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HITO STEYERL, artista y profesora de la Art School de Berlín

«Las imágenes, los cuerpos y las luchas forman parte de una misma dinámica»

por Aurelio Castro

«We’re now in November», advierte Hito Steyerl (Munich, 1966) en el que tal vez sea su ensayo audiovisual más conocido, titulado también –en razón de un cierto décalage representacional– como el declinante mes de otoño; lo dice su voz en off, mientras algunos fotogramas de Octubre (S. M. Einsenstein, 1928) discurren en la pantalla: estamos en Noviembre, «cuando la revolución ha acabado y ya sólo circulan sus gestos».
Con todo, lo visible en liza es todavía –o quizá más que nunca– una posibilidad que la obra de la artista alemana trata de refrendar, en detrimento de aquella épica vencida, sobreviviente ahora como mero fantasma gestual e icónico. Junto a November (2004), La Virreina – Centre de la Imatge exhibía entre el 12 y 13 de mayo sus otros vídeos a contrapelo: After the Crash (2009), Lovely Andrea (2007), Journal No.1 (2007), Universal Embassy (2004), Mini-Europe (2004), The Empty Centre (1998) y Babenhausen 1997 (1997). Si hubiera un denominador común a todos ellos, sería acaso el de pensar a través de imágenes, pensando la imagen misma; reteniendo lo que en ella «relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad», tal como había prescrito Walter Benjamin en su V tesis sobre el concepto de historia. A este punto, la mayoría de las piezas han germinado a partir de desperdicios visuales, a menudo inscritos –como los de Lovely Andrea o November– en parcelas autobiográficas de antaño. Mediante el vídeo, Steyerl deviene –empezando consigo misma– una pujante trapera; «las fuerzas, deseos y afectos que se han sedimentado en una imagen al producirse son, a día de hoy, el nivel que más me interesa», reconoce.
No obstante, las proyecciones ocuparon sólo una parte del programa que La Virreina dedicaba en mayo a la profesora de la Art School de Berlín. La institución catalana, que tiene previsto además reunir en un único volumen su heterogénea y algo dispersa producción escrita, aprovechaba con creces la breve estancia de Steyerl en Barcelona: al término de la primera jornada, la artista extendía en una conferencia, y durante el espléndido coloquio que suscitó a continuación, la indócil pregunta que articula también uno de sus textos más recientes: ¿Es el museo una fábrica?; y, a la mañana siguiente, organizaba el seminario WorkPunkArtSchool, en el que cada participante podía mostrar y discutir tentativas audiovisuales propias, acabadas o todavía en curso, ante el resto de los asistentes. Esta segunda actividad vino en parte a prolongar, deslocalizándolo, el proyecto temporal que se ha tramado entorno a la escuela da arte en la que enseña. A propósito de La estética de la resistencia (Hiru, 2003) de Peter Weiss, un grupo de información y lectura se propondría trazar allí una memoria de las luchas –estéticas y políticas– acontecidas a lo largo de los años.
Ante una agenda así de ceñida, la entrevista tuvo que arañar su tiempo de donde apenas quedaba, en el taxi hacia el aeropuerto. Buena parte del cuestionario –pese a la generosidad de Hito Steyerl, algo fatigada a esas alturas– se quedó por el camino. Pero difícilmente alcanzaría un día entero, tampoco, si hemos de hacerle preguntas a quien, como es el caso, sostiene su trabajo artístico en un modo tan fértil de realizarlas.
Señala que, en lo que respecta al vínculo entre imágenes y política, «estamos ahora en Noviembre»...
Bueno, estábamos en Noviembre en 2004, pero de acuerdo.
En todo caso, después de Octubre, ¿hemos sustituido la potencia de la lucha política por la de las imágenes y prácticas estéticas? En ¿Es el museo una fábrica? cita La hora de los hornos (Fernando Solanas, 1968) como paradigma del cine político que era proyectado en las fábricas por aquel entonces. Pero ese u otros filmes entraron allí porque una lucha obrera, bastante dilatada, los había precedido.
No habría una oposición tan clara entre lucha política e imágenes; estas son todavía, con toda probabilidad, parte de aquella. Incluso en la época de La hora de los hornos, las imágenes constituían una parte importante de la lucha. Es cierto que en la actualidad esa correlación se ha intensificado mucho, debido a que también el mainstream y las políticas dominantes de la imagen, en cuanto a su dimensión afectiva, se han vuelto tanto más poderosas. Ya nadie puede decir, «aquí está la política real y allí la imagen»; una y otra están completamente anudadas. Entiendo lo que quieres decir, que una imagen no supone por sí misma un movimiento político. Ahora bien, no creo que ese sea necesariamente el caso; piensa en todas las recientes ocupaciones de fábricas o universidades. Y, por otra parte, las luchas políticas y las imágenes podrían desconectarse en ese sentido más tradicional que indicas. En mi opinión, las nuevas luchas no se han de representar ineludiblemente a partir de imágenes; no están representadas, o representan, o estarían incluidas en una política de la representación determinada, de modo que tampoco les tiene que corresponder una imagen “natural” o “realista” que, por así decirlo, proceda a sustituirlas de algún modo. Dicho lo cual, luchar con la imagen, o aprender a luchar con imágenes, e imaginar actos de creación y destrucción visual, es un camino al que todavía le resta porvenir político.
