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Entrevista realizada por Louis Guichard y Frédéric Strauss para TÉLÉRAMA, donde Michael Haneke habla sobre su última película “Caché” – 2005
EL TEMA CENTRAL DE CACHÉ (ESCONDIDO) ES LA MALA CONCIENCIA. ¿POR QUÉ ES TAN EMBLEMÁTICO ESTE TEMA EN LA ÉPOCA ACTUAL?
Por la omnipresencia del dolor mundial en los medios de comunicación. Antes de la era audiovisual, el mundo no estaba mejor que ahora, pero se sabía menos. Hoy en día, lo vemos permanentemente. Los países ricos que disfrutan de paz sólo tienen en sus pantallas imágenes terribles, violentas, desesperadas, y eso hace aumentar nuestro sentimiento de culpa. Pero es una cuestión compleja porque los medios de comunicación falsean a menudo la realidad. Escogen a propósito las imágenes más espectaculares, las más impactantes. Cuando se trata de imágenes rodadas en ambientes que nos son familiares, no tienen nada que ver con la realidad que conocemos. Es una realidad manipulada. Pocas veces he sido testigo de actos violentos en mi vida. Sin embargo, cuando miro la tele, puedo pensar que la violencia está por todas partes.
¿DE VERDAD CREE, COMO SUGIERE CACHÉ (ESCONDIDO), QUE TODOS LOS QUE VIVIMOS EN ESTE LADO DEL MUNDO SOMOS CULPABLES?
La culpabilidad es un invento judeocristiano y estamos sumergidos en esta cultura. No puedo ver el mundo bajo otro prisma. Pero la culpabilidad también es un problema filosófico, y no pretendo resolverlo, sólo hablo de ese problema. Al hacer la pregunta: ¿Cómo vivimos sabiendo que a lo lejos, y no tan lejos, nos rodea la pobreza? Sabemos que pertenecemos a la parte del mundo que se asienta en los hombros del otro y lo explota. Ante eso, se puede reaccionar de diversas maneras. El comportamiento del personaje interpretado por Daniel Auteuil, cuando se toma dos pastillas para dormir, es más o menos el de la mayoría de nosotros frente a la mala conciencia que sentimos por el resto del mundo. Cada uno escoge qué pastilla tomar. Algunos dan dinero a organizaciones caritativas. Pero en cuanto se habla de algo concreto, el número de personas se reduce radicalmente.
UNE LA MALA CONCIENCIA DE SU PERSONAJE A LAS SECUELAS DE LA GUERRA DE ARGELIA.
Mientras preparaba la película, vi un documental sobre la guerra de Argelia. Me sorprendió mucho que ese tema llevase cuarenta años enterrado. Está claro que cada país tiene manchas oscuras, periodos de la historia en los que la culpabilidad individual entra en consonancia con la culpabilidad colectiva. En Austria también intentaba hablar de cosas que habían ocultado debajo de la alfombra. Habría podido rodar «Caché (Escondido)» en Viena, bastaba con cambiar los años sesenta por los cuarenta.
¿NO LE PARECE QUE MEZCLAR EL DIFUSO SENTIMIENTO DE CULPA DE LOS ACOMODADOS CON EL RECUERDO DE UNA FALTA COMETIDA POR UN NIÑO ES UNA AMALGAMA EXAGERADA?
No se trata de la culpabilidad de un niño que se portó mal cuando tenía 6 años. Se trata más bien de la culpabilidad del hombre en el que se ha convertido cuando vuelve a encontrar al que ofendió entonces. De hecho, se comporta otra vez como un cabrón a pesar de tener una elección moral. Podría decirle: “Lo que hice entonces fue horrible, pero no lo sabía. ¿Qué puedo hacer por ti ahora?” Pero prefiere huir.
NO PROPONE NINGUNA PISTA PARA DISIPAR EL MALESTAR. ¿QUÉ PIENSA DE LOS CINEASTAS QUE SE COMPROMETEN EXPLÍCITAMENTE?
A veces me gusta el cine de Ken Loach, aunque el interés que despiertan sus películas depende del tema escogido y de que se sabe de antemano el mensaje humanista que presentará. Como decía Jean-Luc Godard, que ha formulado tantas frases inteligentes: “No se deben hacer películas políticas, sino hacer películas políticamente”. Rehúso hacer un discurso, plantear soluciones; sólo intento sugerir tomas de conciencia, interrogantes.
¿QUÉ PUEDE HACER EL CINE?
El cine es el arte de la manipulación; no hay que olvidarlo nunca cuando se hace cine ni cuando se ven películas. No me refiero sólo a las películas de propaganda del III Reich ni a las películas hollywoodienses actuales. Siempre he querido que las mías sugieran una duda en cuanto a la realidad que muestran en la pantalla. Es para alertar el espectador, para despertar su vigilancia. También es posible, gracias al poder del cine, luchar contra las imágenes que, hoy en día, quieren hacer de la brutalidad un producto consumible. Para mí, «Saló o los 120 días de Sodoma», de Pasolini, tuvo ese papel. Me chocó tanto que me sentí mal durante mucho tiempo. Es una de las pocas películas de la historia del cine que hace entender lo que significa la violencia. Habría que volver a hacer un Saló de vez en cuando.
MICHEL HOUELLEBECQ HABLA BIEN DE USTED EN SU ÚLTIMA NOVELA.
La he leído, me siento muy halagado. Es un escritor muy importante para mí y con el que comparto muchas cosas. Quizá sea el único novelista capaz de describir el mundo tal como es hoy. Se le acusa de complacencia, pero es lo que suele reprocharse a las personas que tocan temas cruciales, molestos.
SUS PELÍCULAS NO TRATAN BIEN A LA FAMILIA, ¿QUÉ REPRESENTA PARA USTED?
No intento destruir la familia. Tengo cuatro hijos, y mi casa es el único lugar que considero como “mío”. Pero quiero demostrar que cuando una familia se siente amenazada, también es capaz de agredir. La familia no representa sólo la estabilidad, la voluntad y la satisfacción de construir, sino el miedo a perderlo todo. Y este miedo tiene un papel muy importante en la sociedad actual. “Haríamos cualquier cosa por no perder nada” es la frase clave de «Caché (Escondido)».
HAY UN ÁNGULO MUERTO EN SU CINE, EL DEL PLACER. ¿QUIÉN DISFRUTA? DESDE LUEGO, NO SUS PERSONAJES. ¿USTED? ¿LE PRODUCE PLACER VERLOS LUCHAR DE ESTA FORMA?
Para nada. Me parece que la persecución anónima que sufre el personaje de Daniel Auteuil en «Caché (Escondido)» es terriblemente cruel. Hay que estar loco para perseguir a alguien de esta forma. Pero es la rabia que sale del mundo actual. Es el resultado del mal que hacen unos, conscientemente o no, a los demás a todos los niveles, a cualquier escala. Además, los medios para hacer daño son cada vez más eficaces… No es la primera vez que me tachan de sádico, pero es un reproche sin fundamentos. El papel del cineasta es rascar donde duele, desvelar lo que no se quiere saber ni ver. Pero de ahí a que sea placentero, no, sería perverso.

