno, dar el
batacazo o salvar una corrida), se escribe por escribir (no para decir
algo en la servidumbre de la instrumentación: se escribe, como en Literal,
para ver qué pasa, para saber qué puede ser escrito), se lee por leer
(no para detentar o acumular un Saber en propiedad). La literatura crece
yendo a pérdida. Prolifera en la elipsis y se hace única en la
multiplicación de las versiones. No se trataba ya de producir la
demarcación de una experiencia literaria sólida, “de madurez” (capaz de
soportar/resistir el acontecimiento de la vida), sino volver a esa
experiencia literaria que se pierde entre la letra y el significante,
que juega con el grafo, el dibujo y el tipo como un cavernícola con las
runas, en el impasse de los anagramas que marcan la piedra. Libertella
es ya ese “hembro” que entiende la literalidad del “yo” que en español
sólo se arma con una letra que une “y” y otra que separa “o”. Escribe
por un deseo paragramatical: burlar el significado, la ley, el padre, lo
reprimido; es decir: a merced de lo múltiple, de lo plural, de lo
ambiguo.
Enemigo declarado de todo vitalismo, Pauls percibe la necesidad de un
corte donde Libertella teje una continuidad una y otra vez transformada
por versiones, perversiones y diversiones. Pauls reencuentra lo
no-pensado en la progresión aireana (hay pasado sólo en función del
corte en el presente, pero el presente es la condición de imposibilidad
del corte) donde Libertella ve trazarse la huella de un espiral en el
vértigo de una caída libre. Pauls toma el asunto in progress; su
problema es el de la imposibilidad y la necesidad del corte. Libertella
se para en un futuro anterior para desenredar el hilo que no llega nunca
a dar cuenta del comienzo. En ambos casos la reflexión acontece una y
otra vez entre la literatura y la vida. Pero el resultado es
diverso: Pauls se vuelve otro al plantearse en cada libro una nueva
(renovada) posibilidad de vida de la escritura en una dimensión de lo
sensible (puede, por ejemplo, no reconocerse en la escritura de un libro
previo y reconocerse sólo en la transformación que suspende la imagen);
Libertella reencuentra en la escritura una dimensión de lo sentido, un
doblez de la letra que retrotrae a la in-fancia, donde sobreviene una
bio-grafía que no deja cuajar la imagen.
A la santidad del jugador de juegos de azar, la excéntrica
colección de textos inéditos de Héctor Libertella que Mansalva publicó a
fines del año pasado, acentúa esa grafía vital, esa pathografeia
gozosa que se despliega como arqueología de un momento (absoluto y
singular) de una riqueza insospechada: la experiencia (arcaica) en que
el infante pegotea la materia significante con los primeros sentidos. En
cada vida hay un resto no vivido, en la misma medida en que en el texto
conspira –indemne a todo conjuro– un resto no reductible. Libertella
superpone esas dos dimensiones para empujar la orilla de lo posible. En
esa intersección surge una “dimensión desconocida” que teje todos los
textos libertellianos en un único libro fantasma y donde aparecen, como
en un pase de magia, una carambola o un calembour infinito y delirante, fantasmas tan familiares como monstruosos.