«Ce n’est pas une image juste, mais juste une image». Instituida por Godard y el Grupo Dziga Vertov, fue una idea crucial para buena parte del cine político de los años 70. Entre esa imagen reflexiva sobre lo que es y puede, y la agencia transformadora que muchas veces se le otorga, ¿no habría una contradicción?
Pero tratemos mejor de pensar más allá de esa oposición. Nuestra realidad ya está constituida por imágenes. Así que la pregunta es: ¿cómo implicar políticamente a las imágenes? ¿Podemos pensar en imágenes en liza, en vez de en imágenes de personas que luchan? Porque de la otra manera, permanecemos en esta suerte de dicotomía según la cual habría políticas y cuerpos reales, y justamente imágenes, apariencias o espectáculo. Y no creo que eso sea demasiado productivo. Las imágenes, los cuerpos y las luchas forman parte de una misma dinámica.
¿Irían de la mano?
Eso es.
En su texto El imperio de los sentidos constata una crisis de la representación, política a la vez que estética. Sin embargo, se diría que nos hemos desprendido más fácilmente del marco de la primera –cuando menos, en el pensamiento anticapitalista contemporáneo– que de las exigencias de la segunda. Alain Badiou, Judith Butler o Toni Negri, por citar tres referentes teóricos bastante alejados entre sí, piensan siempre la política en el afuera de la representación. En cambio, los dilemas entorno a la imagen parecen permanentemente incrustados en un régimen representativo, que haría del distanciamiento poco menos que una norma.
Habría dos perspectivas cruciales frente a las imágenes. Una es representacional y se refiere al contenido y a cómo lo muestra; en suma, a si da o no cuenta de la realidad. Mientras que la segunda sería su realidad en sí; por ejemplo, la de una imagen electrónica se compone de energía y cristales líquidos, o de un archivo jpg o avi, o del rastro de una grabación. Ha sido fabricada en un cierto modo de producción, lo cual no concierne tanto al orden de la representación, como al material. El reconocimiento de esa parte sigue siendo muy importante. No basta con que el contenido nos hipnotice y nuestra atención se dirija por completo hacia él, siendo la otra orilla negada.
¿Es necesario seguir fortaleciendo la dialéctica entre idea y materia?
Una imagen puede representar lo que sea: flores, o un asesinato, o una guerra civil; cualquier cosa. Pero consta también de esa otra capa, que condensa todas las fuerzas, deseos y afectos que se habían sedimentado al producirla. Es como un nodo de energía. Y se trata para mí ahora, en cierto sentido, del nivel más interesante. ¿Como podemos intervenir en las energías que una imagen, en cuanto tal, congela? Es una vieja idea de Walter Benjamin: la imagen dialéctica, que condensa tensiones mediante un flash. Pues bien, ¿cómo podríamos descongelar aquellas tensiones que la imagen había condensado en sí? ¿Cómo podemos hacer regresar la dinámica que la alumbró?
Otro de sus escritos, El lenguaje de las cosas, retoma esa tarea benjaminiana de desciframiento. También introduce, al respecto, la correlación entre saber y poder que según Michel Foucault se cierne sobre lo visible. No obstante, existiría entre ambos pensadores una cierta antinomia...
Absolutamente.
...porque si para Foucault son las palabras las que determinan el sentido de las cosas, la tentativa de Benjamin parece justamente la inversa.
Estoy de acuerdo en que hay una contradicción profunda entre ambos, pero pienso también, otra vez, que el propio lenguaje consta de esos dos aspectos que cada uno examina. Puedes mirar desde el punto de vista del lenguaje de las cosas, como haría Benjamin, y retornar a Foucault a propósito del lenguaje humano. Digamos que se trata, por una parte, de la captura del lenguaje de las cosas, y por la otra, de qué clase de congelaciones y significados estereotipados existen, armando así entre ellos una jerarquía.
¿Tendríamos que pensar, antes que “saber”, la imagen de las cosas?
En efecto. Y yo no diría que las cosas son incapaces de pensar. De hecho, son bastante mejores haciéndolo que algunos humanos. Nuestro lenguaje puede y suele desechar el intelecto, volviéndose –y de qué manera– completamente estúpido (risas).
Si bien simbólico, el valor de uso de Journal No.1 y Normality 1-9 frente algo que falta –el primer noticiario bosnio– o ha sido dañado –un cementerio judío o una estatua en memoria de un asesinato neonazi–, ¿es el de un monumento que aspira a ser más duradero que los anteriores?
No estoy segura de recordarla correctamente, pero consistiría en la diferencia que establece Foucault entre documento y monumento. ¿La recuerdas? Tal como yo lo hago e interpreto ahora, él venía a decir que los documentos mantienen siempre una relación complicada con la realidad; un documento alberga siempre un nivel de incertidumbre. Mientras que el monumento es la configuración de documentos. Si tienes documentos en papel, podrías construirte una suerte de “estatua” con ellos, la cual ya no se preocupará por la relación exacta de cada uno con la realidad: ella misma se encarga de construir una realidad de suyo. Quizás estos dos vídeos cumplan, en ese sentido, la función de monumentos. No lo serían, ciertamente, en su acepción más común, puesto que me opongo del todo a la idea del monumento que conmemora algo, pero sí por cuenta de esa nueva configuración documental, que crea a su vez una nueva realidad. En el caso de Journal No.1, desde luego: parte de un filme perdido y entonces, en el proceso de averiguar como el primer Journal No.1 ha sido destruido, va construyendo un segundo Journal No.1.