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Sobre el cine: entrevista con Roland Barthes


 

Roland Barthes
¿Cómo integra usted el cine en su vida? ¿Lo considera como espectador, y como espectador crítico?
Tal vez sería necesario partir de los hábitos de cine, de la manera en que el cine llega a nuestra vida. Yo no voy muy seguido al cine, apenas una vez por semana. En cuanto a la elección del film, en el fondo no es jamás totalmente libre; no cabe duda que preferiría ir al cine solo, porque para mí el cine es una actividad enteramente proyectiva; pero como consecuencia de la vida social es más frecuente que vayamos al cine en pareja o todo un grupo y, a partir de ese momento, la elección se vuelve, lo queramos o no, forzada. Si yo eligiera de manera puramente espontánea, mi elección tendrá que tener un carácter de improvisación total, liberada de todo tipo de imperativo cultural o cripto-cultural, guiada por las fuerzas más oscuras de mí mismo. Lo que plantea un problema en la vida del usuario de cine es que existe una suerte de moral más o menos difusa de las películas que hay que ver, impera tivos de origen cultural forzosamente, que son bastante fuertes cuando se pertenece a un medio cultural (aunque más no sea porque hay que ir en contra para ser libre). Algunas veces eso tiene su lado bueno, como todos los esnobismos. Uno siempre está un poco dialogando con esta especie de ley del gusto cinematográfico, que es tanto más fuerte probablemente cuanto más fresca es esta cultura cinematográfica. El cine ya no es más algo primitivo; ahora se distinguen en él fenómenos de clasicismo, de academismo y de vanguardia y uno se encuentra colocado por la evolución misma de este arte, en el medio de un juego de valores. De tal modo, cuando elijo, las películas que hay que ver entran en conflicto con la idea de imprevisibilidad total que representa el cine todavía para mí y, de manera más precisa, con las películas que espontáneamente querría ver pero que no son las películas seleccionadas por esa especie de cultura difusa que está haciéndose.
¿Qué piensa usted del nivel de esta cultura, todavía muy difusa, cuando se trata del cine?
Es una cultura difusa porque es confusa. Quiero decir con esto que en el cine hay una especie de entrecruzamiento posible de los valores: los intelectuales se ponen a defender las películas de masas y el cine comercial puede absorber con gran rapidez las películas de vanguardia. Esta aculturación es propia de nuestra cultura de masas y del cine comercial, pero tiene un ritmo diferente según los géneros: en el cine parece muy intensa; en literatura los cotos están mucho mejor guardados; no creo que sea posible adherir a la literatura contemporánea, la que se hace actualmente, sin un cierto saber incluso técnico, porque el ser de la literatura está puesto en su técnica. En suma, la situación cultural del cine es actualmente contradictoria: moviliza técnicas, de allí la exigencia de un cierto saber y un sentimiento de frustración si no se lo posee, pero su ser no está en su técnica, contrariamente a la literatura: ¿se imagina usted una literatura-verdad, análoga al cine-verdad? Con el lenguaje sería imposible, la verdad es imposible con el lenguaje.
Sin embargo, nos referimos constantemente a la idea de un “lenguaje cinematográfico”, como si la existencia y la definición de ese lenguaje fueran emitidas universalmente, ya sea que se tome la palabra “lenguaje” en un sentido puramente retórico (por ejemplo las convenciones estilísticas atribuidas al contrapicado o al travelling), ya sea que se lo tome en un sentido muy general, como relación de un significante y de un significado.
En lo que a mí concierne, probablemente porque no he logrado integrar el cine a la esfera del lenguaje, lo consumo de una manera puramente proyectiva y no como un analista.
¿No habría, si no imposibilidad, al menos dificultad del cine para entrar en esta esfera del lenguaje?
Se puede tratar de situar esta dificultad. Nos parece, hasta el presente, que el modelo de todos los lenguajes es la palabra, el lenguaje articulado. Ahora bien ese lenguaje articulado es un código, utiliza un sistema de signos no analógicos (y que en consecuencia pueden ser, y son, discontinuos); a la inversa, el cine se ofrece a primera vista como una expresión analógica de la realidad (y además, continua); y una expresión analógica y continua, no sabemos por cuál punta tomarla para introducir, comenzar en ella un análisis de tipo lingüístico; por ejemplo ¿cómo hacer variar el sentido de una película, de un fragmento de película? Así pues, si el crítico quisiera tratar al cine como un lenguaje, abandonando la inflación metafórica del término, debería primero discernir si hay en el continuo fílmico elementos que no son analógicos, o que tienen una analogía deformada, o transpuesta, o codificada, provistos de una sistematización tal que se los pueda tratar como fragmentos de lenguaje; éstos son problemas de investigación concreta que no han sido abordados todavía, que podrían serlo al principio por especies de tests fílmicos, a partir de allí se vería si es posible establecer una semántica, incluso parcial (sin duda parcial), de la película. Se trataría, aplicando los métodos estructuralistas, de aislar elementos fílmicos, de ver cómo son entendidos, a cuáles significados corresponden en tal o tal caso, y, haciendo variar, de ver en qué momento la variación del significante implica una variación del significado. Entonces habríamos aislado en la película unidades lingüísticas con las que luego se podrían construir las “clases”, los sistemas, las declinaciones.(1)
¿Esto no coincide con ciertas experiencias hechas al fin de la época muda, en un plano más empírico, principalmente por los soviéticos, y que no han sido muy concluyentes, salvo cuando esos elementos de lenguaje fueron retomados por un Eisenstein en el interior de una poética? Aunque cuando esas búsquedas se quedaron en el plano de una pura retórica, como un Pudovkin, fueron inmediatamente contradichas: todo ocurre en el cine como si desde el momento en que se avanzara en una relación semiológica, ésta fuera inmediatamente contradicha.
De todas maneras, si se llegara a establecer una especie de semántica parcial sobre puntos precisos (es decir para significados precisos), tendríamos muchas dificultades para explicar por qué todo el film no está constituido como una yuxtaposición de elementos discontinuos; nos encontraríamos con el segundo problema, el de lo discontinuo de los signos -o el del continuo de la expresión.
Pero, aunque llegáramos a descubrir esas unidades lingüísticas, ¿estaríamos acaso un paso más adelante, ya que no están hechas para ser percibidas como tales? La impregnación del espectador por el significado se realiza en otro nivel, de manera diferente a la impregnación del lector.