Por un lado, en la estela de las Vies imaginaires de Marcel
Schwob, de las “vidas infames” del joven Borges pero bajo la
alegorización de la experiencia estética que se deja leer en las
preciosas miniaturas de Vidas célibes de Remo Bianchedi,
Libertella despliega una teratología que da cuenta de lo inclasificable
porque sigue una propensión hacia lo único. Aparecen así “Lobo”
Desimone, el cavernícola aniñado, fóbico y a-dicto, “que camina su
pathos por una celda apretada como la horma de sus zapatos”, como un
soberano que gobierna ese Estado al que ha logrado arrebatar su propio
cuerpo; Herbert Louis, el jugador jugado cuya santidad
(etimológicamente: dignidad sagrada) hace pensar menos en Dostoyevski
que en Caillois, en tanto su manía consiste en vivir y morir “en su
Ley”, en su táctica sintáctica, “como un sabio suicida en posesión de
todas sus facultades”; el “Polaco” Goyeneche, menos cantor que decidor
de lo ininteligible en un idioma nuevo y arcaico que “no representa
nada”, labializando la escansión latina que “vacía al tango de sus
letras” y “vacía la letra de su unción de tango”; Godio, el ascético
propietario absoluto que pliega paradojalmente el sentido último de la
propiedad en la fundación de que lo incluye y lo expropia: “El MUSEO DE
TODAS LAS COSAS, sin fines de lucro”; Bill Flitner, el cowboy revoltoso,
que es a la vez un juguete y un golem ajusticiado por un extemporáneo
narrador-verdugo que fija la mirada en la boca abierta de un vaso de
whisky en un bar que, en la mitología vernácula, dobla al insigne
Varela-Varelita; y, finalmente, la voz aguardentosa del octogenario que
pudo haber sido el capitán James Cook, el cartógrafo de Terranova, “en
el vacío de una laguna mental”, desolado y a la deriva, en un
rimbaudiano barco ebrio, insensato y aferrado a una botella sin mensaje,
como a “un biberón sin corcho”.
Por otro, una miscelánea de imágenes que trastornan la identidad y dan
lugar a un múltiple que, bajo el nombre propio de Héctor Libertella,
bien podría ser incluido en la serie previa. El lector se encuentra allí
con otras vidas inclasificables: la del casi monje medieval, “débil
abúlico flotante”, atado a una letra muda (H) y con una cabeza llena de
libros que se quedan sin palabras ante la experiencia amorosa en la que
“dos cojen mejor con fantasma”; la del despistado cartógrafo para quien
“Buenos Aires sólo es la costumbre repetida de un invento y una
mentira”, y en cuya crónica lo que se dibuja es “un mapa que no figura” y
lo que se cartografía no es ya un territorio, sino “el pathos que se
hizo lugar”; la del púbero que, en el corazón de un prostíbulo
regenteado por la abuela materna, desdobla el éxtasis entre el
advenimiento del goce sexual y el descubrimiento de ese “punto ciego”
que no es una ilusión óptica sino un “Centro Gravitacional al que
algunos llaman A” (¿y otros sencillamente “objeto a”?), presa de ese
vértigo que suspende ante todo y sobre todo ese gobierno de sí que
llaman Sujeto; la del obstinado arqueólogo del error, el desvío, la
escapada o el lapsus que, como el clinamen lucreciano, desencadena un
movimiento infinito a partir de un cambio en la letra (o en un efecto
labial, de la B a la V) que trae o retrotrae el sentido de un Borges a
un Vallejo, y viceversa.
Por último, está aún el fantasma (“Góngora. Nada de lo humano”) que
aparece en el prólogo y en el índice como el “destino de todos ellos”, y
que, por supuesto, brilla por su ausencia a lo largo de todo el texto.