Digo “monumento”, no porque se ajuste a lo que dado y exprese un recuerdo de manera consensual sino, al contrario, porque su valor de uso permite discrepar de la realidad. Porque incorpora en ella el suplemento de una ficción. Precisamente, en una nota al pie de La verdad deshecha. Productivismo y factografía, se refiere a un texto de Jacques Rancière sobre Le Tombeau d’Alexandre (Chris Marker, 1993), y discute su empleo del término “ficción documental”, que a su juicio acarrearía una mayor “confusión”. Sin embargo, parece confrontarse con lo mismo que usted conceptualiza, en otra parte, como “documentalismo”.
Probablemente. No me opongo tanto a lo que Rancière dice, como al trasfondo del debate sobre las películas documentales. Sé que si tú empiezas a hablar otra vez de la ficción como opuesta al documental, o en relación al documento, eso resonará con décadas de debates bastante terribles. Así que querría dejarlos estar, no removerlos ni una pizca (risas). Durante mucho tiempo, esa fue la definición más estúpida de documental; la que decía que no es ficción, o que es no-ficción, o lo que sea... en ese sentido, siempre que alguien empieza a hablar sobre ficción en relación al documento, tengo como una especie de reacción alérgica (risas). Pero claro que me doy cuenta de que Rancière quiere decir algo más. Simplemente, estaba pensando que surgiría una confusión improductiva con ello, porque todo el mundo te preguntaría que quieres decir con “ficción”, y después alguna otra cosa más, y otra...
Universal Embassy mostraría no obstante una “ficción” política en ese sentido rancieriano: un grupo de inmigrantes sin papeles ocupan la embajada somalí en Bélgica, tras el desmoronamiento del estado africano. Proporcionar lugares en los que estar, o dispositivos para que cada cual se exprese, como ambicionan muchas instituciones de arte contemporáneo, ¿no es una manera de suprimir la posibilidad de tomarlos?
Prefiero que los protagonistas de Universal Embassy hablen, al respecto, por sí mismos. Pero, indudablemente, los espacios que son apropiados a partir de una lucha gozan de un significado muy diferente a aquellos ofrecidos bajo la promesa de valor, y que implican a menudo una cooptación. Eso acostumbra a ser parte del paquete. Por otra parte, incluso en los museos hay espacios por los que la gente ha tenido que luchar. Cuando pienso en grupos de arte feministas, como Guerrilla Girls en los años 80, que habrían luchado tanto nada más que para crear la conciencia de que los museos estaban constituidos por espacios dominados por hombres blancos...
¿Es importante aún, para la lucha política, ganar espacios culturales?
Creo que una cuestión más importante es como usarlos.
Ha escrito en varias ocasiones sobre el testimonio de los subalternos. A veces la tarea de “dar voz a los que no la tienen” parece condenada a la corrección de una desigualdad infinita. ¿La idea de subalternidad produce, en última instancia, más subalternidad?
No estoy de acuerdo. Que hay subalternidad es para mí un hecho. Y también, que se ha gastado demasiado tiempo tratando de luchar en vez del subalterno, lo cual no resulta muy productivo. Es muy simple: la gente tiene que empezar a luchar desde el lugar en el que se encuentra; no pueden hacerlo en el lugar de nadie más. Se trata, antes que nada, de identificar las condiciones en las que me encuentro y hallar puntos de partida para luchar desde esas mismas condiciones, no desde las de otra persona.
En su conferencia de ayer discriminaba dos tipos de espectadores: el de la masa, inserto en el dispositivo tradicional del cine, y el de la multitud, librado a las instalaciones museísticas, que ha de atender también a una mayor cantidad de focos audiovisuales. Entre la subjetividad observadora de cada uno, ¿no habría más complementariedad que oposición?
No son tan diferentes, claro. El espectador móvil está ya al principio de la modernidad, no cabe duda. Podrías incluso mencionar al flâneur. Y otro recurso de este régimen espectatorial saldría de la inmersión de las tropas en el desastre, durante la I Guerra mundial. Pero ni los flâneurs ni los soldados están, en el sentido más estricto del término, trabajando. A lo mejor el flâneur se encuentra delante del escaparate, y los soldados matando o muriendo, pero ninguno de ellos trabajarían. Bueno, en parte sí, pero esto no se hizo aparente hasta mucho más tarde. Mientras que, en la actualidad, esas dos formas móviles de espectatoriedad son reclutadas bajo una producción diaria y regular. Como también, delante de los ordenadores, se alienta una economía de la atención similar a la que pone en marcha en las instalaciones. Quizás, en la sala de cine, el trabajo de las personas pasaba por atender a una sola cosa a la vez, hasta que el siguiente plano llegaba. Era como en una cinta transportadora. No requería atender a cinco piezas al mismo tiempo, como sucede ahora ante la multipantalla de una instalación.
Por eso mismo, tal vez la experiencia del espectador “clásico” de cine sea en cierta medida más libre.
Al menos eres libre para quedarte dormido. De la otra manera, todo reclama tu atención. Ni aún exhausto podrías dormirte en una instalación. Las imágenes y sonidos no van a dejarte solo ni un instante.
¿Es una tarea política el conservar, o acaso producir, esa reserva de atención?