Sin duda tenemos todavía una visión muy estrecha de los fenómenos semánticos, y lo que en el fondo nos cuesta más comprender es lo que se podría llamar las grandes unidades significantes; incluso dificultades en lingüística, puesto que la estilística apenas avanzó (existen estilísticas psicológicas pero no estructurales todavía). Probablemente la expresión cinematográfica pertenece también a este orden de las grandes unidades significantes, que corresponden a significados globales, difusos, latentes, que no son de la misma categoría que los significados aislados y, discontinuos del lenguaje articulado. Esta oposición entre una microsemántica y una macrosemántica constituiría tal vez una manera diferente de considerar al cine como un lenguaje, abandonando el plano de la denotación (acabamos de ver que es bastante difícil aproximarse a las unidades primeras, literales) para pasar al plano de la connotación, es decir al de significados globales, difusos y, de alguna manera, segundos. Se podría comenzar aquí por inspirarse en los modelos retóricos (y ya no literalmente lingüísticos) aislados por Jakobson, dotados por él de una generalidad extensiva al lenguaje articulado y que él mismo aplicó al cine; quiero hablar de la metáfora y de la metonimia. La metáfora es el prototipo de todos los signos que pueden sustituirse unos a otros por similaridad; la metonimia es el prototipo de todos los signos cuyo sentido se encuentra porque entran en contigüidad, en contagio se podría decir; por ejemplo un calendario que se deshoja es una metáfora; y uno estaría tentado de decir que en el cine todo montaje, es decir toda contigüidad significante, es una metonimia, y puesto que el cine es montaje, el cine es un arte metonímico (por lo menos ahora).
Pero ¿el montaje no es al mismo tiempo un elemento no delimitable? Porque todo es montable, desde un plano de revólver de seis imágenes hasta un gigantesco movimiento de cámara de cinco minutos que muestre trescientas personas y una treintena de acciones entrecruzadas; ahora bien, se puede montar uno después de otro esos dos planos -que no por eso estarán en el mismo plano…
Creo que lo que sería interesante hacer es ver si un procedimiento cinematográfico puede ser convertido metodológicamente en unidades y significantes; si los procedimientos de elaboración corresponden a unidades de lectura del film; el sueño de todo crítico es poder definir un arte por su técnica.
Pero los procedimientos son todos ambiguos; Por ejemplo, la retórica clásica dice que el picado significa aplastamiento; ahora bien vemos doscientos casos (por lo menos) en los que el picado no tiene en absoluto ese sentido.
Esta ambigüedad es normal pero no es ella la que estorba en nuestro problema. Los significantes son siempre ambiguos; el número de significados excede siempre al número de significantes: sin eso no existiría ni literatura, ni arte, ni historia, ni nada de lo que hace que el mundo se mueva. Lo que constituye la fuerza de un significante, no es su claridad sino que sea percibido como significante -yo diría: cualquiera que sea el sentido, no son las cosas sino el lugar de las cosas el que cuenta. El lazo del significante con el significado tiene mucha menos importancia que la organización de los significantes entre sí; el picado pudo significar aplastamiento, pero sabernos que esta retórica está superada porque, precisamente, la sentimos fundada en una relación de analogía entre “picar” y “aplastar” que nos parece ingenua, sobre todo en nuestros días en que una psicología de la “denegación” nos enseña que puede haber una relación válida entre un contenido y la forma que puede serle “naturalmente” contraria. En este despertar del sentido que provoca el picado, lo que es importante es el despertar y no el sentido.
Precisamente, después de un primer período “analógico” ¿el cine no está ya saliendo de este segundo período de lo anti-analógico por un empleo más flexible, no codificado, de las “figuras de estilo”?
Pienso que si los problemas del simbolismo (porque la analogía cuestiona al cine simbólico) pierden nitidez, agudeza, es sobre todo porque entre las dos grandes vías lingüísticas indicadas por Jakobson, la metáfora y la metonimia, el cine parece por el momento haber elegido la vía metonímica, o si usted prefiere, sintagmática, siendo el sintagma un fragmento extendido, armado, actualizado de signos, en una palabra un trozo de relato. Es muy notable que, contrariamente a la literatura del “no ocurre nada” (cuyo ejemplo representativo sería la L’éducation sentimentale) (2), el cine, incluso aquel que no se presenta en un principio como cine de masas, es un discurso en el que la historia, la anécdota, el argumento (con su consecuencia mayor, el suspenso) no está jamás ausente; incluso lo “rocambolesco”, que es la categoría enfática, caricatural de lo anecdótico, no es incompatible con el buen cine. En el cine “ocurre algo” y ese hecho tiene naturalmente una relación estrecha con la vía metonímica, sintagmática de la que hablaba hace un rato. Una “buena historia” es efectivamente, en términos estructurales, una serie lograda de dispatchings sintagmáticos: dada tal situación (tal signo) ¿de qué puede ser seguida? Existe un cierto número de posibilidades, pero esas posibilidades son finitas (es esta finitud, esta clausura de lo posible lo que funda al análisis estructural), y es en esto donde la elección que el director hace del “signo” siguiente es significante; en efecto el sentido es una libertad, pero una libertad vigilada (por lo finito de los posibles); cada signo (cada “momento” del relato, del film) sólo puede ser seguido por algunos otros signos, por algunos otros momentos; esta operación que consiste en prolongar, en el discurso, en el sintagma, un signo por otro signo (de acuerdo con un número finito y a menudo muy restringido de posibilidades) se llama una catálisis; en el habla, por ejemplo, se puede catalizar el signo perro sólo por un pequeño número de otros signos (ladra, duerme, come, muerde, corre, etc., pero no cose, vuela, barre, etc.); el relato, el sintagma cinematográfico está sometido también a reglas de catálisis, que el realizador practica sin duda empíricamente, pero que el crítico, el analista debería tratar de reencontrar. Porque naturalmente, cada dispatching, cada catálisis tiene su parte de responsabilidad en el sentido final de la obra.
La actitud del realizador, hasta donde podamos discernirla, es tener una idea más o menos precisa del sentido antes; y reencontrarla más o menos modificada después. Durante, está preso casi enteramente en un trabajo que se sitúa fuera de la preocupación por el sentido final; el realizador fabrica pequeñas células sucesivas guiadas por… ¿Por qué? Eso es lo que sería interesante determinar justamente.