El fantasma cuya presencia –como la del lugar que no está ahí– acentúa
lo inconcluso y lo múltiple de una obra que retorna sobre sus tropos no
para producir una consistencia sino para someterse a una transformación
incesante. Esa metamorfosis metonímica se materializa en versiones y
inter-versiones, nacidas de un libro conjetural y siempre inacabado. Los
textos libertelleanos son agujeros que destruyen la consistencia, que
trampean la cristalización y neutralizan la amenaza de que el texto
cuaje en Obra o la persona en Sujeto. Libertella pasa una y otra vez por
esos agujeros que hacen al texto tanto como el texto mismo. Se mete
simulando la ocasionalidad de un paso parroquiano por la barra de un bar
o la de un pescador que, desde cubierta, lanza una red en altamar sin
pensar en las proporciones de agujero y de hilo que hay en esa red. Pero
ese paso es un “paso (no) más allá”: un movimiento de retracción,
retorno y recomienzo que empuja al que escribe, no hacia una verdad de
un pasado que antes era incomprensible, sino –como apunta Laura Estrin
en el umbral de Zettel– hacia la verdad de una fuerza de desfiguración y transfiguración única. A la santidad del jugador de juegos de azar
es, en este sentido –como acierta Strafacce en la contratapa del
libro–, una réplica a la infamia universal de la Historia, pero también a
la infamia particular de la Naturaleza. Hace girar en falso el
imaginario evolutivo del bildungsroman. El que escribe es “un escritor
sin edad y anterior a toda idea de sociabilidad” que se prende a “una
conversación al vacío”, en la que sólo se habla por hablar. En un casi
movimiento antropófago, asume a los suyos en carne propia para llevar la
tribu encima. Se comunica con ella por ese resorte-cordón umbilical
que, cuando se estira, lleva del nonato al púber, al adolescente, al
adulto y al viejo; y que, cuando se enrosca, lo devuelve
instantáneamente a la placenta. “El hombre maduro viaja hacia las
fantasías de futuro del bebé, y allí se encuentra de a poco con el viejo
feto”, escribe Libertella. Arranca del espejo no el “yo” sino lo
múltiple del yo que disemina en la escritura. Libertella se sobrescribe,
sin ánimo palinódico y sin afán correctivo, no en una autobiografía
buscada sino en una que sobreviene, en un desdoblamiento ensimismado que
acentúa la propia grafía de la vida cuando incrusta capas de lenguaje
entre el sentido de lo dicho y el sin-sentido de lo predecible.
Extravaga, pasea como un perverso, lanza vagidos “porque no sabe
hablar”. Reacomoda las letras dispersas como desde el día previo a los
nombres propios, donde todavía mandan lo infraleve, los detalles y los
efectos parciales en los que se sostiene una magia. Funda su propia
tribu y en esa fundación imposible pierde el sexo, la edad, la
identidad. Envejece en los ojos del chico para quien “la literatura
sigue siendo esa serpiente o ese conejo de cuerpo presente: algo que él
puede sacar de la nada de un sombrero o de una galera (tipográfica)”.
Abro El efecto Libertella y releo lo que –en esa patográfica
ocurrencia de Marcelo Damiani– escribe Alan Pauls. Noto que pone
especial énfasis en la “disritmia temporal” que hace de la precocidad el
atributo fundamental de la última literatura liberteliana. El bebé
viejo, el nonato, el muerto en vida: figuras de presencia y ausencia
simultánea, formas de vida que cuelga a la vez de la soga del tiempo
biológico y de la de su doble imaginario, “extravagante e
inconmensurable, que siempre parece empeñado en cortarse solo”. Veo que
Pauls recupera a Libertella como “una mezcla insoportable de distraído y
de traidor”, un “traidor de la vida”, que se juega entero y con las
botas puestas por esa forma de vida que se desvive en escritura; es
decir: como su propio fantasma.
La magia del tolle lege (“toma y lee”), escribió otro Héctor
(Ciocchini), reside en el azar, en la circunstancia interior que hace
que algo que acontece venga a ser iluminado por un jeroglífico oído y
olvidado o grabado a punzón en una piedra perdida en el tiempo. Releo
hoy las salidas del texto que Libertella y Pauls proponían en la vieja
carnicería donde funcionaba el espacio Vox y lo que veo –como en un
rebus que vuelve con el espesor temporal del aoristo–, es la fuerza casi
talismánica de una sola y única advertencia exotérica, dirigida a los
que no han elegido (¿todavía?) la literatura como modo de vida: la
entrada es gratis; la salida, vemos.
*Aparecido en Revista Ñ, sábado 17 de marzo de 2012. pp. 22-23.
Labels: crítica, Héctor Libertella, Maximiliano Crespi
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