No he querido decir en ningún momento que la multitud sea mejor que la masa; simplemente, es diferente. En muchos sentidos, hasta es peor, porque a la multitud es muy difícil organizarla, al encontrarse tan dispersa y fragmentada. La masa estaba contenida en factorías y cines, y podía organizarse mejor. Había un montón de ventajas en su gramática. El espectador de la multitud no es necesariamente mejor que el otro, aunque sí sea, a buen seguro, más contemporáneo.

Visto en Lumiére

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JK

Loathing an item of food, a piece of filth, waste, or dung. The spasms and vomiting that protect me. The repugnance, the retching that thrusts me to the side and turns me away from defilement, sewage, and muck. The shame of comprimise, of being in the middle of treachery. The fascinated start that leads me toward and separates me from them.
 Julia Kristeva, Powers of Horror: An Essay on Abjection

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AM

El cine encuentra a la filosofía

Avatares del encuentro

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“A las cosas que son causa accidental de esperanza o miedo, se las llama buenos o malos presagios. Además, en la medida en que estos mismos presagios son causa de esperanza o miedo, también lo son de alegría o tristeza y, por consiguiente, los amamos o los odiamos, y nos esforzamos por emplearlos como medios para alcanzar lo que esperamos o en alejarlos como obstáculos o causas de miedo” (1). Spinoza escribe esto en la sección de su Ética dedicada a los afectos. Su invocación de los presagios como detonantes de las acciones encuentra un fascinante eco en el cine contemporáneo. En varios filmes recientes, incluyendo María Antonieta (Marie Antoinette, Sofia Coppola, 2006), Vendredi soir (Claire Denis, 2002) y El Nuevo Mundo (The New World, Terrence Malick, 2005), experimentamos escenas concretas o puntos de inflexión en la historia, a veces pasajes enteros, donde los presagios o los presentimientos –llamémosles emociones, estados de ánimo o atmósferas- importan mucho más que la lógica narrativa tradicional de causa-efecto, estén estos relacionados con los personajes ficticios o sean parte del ambiente que los rodea.
En María Antonieta, por ejemplo, encontramos un idílico interludio -que sucede lejos de la disolución de la corte- en el cual, de repente, el sol brilla, Kirsten Dunst corre a través de las altas hierbas, los perros retozan. No hay nada especial que provoque esta escena, nada que nos conduzca a ella, más allá del cambio de escenario y otro tipo de música en la banda sonora. La escena tampoco tiene una verdadera repercusión en la trama; está suspendida como una isla de sensaciones, flota como un estado de ánimo positivo o una buena vibración. Yes (2004) de Sally Potter ofrece la ambiciosa variante New Age de esto: en un mundo lleno de miseria, contradicciones y negaciones de todos los grados de cultura, nación, género, raza y clase, Potter desplaza, literalmente, el cielo y la tierra para llegar a un desenlace optimista. Lo que, de manera improbable y poco convincente para algunos espectadores, nos conduce hasta el cierre del filme es el levantamiento de las olas del océano, una grácil danza del movimiento, una repentina delicadeza de la  luz y el aire, la levedad del ser. Si describo esto como algo New Age es porque refleja una cierta política del estado de ánimo contemporánea: si puedes arreglártelas para sentirte bien contigo mismo, si puedes alinear tus energías y tus estados interiores, entonces el mundo externo imitará ese camino hacia la paz y la armonía.
Pero suspendamos por un momento todo juicio preventivo sobre la política del estado de ánimo para tratar de entender en profundidad el funcionamiento de este fascinante fenómeno cultural. He mencionado que la resolución de Yes es, para algunos, improbable y poco convincente –a los comentaristas de cine les encanta hablar sobre si el filme se ha ganado su final feliz o trágico- pero puede que todo esto indique solo una limitación, una laguna, en nuestro conocimiento estándar sobre el modo en que las resoluciones narrativas pueden funcionar en las películas. Creo que siempre ha habido dos tradiciones de lógica narrativa en el cine, una masivamente más dominante que la otra. La primera de estas tradiciones, la que conocemos mejor y usamos -naturalmente y de modo reflejo- en la mayoría de nuestros juicios cotidianos sobre un filme demanda que en una historia haya un cierto nivel o proceso de prueba, demostración y persuasión. A través de su progresión dramática o cómica, la película debe convencernos de que ha llegado a una conclusión sensible, creíble –no solo en términos del realismo de los sucesos, sino mucho más profundamente: a nivel de su lógica temática, de su lucha de posicionamientos morales y valores éticos (Match Point [2005] de Woody Allen podría servir como ejemplo práctico de este tipo de lógica narrativa)-.