Sólo puede verse guiado, más o menos inconscientemente, por su ideología profunda, por el partido que toma frente al mundo; porque el sintagma es tan responsable del sentido como el signo mismo, por eso el cine puede convertirse en un arte metonímico y ya no más simbólico, sin perder para nada su responsabilidad, muy por el contrario. Me acuerdo que Brecht nos sugirió, en Théâtre populaire, organizar intercambios (epistolares) entre él y jóvenes autores dramáticos franceses; consistiría en “representar” el montaje de una obra imaginaria, es decir de una serie de situaciones, como una partida de ajedrez; uno avanzaría una situación, el otro elegiría la situación siguiente, y naturalmente (allí residía el interés del “juego”) cada paso habría sido discutido en función del sentido final, es decir, según Brecht, de la responsabilidad ideológica; pero los autores dramáticos franceses no existen. En todo caso, usted ve que Brecht, teórico agudo -y práctico- del sentido tenía una conciencia muy fuerte del problema sintagmático. Todo esto parece probar que hay posibilidades de intercambio entre la lingüística y el cine, a condición de elegir una lingüística del sintagma más que una lingüística del signo.
Tal vez la aproximación al cine en tanto que lenguaje no será nunca perfectamente realizable; pero es al mismo tiempo necesaria, para evitar ese peligro de gozar del cine como de un objeto que no tendría ningún sentido, sino que sería un puro objeto de placer, de fascinación, completamente privado de toda raíz y de toda significación. Ahora bien, el cine, se quiera o no, tiene siempre un sentido; por lo tanto siempre hay un elemento de lenguaje que juega …
Por supuesto, la obra tiene siempre un sentido; pero, precisamente, la ciencia del sentido, que vive actualmente una promoción extraordinaria (gracias a una especie de esnobismo fecundo), nos enseña paradójicamente que el sentido, si se puede decir así, no está encerrado en el significado; la relación entre significante y significado (es decir el signo) aparece al principio como el fundamento mismo de toda reflexión “semiológica”; pero luego uno se ve llevado a tener del “sentido” una visión mucho más amplia, mucho menos centrada sobre el significado (todo lo que hemos dicho del sintagma va en esta dirección); debemos esta ampliación a la lingüística estructural, por supuesto, pero también a un hombre como Lévi-Strauss, que ha mostrado que el sentido (o más exactamente el significante) era la más alta categoría de lo inteligible. En el fondo, es lo inteligible humano lo que nos interesa. ¿Cómo el cine manifiesta o reúne las categorías, las funciones, la estructura de lo inteligible elaboradas por nuestra historia, nuestra sociedad? Es a esta pregunta a la que podría responder una “semiología” del cine.
Sin duda es imposible fabricar lo ininteligible.
Absolutamente. Todo tiene un sentido, incluso el sinsentido (que tiene por lo menos el sentido segundo de ser un sinsentido).  El sentido es algo tan fatal para el hombre que, en cuanto libertad, el arte parece ocuparse, sobre todo en el presente, no de fabricar sentido sino por el contrario de suspenderlo; de construir sentidos pero no de llenarlos exactamente.
Tal vez podríamos tomar aquí un ejemplo; en la puesta en escena (teatral) de Brecht, hay elementos de lenguaje que no son, al comienzo, susceptibles de ser codificados.
En relación con este problema del sentido, el caso de Brecht es bastante complicado. Por un lado tuvo, como ya lo he dicho, una conciencia aguda de las técnicas del sentido (cosa que era muy original con relación al marxismo, poco sensible a las responsabilidades de la forma); conocía la responsabilidad total de los más humildes significantes, como el color de un traje o el lugar de un proyector; y usted sabe hasta qué punto estaba fascinado por los teatros orientales, teatros en los cuales la significación está muy codificada -valdría más decir: cifrada- y en consecuencia muy poco analógica; en fin, hemos visto con qué minucia trabajaba y quería que se trabajara la que responsabilidad semántica de los “sintagmas” (el arte épico, que él preconizaba, es por otra parte un arte fuertemente sintagmático); y, naturalmente, toda esa técnica está pensada en función de un sentido político. En función de, pero tal vez no con vistas a, y es aquí donde tocamos la segunda vertiente de la ambigüedad brechtiana; me pregunto si ese sentido comprometido de la obra de Brecht finalmente no es a su manera un sentido suspendido; recuerde usted que su teoría dramática implica una especie de división funcional de la escena y de la sala: le correspondía a la obra plantear las preguntas (dentro de los términos elegidos por el autor: se trata de un arte responsable), al público le corresponde encontrar las respuestas (lo que Brecht llamaba la salida); el sentido (en la acepción positiva del término) se trasladaba de la escena a la sala; en suma existe realmente en el teatro de Brecht un sentido, y un sentido muy fuerte, pero ese sentido es siempre una pregunta. Quizá esto es lo que explica que este teatro, si bien es ciertamente un teatro crítico, polémico, comprometido, no es sin embargo un teatro militante.
¿Puede esta tentativa ser extensiva al cine?
Siempre parece muy difícil y bastante vano transportar una técnica (y el sentido es una técnica) de un arte a otro; no por purismo de los géneros, sino porque la estructura depende de los materiales empleados; la imagen teatral no está hecha de la misma materia que la imagen cinematográfica, no se presta de la misma forma al recorte, a la duración, a la percepción; el teatro parece ser un arte mucho más “grosero”, o digamos, si usted lo prefiere, más “grueso” que el cine (la crítica teatral también me parece más grosera que la crítica cinematográfica), por lo tanto más cercana de tareas directas, de orden polémico, subversivo, cuestionador (dejo de lado el teatro del acuerdo, del conformista, de la repleción).
Hace algunos años usted evocó la posibilidad de determinar la significación política de una película, examinando, más allá de su argumento, el movimiento que lo constituye como película: la de izquierda estaba caracterizada en general por la lucidez, la película de derecha por la apelación a una magia …
Lo que me pregunto ahora es si no hay artes que por naturaleza, por técnica, sean más o menos reaccionarios. Lo creo para la literatura; no creo que una literatura de izquierda sea posible. Una literatura problemática sí, es decir una literatura del sentido suspendido: un arte que provoque respuestas pero que no las dé. Creo que la literatura en el mejor de los casos es eso. En cuanto al cine, tengo la impresión que en este plano está muy próximo de la literatura, y que está por su materia y su estructura mucho mejor preparado que el teatro para una responsabilidad muy particular de las formas que yo he llamado la técnica del sentido suspendido. Creo que el cine tiene dificultades en ofrecer sentidos claros y que en el estado actual no debe hacerlo. Los mejores films (para mí) son aquellos que suspenden mejor el sentido. Suspender el sentido es una operación extremadamente difícil que exige a la vez una gran técnica y una lealtad intelectual total. Eso quiere decir desembarazarse de todos los sentidos parásitos, cosa que es extremadamente difícil.
El Ángel Exterminador
¿Ha visto películas que le han dado esta impresión?
Sí, El ángel exterminador. No creo que la advertencia de Buñuel del comienzo -yo, Buñuel, les digo que este film no tiene ningún sentido-, no creo para nada que esto sea una coquetería; creo que es verdaderamente la definición de la película. Y desde esta perspectiva la película es muy bella: se puede ver cómo, en cada momento, el sentido está suspendido, sin ser nunca por supuesto un sinsentido. No es en absoluto una película absurda; es una película que está llena de sentido, llena de lo que Lacan llama la “significancia”. Está llena de significancia, pero no hay un sentido ni una serie de pequeños sentidos. Y por eso mismo es una película que sacude profundamente, y que sacude más allá del dogmatismo, más allá de las doctrinas. Normalmente, si la sociedad de los consumidores de películas fuera menos alienada, esta película debería, como se dice vulgarmente y justamente, “hacer reflexionar”. Se podría mostrar por otra parte, pero necesitaríamos tiempo, cómo los sentidos que “prenden” a cada instante, a pesar nuestro, son apresados en un dispatching extremadamente dinámico, extremadamente inteligente, hacia un sentido siguiente que a su vez no es jamás definitivo.
Y el movimiento de la película es el movimiento mismo de ese dispatching perpetuo.
En esta película hay también un hallazgo inicial que es responsable del logro total: la historia, la idea, el argumento tienen una nitidez tal que dan la ilusión de necesidad. Uno tiene la impresión que Buñuel no tuvo más que tirar del hilo. Hasta el presente yo no era muy buñuelista; pero aquí además Buñuel pudo expresar toda su metáfora (porque Buñuel siempre ha sido muy metafórico), todo su arsenal y su reserva personal de símbolos; todo ha sido tragado por esa especie de nitidez sintagmática, por el hecho de que el dispatching es hecho cada segundo exactamente como era necesario.
Por otra parte Buñuel ha confesado siempre su metáfora con tal nitidez, supo siempre respetar la importancia de lo que está antes y de lo que está después de tal manera, que eso era ya aislarla, ponerla entre comillas, por lo tanto superarla o destruirla.
Desgraciadamente para los aficionados comunes de Buñuel, éste se define sobre todo por su metáfora, la “riqueza” de sus símbolos. Pero si el cine moderno tiene una dirección, es en El ángel exterminador que se la puede encontrar…
A propósito de cine “moderno”, ¿vio usted La inmortal?
Sí … Mis relaciones (abstractas) con Robbe-Grillet me complican un poco las cosas. Esto me pone de mal humor; no hubiera querido que hiciera cine… Y bien, allí, la metáfora aparece… De hecho Robbe-Grillet no mata para nada el sentido, lo enturbia; cree que es suficiente con enturbiar el sentido para matarlo. Es sumamente difícil matar un sentido.
Y cada vez más le da fuerza a un sentido cada vez más plano.
Porque “varía” el sentido, no lo suspende. La variación ¡mpone un sentido cada vez más fuerte, de orden obsesivo: un número reducido de significantes “variados” (en el sentido musical de la palabra) remite al mismo significado (es la definición de la metáfora). Por el contrario en ese famoso Ángel exterminador, sin hablar de esa especie de irrisión dirigida contra la repetición (al principio en las escenas literalmente retomadas), las escenas (los fragmentos sintagmáticos) no constituyen una serie inmóvil (obsesiva, metafórica), cada una participa en la transformación de una sociedad de fiesta en sociedad de coacción, construye una duración irreversible.
Además Buñuel ha jugado el juego de la cronología; la no-cronología es una facilidad: una falsa prenda pagada a la modernidad.
Volvemos aquí a lo que decía al comienzo: es una cosa bella porque existe una historia; una historia con un comienzo, un fin, un suspenso. Actualmente, la modernidad aparece demasiado a menudo como una manera de hacer trampa con la historia o la psicología. El criterio más inmediato de la modernidad para una obra es el no ser “psicológica” en el sentido tradicional del término. Pero, al mismo tiempo, no se sabe cómo expulsar a esta famosa psicología, esa famosa afectividad entre los seres, ese vértigo relacional que (ésta es la paradoja) ya no es soportado por las obras de arte, sino por las ciencias sociales y la medicina: la psicología hoy no está sólo en el psicoanálisis, que, independientemente de su inteligencia o su envergadura, es practicado por los médicos: el “alma” se convirtió en un hecho patológico en sí. Hay una especie de renuncia de las obras de arte frente a las relaciones interhumanas, interindividuales. Los grandes movimientos de emancipación ideológica -digamos para hablar claramente, el marxismo- han dejado de lado al hombre privado, y sin duda no podían hacer de otra manera. Ahora bien, sabemos que allí todavía hay un desajuste, algo que no funciona: mientras haya “escenas” conyugales habrá preguntas que plantearle al mundo.
El verdadero gran tema del arte moderno es el de la posibilidad de la felicidad. Actualmente las cosas ocurren en el cine como si hubiera la comprobación de una imposibilidad de felicidad en el presente con una especie de recurso al futuro. Tal vez los años por venir nos permitirán asistir a las tentativas de una nueva idea de la felicidad.
Exactamente. Ninguna gran ideología, ninguna gran utopía del presente toma a su cargo esa necesidad. Tuvimos toda una literatura utópica interespacial, pero la especie de micro-utopía que consistiría en imaginar utopías psicológicas o relacionales no existe en absoluto. Pero si la ley estructuralista de rotación de las necesidades y de las formas juega aquí, deberíamos llegar muy pronto a un arte más existencial. Es decir que las grandes declaraciones antipsicológicas de estos últimos diez años (declaraciones en las cuales he participado yo mismo, como no podía ser menos) deberían retroceder y volverse pasadas de moda. Por ambiguo que sea el arte de Antonioni, es tal vez por eso que nos conmueve y nos parece importante.
Dicho de otro modo, si queremos resumir lo que deseamos ahora, debemos decir que esperamos films sintagmáticos, films con historia, films “psicológicos”.
Entrevista estraída de la web Con-versiones agosto del 2006.
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NOTAS:
* Cahiers du Cinéma, núm. 147, septiembre de 1963. Declaraciones recogidas por Michel Delahaye y Jacques Rivette.
(1) El lector podrá consultar como referencia dos artículos recientes de Roland Barthes: “L’imagination du signe” (Arguments, núm. 27-28) y L’activité structuraliste” (Les Lettres Nouvelles, núm. 32).
(2) [N. S.R.]: “La educación sentimental “, G. Flaubert, editorial Losada, Buenos Aires, Aergentina, 1980.
Texto extraído de “El grano de la voz”, Roland Barthes, págs. 19/32, editorial Siglo XXI, México, 1983.
Edición original: Editions du Seuil, París, 1981.
Corrección: Cecilia Falco