Pero hay otra lógica en la historia universal del cine, menos apreciada y más subterránea, que tiene poco que ver con las pruebas, la demostración y la persuasión. En esta lógica las cosas suceden y se mueven debido, fundamentalmente, a cambios o giros de los estados anímicos. Estos estados anímicos están creados por el propio filme, con todo el arsenal estilístico de imágenes y sonidos a su disposición, y son proyectados en el espacio o universo ficcional de la película. La psicología de los personajes ya no es lo que motiva o mueve el mundo –la voluntad individual ha dejado de ser la fuerza motriz de la acción narrativa-. Más bien, es ese mundo el que, de una manera intensa, impredecible y siempre cambiante, actúa sobre los personajes y altera sus estados de ánimo, a veces sus mismos destinos. Abocados por completo a esta lógica contagiosa, los personajes aprenden a no confiar en nada más que en sus propias sensaciones: sus caprichos, sus corazonadas, sus inexplicables giros emocionales. Siempre están al acecho de buenos y malos presagios. Por lo tanto, las relaciones entre ellos, sus lazos e interacciones intersubjetivas, se convierten en un puro flujo de interacciones anímicas, instantáneas y efímeras, extáticas como las corrientes de amor o tóxicas como una fijación criminal. Y el ambiente o la naturaleza juegan un papel vital como detonantes de todos estos estados de ánimo: la luz a través de los árboles, los sonidos de la mañana, el calor pegajoso, el día que se desvanece, the bad moon rising… Los filmes llenos de naturaleza que Jean-Luc Godard realizó a partir de los 80, como Nouvelle Vague (1990), son la punta de lanza contemporánea de este cine, intrincado y anti-psicológico, de los estados de ánimo: en un comentario de este filme, el director alemán Harun Farocki escribe que el hombre y la mujer protagonistas solo encuentran su camino juntos una vez “han participado en el desenfreno del verano” (2).
Este cine se está haciendo sentir hoy pero también tiene una historia. Otro de sus periodos pertenece a un extraño desvío de las producciones de Hollywood que tuvo lugar a principios de los 50. Un puñado de filmes, incluyendo Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman, Albert Lewin, 1951) y La condesa descalza (The Barefoot Contessa, Joseph L. Mankiewicz, 1945) –por cierto, ambos protagonizados por Ava Gardner-, se construyen totalmente a sí mismos a partir de sorprendentes arreglos y giros del humor; no es extraño que estos filmes en concreto fuesen adorados por los surrealistas de los 50 por su aspecto anti-literario y por un desarrollo que se asemeja al de los sueños, incluso al de los delirios. Pero también podemos encontrar indicios de esta lógica del humor, en mayor o menor grado, en películas que llegan en el impreciso periodo final del film noir: en psicodramas telegramáticos y elípticos como Una mujer en la playa (The Woman on the Beach, 1947) de Jean Renoir; en improvisaciones de bajísimo presupuesto como Detour (Edgar G. Ulmer, 1945); o en los thrillers sobrios de Otto Preminger como ¿Ángel o diablo? (Fallen Angel, 1945), Vorágine (Whirlpool, 1949), Al borde del peligro (Where the Sidewalk Ends, 1950) y, especialmente, Cara de ángel (Angel Face, 1952), con su temática obsesiva sobre la fascinación, la hipnosis y sus presagios de todo tipo.
Hay, por lo menos, una relación o filiación directa entre este cine contemporáneo de las atmósferas y los estados de ánimo y el de los 50: Nouvelle Vague de Godard es, explícitamente, un remake radical de La condesa descalza, reenfocado para centrarse solamente en la relación entre la condesa Torlato-Favrini y su ejército de criados. No es difícil ver porque el filme de Mankiewicz (protagonizado también por Humphrey Bogart) se las ha arreglado para mantener su hipnótico embrujo sobre Godard durante más de cincuenta años: una obra construida sobre estados de ánimo, extraordinariamente suspendidos y atenuados,  que presume de una trama en la que cada cambio decisivo es producido por un sentimiento, impulsivo pero absolutamente certero, de atracción o disgusto (“Odio estar rodeada de gente enferma”, anuncia Ava Gardner en cierto momento); un filme donde los personajes siguen, incondicionalmente, la pista de un presentimiento o “sexto sentido” (entonando siempre: “lo que tenga que ser, será”) y en el que la gran maquinaria mítica del estrellato de Hollywood (puesto que la Condesa es también una famosa estrella de cine) está explicada, con gran seriedad, como una cuestión de puro aura, de un público que ama y abraza instantáneamente lo que se sabe que es verdaderamente especial, pese a la inherente vulgaridad y estupidez del sistema de estudios y sus productores corruptos.
Hay un pasaje concreto, una atmósfera concreta en La condesa descalza, que solo puede apreciarse por completo si uno está viendo el filme en una gran pantalla, inmerso en la oscuridad. Tiene lugar alrededor del minuto 80 (comienzo del capítulo 12, que lleva el maravilloso título de “They Meet Again”, en el DVD de la MGM) y concierne al encuentro entre la Condesa y el Conde, su futuro marido (interpretado por Rossano Brazzi). Mankiewicz extiende este exquisito pasaje durante diez minutos, en tres elaboradas escenas que nos llevan del día a la noche. En la primera escena Ava, sin decir nada a nadie, se ha marchado a un campo a bailar con los gitanos y, en medio de su trance coreográfico, ve que el Conde (quien, por accidente, ha interrumpido su viaje cerca de este lugar) está observándola en ese momento tan privado; no cruzan una sola palabra y él no tiene idea de quién es ella en el mundo del espectáculo. En la segunda escena, en el casino de la Riviera, Ava, ahora interpretando su papel público y social como compañera de un multimillonario grosero, se sorprende al ver que el Conde aparece, de nuevo, ante ella, como por arte de magia. Entonces la protagonista rompe con el multimillonario -sumido en uno de sus delirios petulantes- simplemente tomando la mano de ese atractivo extraño que aparece tras el otro hombre para tocar su hombro y propinarle un bofetón. (A decir verdad, si uno empieza la cuenta atrás de esta secuencia con el primer y enigmático atisbo de ese bofetón -filmado desde un ángulo de cámara distinto, perteneciente a otro flashback-, el encuentro completo se alarga durante catorce minutos). Ellos se marchan de la fiesta juntos y, de hecho, en ese mismo momento, Ava deja atrás la vida que llevaba pese a que tampoco tiene idea de quién es, en realidad, este caballero entre los caballeros (este tipo de acción repentina, que altera totalmente una vida, sucede en varias ocasiones durante el filme). La tercera escena ocurre fuera de la fiesta, en el coche del Conde donde ambos discuten el extraño destino que los ha unido al instante, sin preguntas, solo a partir de presentimientos y gestos impulsivos. “¿Qué estás haciendo aquí además de haber venido a por mí?”, pregunta ella. “No hay otra razón”, responde él.  “¿Cuándo supiste que habías venido a por mí?”. “Tú también lo supiste”, contesta él. “Lo supiste tan bien como yo”.
En La condesa descalza este evento es más que una emoción, una atmósfera o un simple cruce de trayectorias. Es, en el más cargado de los sentidos, un encuentro –un cruce azaroso que altera dos vidas, que las une para siempre en un destino compartido, a mood for love-. El cine de los estados de ánimo y las emociones está inextricablemente ligado a la mitología del encuentro. Esta mitología recorre todo el espectro de los clichés de la cultura pop, del “amor a primera vista” o “el cruce de miradas” y esas almas gemelas “hechas la una para la otra”, a la novela surrealista de André Breton Nadja (1928) o a la canción de Nick Cave “Are You the One That I’ve Been Waiting For”. Uno de los textos modernos que afirman más rotundamente la filosofía surrealista del encuentro es La llama doble (1993), una meditación sobre el amor y el erotismo escrita por el gran poeta mejicano Octavio Paz a los 80 años de edad. Paz sostiene: “Predestinación y elección, los poderes objetivos y los subjetivos, el destino y la libertad, se cruzan en el amor. El territorio del amor es un espacio imantado por el encuentro de dos personas” (3). Paz podría haber estado describiendo aquí el pasaje de La condesa descalza que acabo de evocar. De hecho, la emoción y el encuentro van tan bien juntos en el cine porque, en sus coordenadas líricas y poéticas, la quintaesencia del encuentro es  profundamente cinematográfica. Mientras Paz habla de un espacio imantado por el encuentro, el joven Walter Benjamin, en su ensayo La metafísica de la juventud (1914), describe un encuentro con un extraño en medio de un baile y pregunta: “¿Cuándo alcanzó la noche a la claridad y se volvió radiante sino aquí? ¿Cuándo fue vencido el tiempo? ¿Quién sabe a quién conoceremos a esta hora?” (4).  Espacio imantado y tiempo vencido: la fórmula perfecta para el cine.
Otro episodio en la historia del cine de los estados de ánimo y del encuentro: Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006) de Alain Resnais, un filme con múltiples personajes y una trama de trayectorias entrelazadas, filmado por completo en un paisaje urbano nevado que fue construido y estilizado en un estudio. Resnais describe del siguiente modo el tema de su filme: “Nuestros destinos, nuestras vidas, siempre están guiadas, nuestro destino puede depender de una persona a la que nunca hemos conocido” (5). Cuarenta y tres años antes de esta declaración, el crítico surrealista Robert Benayoun reflexionaba sobre las obras maestras realizadas por Resnais a finales de los años 50 y principios de los 60 -Hiroshima mon amour (1959), El año pasado en Marienbad  (L’année dernière à Marienbad, 1961) y Muriel (1963)- y concluía que Resnais ya se había convertido en el poeta triste de un sueño perdido, explorando lo que Benayoun llamó los “avatares del encuentro”. Benayoun escribió: “Siempre tendemos hacia ese milagro perdido, esa Sierra Madre que es la identificación mágica, la fusión de dos seres en una dominación del tiempo repentina y compartida. (…) [El encuentro en] Muriel permanece furtivo, incumplido, desfasado. La iluminación capital permanece ausente (…) Ya no nos encontramos en el tiempo en que los surrealistas exorcizaban la noche, requerían al ser amado y convocaban al destino. Muriel es algo así como el negativo del encuentro (…) más bien el naufragio de la concomitancia, la pérdida de los polos magnéticos de la pasión” (6).