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Érase una vez en Almería

By Rubén Lardín

Un día en las ruinas del eurowestern.

Como casi todos los habitantes de Los Albaricoques, José Ruíz actuó de mexicano en la película Por un puñado de dólares, de Sergio Leone. Todas las fotos son de Salvi Danés.
Durante la segunda mitad del siglo XX, la provincia andaluza de Almería acogió el rodaje de hasta seiscientos spaghetti westerns, entre ellos la seminal trilogía del dólar de Sergio Leone. La industria del cine de explotación reanimó una zona deprimida y manta como fue siempre el sur de España, pero tras la dictadura de Franco, las pistolas dieron paso al cine de destape y las cabalgadas tomaron otra acepción. El recuerdo de “la época de las películas” permanece en la zona, así como la resistencia y la pena de los profesionales del western ibérico.
“En 1984 estuve en Esos locos cuatreros, con Fernando Rey. Y en Conan el bárbaro, en el 81, con Schwarzenegger. ¿Viste cuando le pegó el tortazo al camello? ¿Sabes por qué se cayó? Porque iba inyectao. El cine es un rollo, tío. ¿Tú ves lo del periodismo que echan por la tele, el monerío ese de las putas y los cabrones? ¡Pues el cine es lo mismo! Yo ya tengo 52 años, ya ni se me empalma, ¿tú crees que estoy para montarme en un caballo? Antes era especialista, trabajaba en el cine. En el 2000 gané 5 millones de pesetas trabajando en la Reina de espadas, con David Carradine. Yo estaba allí, pero no se me ve. Si me se viera no estaría ahora aquí”.
Reina de espadas es una serie de la que jamás he oído hablar, y que pasó a llamarse así cuando los lugareños advirtieron a los productores canadienses que el original, La Zorra, en castellano de España venía a ser lo mismo que El putón. De eso hace 10 años, pero los currantes del desierto de Tabernas, en Almería, todavía esperan una segunda temporada que les libre de la postración. Diego Rodríguez, que no se deja retratar por temor a estar contraviniendo alguna instrucción que él mismo desconoce, me lo explica sin salir de su chiscón de portero en el Fort Bravo. 
El poblado Fort Bravo, también conocido como Texas-Hollywood y que antiguamente se llamaba Decorados Cinematográficos Almería, se construyó en 1966 para llamar la atención de los productores de El bueno, el feo y el malo, aunque la película se rodaría finalmente a 4 kilómetros de allí, en el poblado del Fraile en el Mini-Hollywood (hoy contenido en el Parque Oasys), donde ya se había filmado el asalto al banco de La muerte tenía un precio. Bautizado así en honor al productor que lo impulsó, Alfredo Fraile, nació como reproducción de El Paso, Texas, para aquella película, fue muy reutilizado en la época y hace 30 años se remodeló en parque temático. Otro Diego, esta vez García, es quien se encarga allí de armas, arreos y coreografías para los espectáculos turísticos.
“Cuando yo era crío, toda Almería trabajábamos en el cine. Mi vínculo fueron los caballos, y eso te lleva a ser caballista y luego especialista. En la misma peli he hecho de bueno, de malo, de ventajista, de mexicano y de regular. No sé en cuántas habré trabajado, eso es como preguntar con cuántas mujeres te has acostado, tú dices un número pero luego empiezas a pensar en aquella otra y en la de más allá y siempre hay alguna que te dejas”.

Calle principal de Fort Bravo. Todos los sábados hay un asalto al banco con caballos.

Rafael Aparicio García se dirige en carro de mulas a Fort Bravo, poblado que ofrece dos ambientes distintos: Texas y México.
El Mini Hollywood es el poblado más resultón del desierto pero nuestro corazón se ha quedado en el Fort Bravo, que —aparte del pegote de los bungalós de alquiler, la piscina y una sala de fiestas para celebraciones—ofrece dos ambientes auténticos, el de Texas y el de México. Todos los sábados viene aquí un autocar del Imserso y se les da espectáculo (un asalto al banco con caballos o una bulla en la cantina con balas de fogueo de 9mm), pero hoy es un paseo pelón entre edificios apuntalados. Está hecho unos zorros pero todavía es útil: hace unos años se rodó aquí Blueberry y en nada se filmará un capítulo de Dr. Who. Ahora, en temporada baja, el precio de la entrada incluye un refresco y un recorrido en carro de mulas del que tira el gitanillo Rafael Aparicio García, al que también se le llena la boca de películas.
“Llevo aquí desde el 92. Hago de todo, mantenimiento también. Hicimos el anuncio ese de la Pepsi, con Beckham, Roberto Carlos, Iker Casillas… Cuando hay buen presupuesto hacemos caídas de caballo o de altura. Estuve trabajando en Un dólar por los muertos, con Emilio Estévez, y en un videoclip de Camela. También se hizo Vente a ligar al oeste, con Alfredo Landa, pero ahí yo no había nacido, ahí no estaba yo ni pensao. En lo de la Pepsi sí. Con David Beckham”.
Mayoral no sé si hay, pero un guarda de la Guinea francesa, Ibrahim, vive y duerme en el poblado con su mujer y sus hijos, vigilando las noches desde el porche del sheriff. El saloon es el centro neurálgico, desde allí se ambienta todo el poblado con un recopilatorio de Ennio Morricone. Los cuatro turistas que rondan no parecen advertir que entre el “Ecstasy of Gold” de El bueno, el feo y el malo y el birimbao de Por un puñado de dólares se cuelan pistas de un poliziesco y una de mafiosos. Para Diego Rodríguez, “Morricone está bien pero está mejor Johnny Silbido, que era sevillano. Ése era el que lo hacía y lo meneaba todo, el Morricone sólo ganaba los billetes”. En verdad, el silbador en los soundtracks de Morricone era el compositor y arreglista Alessandro Alessandroni, pero Diego prefiere perpetuar la leyenda.
Diego es primo hermano de José Rodríguez, propietario del Western Leone, otro poblado de pega, un poco más allá, que germinó alrededor del rancho que Sergio Leone hizo construir en 1968 para Hasta que llegó su hora. Aquí los caciques están blindados a la prensa, pero conseguimos colarnos contándole no sé qué movida al chaval de la puerta. A la salida le habrá turnado en la guardia Joaquín Rubio, cuñado del Chupete, que es como todos llaman a José Rodríguez, el primo del Diego. La familia entera ya sabe que hay un par de forasteros rondando el desierto. Nos ven venir de muy lejos porque además hemos alquilado un coche ridículo, de urbanita hembra. “El jefe sólo quiere dinero —me aclara Joaquín, para justificar la “mordida” que nos piden por todos lados—, le han dado ya siete embolias y cuando uno se hace viejo sólo quiere dinero. Esto está en declive...”
No hace falta que lo jure. El Western Leone resulta desolado y patillero, tal vez porque retrata la época más ostentosa del ferrocarril. Leone, de hecho, reventó estas montañas y plantó una locomotora en medio del desierto. Detrás de unas cabañas duerme un blindado de Indiana Jones y la última cruzada y un carro psicotrónico recuerdo de Guerreros del sol, una exploitation de Rollerball y Mad Max, que se quedaron aquí por un dinero que le dejaron a deber al dueño, el Chupete. A lo lejos se divisa la huella de un cuarto poblado, el de El Cóndor, que se construyó para la película homónima de John Guillermin y luego acogió otras como Simbad y el ojo del tigre. Hoy es solo cenizas.

Joaquín Rubio monta guardia en la taquilla del poblado Western Leone.
Hace 30 ó 40 años, en Almería podían llegar a darse hasta once rodajes simultáneos: Rey de ReyesLawrence de ArabiaEl viento y el león, Nunca digas nunca jamás o La historia interminable. En 1964, el gobierno franquista había dictado nuevas normas que beneficiarían el régimen de coproducción. En el 68 se inauguró un aeropuerto y en 1969 se decretó la zona “de preferente localización para la industria del cine”. Para trabajar en el Patton de Franklin J. Shaffner, en 1970, el ejército español cedió a la Fox una compañía diaria de hombres. Los más viejos del Gran Hotel todavía recuerdan las farras de los especialistas, tirándose desde un balcón del primer piso y desollándose el hocico contra las teselas de la piscina. Una época de puta madre.

José Novo, también conocido como Pepe Fonda, se gana la vida como actor y doble en Fort Bravo, y dice ser el hijo ilegítimo de Henry Fonda. 
Hoy los especialistas viven entre dos aguas. Cuando se calzan el sombrero y la cartuchera se olvidan de todo y se abstraen al mundo del juego infantil, pero pronto la realidad les sacude pidiendo pasta. Pepe vive en Tabernas. Hace 25 años entró de guarda en el Fort Bravo y hoy va y viene como actor especialista en los espectáculos para turistas. A nuestra cita llega con una carpeta de mil páginas, su book, tres tercios de capturas pixeladas de Hasta que llegó su hora y un después con recortes de prensa sobre la exclusiva que lanzó hace unos años.
“Con 13 ó 14 años, mi madre me dijo que nos íbamos al cine de verano a ver una del oeste, que allí por fin conocería a mi padre. Yo iba mirando a todo el mundo, al que vendía castañas, al acomodador, al de la moto, a todos. La película era Hasta que llegó su hora, y en la escena en que la banda de Henry Fonda llega al rancho y se carga al niño, mi madre señaló la pantalla y me dijo: ‘Ahí lo tienes, ése es tu padre’.”
Los turistas llevaban años denotando el parecido y él decide un día cultivarlo dejándose la barba perezosa, ensayando la mirada de aflicción infinita y aquel alzar una comisura del actor. Lo de las castañas en verano no sé, pero que Pepe tenía ya 6 ó 7 años cuando Hasta que llegó su hora fue concebida, eso es un hecho.
“Bueno, mi madre me contó que Henry Fonda había venido a Almería antes del rodaje, hay ahí un lío muy raro, igual estaba de vacaciones… Fue un aquí te pillo, aquí te mato, una noche de fiesta. Henry Fonda se fue a su país y mi madre tuvo que hacer las maletas y subirse a Barcelona, porque lo de madre soltera estaba aquí muy mal visto.”
De los andaluces se ha dicho siempre que mienten más que hablan, por exageración, encarte o viraje informativo. Son golpes de solano, algo que ocurre en todos los sures, pero Pepe está fuera de sospecha porque es catalán de Figueres, donde vivió hasta los 14 años, y porque es verdad que el Henry Fonda le amanece en los pómulos muchas veces mientras hablamos, un Henry Fonda del extremo oriental de Andalucía que sigue teniendo como prioridad lo de las películas.
“Aquí se pierde mucho cine por culpa de los piques y los malos rollos internos. Los dueños de los poblados se aprovechan de gente que está tirada o enganchada a lo que sea, y les pagan cuatro duros a tíos que están perdidos y te lían unos cacaos que no veas. Yo me he presentado a un casting en un hotel y me he encontrado con el gitano de turno que me ha dicho: ‘Pepe, tú aquí no presentes nada que esto lo llevo yo’. ¡¿Que qué?! Los gitanos son la hostia, como metas a uno de figurante, allí que van cien. Tienen unos trapicheos que no veas, y luego te montan una bronca y apalean al del autocar, que eso ha pasao. No sé cómo se enteran, pero en cuanto hay una producción importante, allí los tienes. Yo he visto a gitanas llenando cestos con los bocadillos del catering. Y luego a la hora de rodar, que si uno tumbao por allí y otro por allá”.
Lo cierto es que Luis Beltrán, jefe de especialistas en La muerte tenía un precio, ya contaba en los años 60 haber sido apuñalado dos veces en el estómago a causa de disputas con los gitanos, pero Diego García apunta mucha leyenda negra al respecto.
“Si hay poco curro es porque lo que se hacía aquí ahora está en Marruecos, en Ouarzazate. Narnia o Gladiator se han hecho allí, donde un tío vale 6 euros al día y hay caballos a patadas. Hace más de diez años que aquello funciona. Aquí antes todo eran facilidades, se clavaba en el artesonado o se arramblaba con una obra de arte para poner lo que quisieran en la película. Para rodar Patton arrancaron la fuente de la catedral y colgaron en la fachada unas pancartas. Ahora eso está catalogado y no se puede ni tocar.”

Diego García se encarga de las armas y las coreografías en el poblado del Fraile, construido como una réplica de El Paso, Texas.
En el desierto de Tabernas, una franja de 280 kilómetros cuadrados que resultó ideal, por clima y paisaje, para el western, todavía pueden encontrarse casquillos semienterrados. La zona la empezó a explotar el productor Michael Carreras, que en los primeros sesenta rodó aquí Tierra brutal, aunque hay quien sostiene que fue Joaquín Romero Marchent con El sabor de la venganza. La explosión llegó con Sergio Leone, que subvirtió códigos y convenciones y dotó a su cine de un extraordinario alcance popular mediante la abstracción formal. Para Leone, que renegaba del término spaghetti western y que en Almería sería conocido como “El castañuelas” por su gesto constante de abrir y cerrar las manos mientras trabajaba, el inventor lícito del género había sido Homero, y en cualquier caso, si los yanquis hacían películas de romanos, ¿por qué no iba un italiano a hacerlas de pistoleros? Por un puñado de dólares la firmó como Bob Robertson, cuando el mercado internacional todavía requería seudónimos anglófilos. De esa película sólo se rodaron aquí algunos planos de segunda unidad; Leone no pisó Almería hasta la segunda película de la trilogía del dólar, La muerte tenía un precio. Antes de esa se habían rodado veintitantos spaghettis, después se harían cientos.
Tonino Valerii, ayudante de Leone, había aprovechado su luna de miel para localizar exteriores en los alrededores de la mina de oro de Rodalquilar, de la que vivían todos los hombres de Los Albaricoques, una pedanía de Níjar de casitas encaladas y hoy apenas 250 habitantes, que en 1965 emulaba el México de 1870. La muerte tenía un precio es prácticamente un álbum de fotos familiares, allí trabajó todo el pueblo, recuerda José Ruiz a sus 81 años.