¿Acaso nos hemos alejado demasiado de Spinoza en este recorrido por los estados de ánimo y los encuentros? No si volvemos a él vía Gilles Deleuze. En su seminario sobre Spinoza de 1978 Deleuze se explaya en una palabra que, como él mismo confiesa,  solo aparece escrita una vez en la Ética de Spinoza: occursus, o encuentro (7). Lo que Deleuze valora en Spinoza es el vasto terreno de afectos que traza, relaciones vistas como colisiones intensivas, relaciones anímicas en el sentido en que yo estoy usando esta palabra, relaciones que no se centran en la psicología o la voluntad individual. El cineasta Philippe Grandrieux ha declarado: “Mi sueño es crear un filme completamente ‘spinoza-ista’, construido sobre categorías éticas: ira, alegría, orgullo… y esencialmente cada una de estas categorías sería un bloque puro de sensaciones, que pasarían de la una a la otra con enorme brusquedad. El filme sería, por lo tanto, una vibración constante de emociones y afectos, y todo eso nos reuniría, nos reinscribiría en el material del que estamos formados” (8). Cuando Deleuze retoma el ejemplo ilustrativo de Spinoza sobre los afectos en acción –dos conocidos que se topan en la calle- lo expande para convertirlo en un encuentro totalmente desarrollado. Escuchemos el lenguaje de las sensaciones y las imágenes que Deleuze usa aquí: “Camino por una calle donde conozco a gente, digo: ‘Buenos días Pierre’, y después giro y digo: ‘Buenos días Paul’. O bien las cosas cambian: miro el sol y, poco a poco, el sol desaparece y me encuentro en la oscuridad de la noche; son, entonces, una serie de sucesiones, de coexistencias de ideas, de  sucesiones de ideas.” Terrence Malick hubiese apreciado esta escenografía: la desaparición del sol o la oscuridad de la noche –Pierre o Paul- como una sucesión de ideas. Deleuze vuelve a otro momento de la historia de estos dos hombres que se encuentran: “Camino por la calle, veo a Pierre que no me agrada, y esto es así en función de la constitución de su cuerpo y de su alma y de la constitución de mi cuerpo y de mi alma”. La lección de esta historia, según Deleuze, es la siguiente: “En tanto tenga ideas-afecciones, vivo al azar de los encuentros”.
El sentido del encuentro para Deleuze, el valor que le confiere, tiene bastante en común con Breton y los surrealistas. No estoy hablando aquí de encuentros mundanos, banales, de esos que Spinoza describe como meramente ‘contingentes’. Al fin y al cabo, tenemos docenas de encuentros de ese tipo cada día, y estos no cambian necesariamente nuestras vidas o nuestros destinos, en ese modo dirigido, bendito o maldito, descrito por Resnais. Spinoza escribe: “El afecto relacionado con una cosa que no existe en el presente pero imaginamos como posible es más violento, en igualdad de circunstancias, que el relacionado con una cosa contingente” (9). Tanto la posibilidad como la violencia son positivas para Deleuze.
En realidad, Deleuze da mucha más importancia al occursus que Spinoza. Para Deleuze, el encuentro con Pierre y Paul es potencialmente tan dramático, tan trascendental, como el del conde y la condesa Torlato-Favrini en el filme de Mankiewicz. El encuentro deleuziano es, en gran medida, una especie de tabula rasa. Es un encuentro con la absoluta otredad, con la alteridad de alguien o algo. Antes de él no existe nada, nadie: todo se crea en ese instante. “Los encuentros intensivos”, tal como apunta Mogens Laerke, son “constitutivos de las dinámicas de Ser” (10); y para Robert Sinnerbrink, toda la empresa filosófica de Deleuze se emplaza bajo el signo de un “encuentro violento entre fuerzas heterogéneas” (11). Por lo tanto el encuentro azaroso deleuziano está totalmente abierto al futuro, a transformarse –y, en ese sentido, puede ser cuidadosamente comparado con el evento tal y como Alain Badiou teoriza ese término, también en referencia a Spinoza: “El amor es un evento en forma de encuentro” (12)-. Hablando de Breton más que de Deleuze, Maurice Blanchot resume esta clase de encuentro como una afirmación del poder de “interrupción,  intervalo, detención, o apertura” (13).
Hay una cierta tendencia del cine moderno, una tendencia a menudo muy excitante, que se apoya, conscientemente o no, en el encuentro tal y como Deleuze (y Breton) lo sienten. En su libro Le Cinéma et la mise en scène (2006), Jacques Aumont habla de un estilo o forma contemporánea que asociamos con los hermanos Dardenne o con los filmes Dogma. En ella, a partir de la toma larga, la cámara en mano y la puesta en escena abierta, “los filmes pueden integrar fácilmente la idea del encuentro, del descubrimiento, del accidente, del azar” (14). Aumont rastrea el origen de este estilo en la Nouvelle Vague de principios de los 60, pero en realidad su padre es el visionario director etnográfico Jean Rouch -que cuando juntó documental y ficción tenía en mente, precisamente, este propósito surrealista: lo que Benayoun llamó el momento de “iluminación capital” dentro de “el espacio imantado” del encuentro de Paz-. En el cine americano reciente, uno de los ejemplos más sorprendentes (y divertidos) de esto es la película de James Toback When Will I Be Loved (2004), en la que Neve Campbell, en tomas fluidas y sin cortes, se topa constantemente con extraños en la calle e intenta ligar con ellos, mientras mantiene solemnes discusiones con su gurú, un ex-intelectual de la contracultura interpretado por el propio Toback.