Indicador de carretera que señala el camino hacia Fort Bravo, el poblado que se construyó para llamar la atención de los productores de El bueno, el feo y el malo.
Manuel Hernández quiere rescatar la memoria histórica de Los Albaricoques, bautizando sus calles con nombres y títulos clásicos del spaghetti western.
“Lo menos éramos cincuenta tíos esperando sentados hasta que los de la peli le decían al alcalde: ¡Joaquín, tráeme las figuras p’acá! Y allá que íbamos tos corriendo. La mina cerró en el 66 y la mayoría de la gente se fue a Cataluña o Alemania a buscar trabajo, pero los que nos quedamos pillamos las películas. Lo de la mina era duro y peligroso, se enfermaba, silicosis, pero no había otra cosa. En un año mi abuela enterró a mi padre, a mi tío Pepe, a mi tío Antonio y al yerno, todos en poco rato. En el año 36 ó 37 se quedaron todas las mujeres viudas, ya nunca más las vimos de blanco. Poca alegría, poca”.
La dinámica de producción era que la figuración hacía cola en el ayuntamiento, cobraba lo suyo y se le repartía el atuendo blanco de mexicano. Económicamente no habrían estado en situación de elegir, pero Leone quiso respetar el luto de aquellas mujeres que en la película aparecen con su negro de diario. Una de ellas era la madre de Manuel Hernández, 52 años y perfil neutro de maestro de pueblo, que hoy se empeña en rescatar la memoria.
“Yo era chiquitillo y hacía cola para cobrar. Decía mi madre que con 6 ó 7 años cobraba más que mi padre en la mina. Recuerdo muy vivamente la escena del reloj [de La muerte tenía un precio]. Yo no sabía ni quién era Clint Eastwood, pero me llamaban mucho la atención los relojes de bolsillo y recuerdo que esa escena la repitieron infinidad de veces. Los recuerdo también disparando a un árbol allí, un algarrobo al que le colgaron manzanas. A mí me gustaba olerlo todo y cuando pararon estuve curioseando y descubrí los dispositivos en las manzanas”.
A día de hoy, Manuel todavía se embosca de forma clandestina por las calles de Los Albaricoques para sembrar unas pitacas o restaurar en las paredes los disparos que en la peli esquivaba “el Manco” [Clint Eastwood]. Manuel es propietario del Hostal Rural Restaurante Alba que, además de su propio vino de mesa con Clint Eastwood en la etiqueta, luce un fresco mural que reproduce, con dejes de art brut, esa escena famosa del reloj, el duelo final entre Eastwood, Lee Van Cleef y Gian Maria Volonté, que se rodó en el decorado natural de la era del pueblo, el ruedo de piedras donde se trillaba el cereal y que Emilia Pinos (80 años) y su marido Francisco Arias (87), también extras en la película, velaron durante el rodaje.
“De eso hace mucho tiempo y estamos ya viejos y tontos”, me explica Emilia. “Íbamos de aquí p’allá y nos iban tirando fotos. Mis chiquillos también estuvieron. Y por la noche mi marido y yo dormíamos ahí en la era, guardando la cocina. De las películas vi unos trozos en la tele, pero lo del ‘Clinsvood’ esto que dices yo no sé lo que es, yo aquí estoy solica y cierro la puerta porque pasan muchos moros”.
Manuel viene impulsando por libre la valorización de la aldea e incluso ha conseguido cambiar los nombres de algunas calles por los de Aguas Calientes (el pueblo de la película), Ennio Morricone, Clint Eastwood, Lee Van Cleef o Sergio Leone. Ahora está en conversaciones  con el ayuntamiento para que la calle de Ecuador se rebautice con el nombre de Tonino Valerii, que también rodó aquí El día de la ira. Al principio los vecinos se resistían porque de un día para otro no sabían cómo pronunciar su calle, pero Manuel, de vez en cuando, les enchufa en su bar un documental sobre la película y así, atendiendo a medias, los lugareños creen haberse visto en la tele y van entendiendo que de algún modo fueron partícipes de algo importante.
“A Clint Eastwood le he escrito tres veces. Dos me las devolvieron porque al parecer no vivía ahí. Luego, con la ayuda de un chico de la radio y mirando en internet, me enteré de otra dirección y le envié otra carta que me tradujeron unos clientes ingleses, y ésa no me la han devuelto. Iba certificada, así que quiero entender que le ha llegado...”

Cementerio de Fort Bravo. Este poblado está hecho unos zorros pero todavía es útil: hace unos años se rodó aquí Blueberry y en breve se filmará un capítulo de Dr. Who.
Fotos de Salvi Danés.

Visto en Vice

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En últimas, en asuntos de religión, creer o no creer no es sólo una decisión racional. La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro sentido, que es casi imposible de desaprender. Si en la infancia y primera juventud se nos inculcan creencias metafísicas o si por el contrario nos enseñan un punto de vista agnóstico, o ateo, llegados a la edad adulta será prácticamente imposible cambiar de posición. Los niños nacen con un programa innato que los lleva a creer, acríticamente, en lo que afirman con convicción sus mayores. Es conveniente que sea así pues qué tal que naciéramos escépticos y ensayáramos a cruzar la calle sin mirar, o a probar el filo de la navaja en la cara para ver si corta de verdad, o a
internarnos en la selva sin compañía. Creer a ciegas lo que le dicen los padres es una cuestión de supervivencia, para cualquier niño, y en eso caben los asuntos de la vida práctica como también las creencias religiosas. No creen en fantasmas o en personas poseídas por el demonio quienes los han visto, sino aquellos a quienes se los hicieron sentir y ver (aunque no los vieran) desde niños.
A veces unas pocas personas, ebrias de racionalidad, al crecer, recapacitan y por algunos años adoptan el punto de vista descreído, aunque hayan sido educados de un modo confesional, pero cualquier fragilidad de la vida, vejez o enfermedad, los vuelve tremendamente susceptibles a buscar el apoyo de la fe, encarnada en alguna potencia espiritual. Sólo quienes estén, desde muy temprano en la vida, expuestos a la semilla de la duda, podrán dudar de una u otra de sus creencias. Con una dificultad adicional para el punto de vista que desconoce la vida espiritual (en el sentido de seres y lugares que sobreviven después de la muerte o que son preexistentes a nuestra propia vida), que consiste en que probablemente, por una cierta agonía existencial del hombre, y por nuestra torturadora y tremenda conciencia de la muerte, el consuelo de otra vida y de tener un alma inmortal, capaz de llegar al Cielo o capaz de trasmigrar, será siempre más atractiva, y dará más cohesión social y sentimiento de hermandad entre personas lejanas, que la fría y desencantada visión en la que se excluye la existencia de lo sobrenatural. Los hombres sentimos una honda pasión natural que nos atrae hacia el misterio, y es una labor dura, y cotidiana, evitar esa trampa y esa tentación permanente de creer en una indemostrable
dimensión metafísica, en el sentido de seres sin principio ni final, que son el origen de todo, y de impalpables sustancias espirituales o almas que sobreviven a la muerte física. Porque si el alma equivale a la mente, o a la inteligencia, es fácil de demostrar (basta un accidente cerebral, o los abismos oscuros del mal de Alzheimer) que el alma, como dijo un filósofo, no sólo no es inmortal, sino que es mucho más mortal que el cuerpo.

Visto en La miel y el cuchillo

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