Pero en el cine hay muchas sombras del encuentro, tantas como en la vida o la filosofía. De hecho, es posible elaborar una completa tipología de encuentros cinematográficos. Por ahora, he descrito solo el encuentro clásico, ideal, sublime. Pero también tenemos el encuentro que no llega a suceder (imaginado y eternamente lamentado), el encuentro indirecto (que, en el ritmo de la vida cotidiana, tarda un tiempo en arder), el encuentro fantasmal (mala suerte si te enamoras de un fantasma), el encuentro forzado (el reino del thriller con sus acosadores y cazadores sexuales) y, sobre todo, el mal encuentro. Los encuentros sublimes pueden convertirse con frecuencia en malos encuentros, ese es el caso de La condesa descalza, o de un filme contemporáneo como Twentynine Palms (Bruno Dumont, 2003). ¿Qué convierte a un buen encuentro en un mal encuentro? Un desajuste de personalidades o energías o estados intensos que, en primera instancia, se enmascara a sí mismo para insistir, después, catastróficamente. Blanchot reflexionó profundamente sobre esto en La conversación infinita (1969): en el corazón de cada encuentro sublime, sugirió él, hay un malentendido, un no-alineamiento, una no-coincidencia –“el malentendido es la esencia, [incluso] el principio del encuentro” (15)-. Y también una cualidad (a veces de efectos fatales) de autoconciencia: Blanchot habla del encuentro con el propio encuentro, el doble encuentro (16). Una forma de esto es el encuentro deseado o querido, un encuentro que, desde el primer momento, está cargado con demasiadas expectativas y proyección de la fantasía: esto es lo que sucede en la inolvidable canción de Nick Cave que he mencionado anteriormente, en la cual aquélla a la que él está esperando tiene, todavía, que materializarse; y también, más trágicamente, en Vértigo (Vertigo, 1958) de Alfred Hitchcock.
Siguiendo con este tema, la violencia y el exceso de afecto con las que se presenta el encuentro convocan una forma narrativa y cinematográfica particularmente problemática: el encuentro buscado, perseguido y, a menudo, explícitamente amañado. Octavio Paz habló del cruce entre la predestinación y la elección en el amor; pero, en realidad, este es un cruce difícil de imaginar. Incluso en la mitología popular, aquella parte de predestinación asociada a todo encuentro sublime (“Nos acabamos de encontrar pero parece como si nos conociésemos de toda la vida”) (17) nos confronta con un complejo problema ontológico: si, mágica o místicamente, el terreno para este encuentro ya ha sido preparado, si ha sido diseñado por adelantado, ¿cómo puede tratarse entonces de un encuentro azaroso, de una combustión espontánea, de la creación surgida del vacío de una tabula rasa? El cine de las atmósferas y los estados de ánimo se ha preocupado a menudo por esta paradójica constelación. En Cara de ángel, de Otto Preminger, todo comienza con la escena, maravillosamente filmada, de un encuentro: el conductor de ambulancias Robert Mitchum, vacilando y cambiando de dirección mientras baja la escalera de la mansión a la que le han llamado para atender un misterioso caso de asfixia por gas, ve a Jean Simmos, sola en una habitación, tocando el piano. Es un evento breve (apenas dos minutos) pero de gran densidad dramática: él es ‘llamado’, como por un canto de sirena, hechizado por el sonido y, luego, por la visión de ella al piano; la mujer se pone a llorar histéricamente; él la abofetea para hacerla volver en sí; ella se pone firme y le abofetea a él –una de las más grandes voleas cinematográficas, en forma de plano-contraplano, que transmite toda la violencia del corte-; entonces ella se ablanda y comienza el diálogo entre ambos. 
La narrativa de este filme gira –como muchas otras narrativas- sobre el “si” condicional articulado por los personajes: “¿Qué hubiera pasado si esa llamada no se hubiese producido?”, pregunta que pone a Mitchum en el camino de ese encuentro tortuoso y finalmente mortal. Sin embargo, en un momento clave, esta especulación es respondida con otra observación: “Pero había dos hombres en las escaleras esa noche”. Uno fue arrastrado hacia ese encuentro, el otro no. Diane, la mujer del piano, es, por supuesto, una variación de la heroína del film noir: tal y como comprenderemos en el transcurso de los acontecimientos, ella es el cebo, la araña, el depredador, la cazadora mitológica. Es más, todo lo que le vemos hacer en el filme está perseguido y ensombrecido por lo que no le vemos hacer: y eso despierta, en cada momento, la cuestión de cuánto ensaya sus acciones y apariciones por adelantado, incluyendo la primera de ellas, frente al piano, que parece accidental o azarosa. (Preminger solo nos revela su presencia en la casa en ese momento, pero, en retrospectiva, vamos a preguntarnos dónde estaba, lo que vio y lo que hizo antes de que su canto de sirena nos anunciara su aparición). El encuentro, por lo tanto, está doblado por su prefabricación, por su manipulación, como en los thrillers laberínticos de Fritz Lang y Brian De Palma. Y aquí, el encuentro supuestamente romántico y sublime es ya inestable y perverso: ella le devuelve el bofetón, y él bromea diciendo que no es así como funciona según su manual. Los problemas, la inquietud, el desasosiego ya han sido codificados en el ADN de este evento inaugural y primordial. (Esto también es así en La condesa descalza).
En el salto que nos lleva del cine de los 50 al de hoy, somos testigos de un fascinante vaciamiento del evento del encuentro: en un filme como el biopic surrealista de Raúl Ruiz Klimt (2006), el encuentro del artista (John Malkovich como Gustav Klimt) con su Musa (Saffron Burrows como Lea de Castro) es algo que parece suceder múltiples veces, pero al mismo tiempo nunca parece llegar a suceder: la mujer es siempre una aparición, una sombra, una silueta; también es, literalmente, un ser múltiple, distribuido en distintos cuerpos; además, una siniestra figura entre bastidores presume de ‘recopilar’ y depositar cuidadosamente, en escenas preparadas con anterioridad, todas las versiones disponibles de ella. La primera vez que Klimt ve a esa mujer que llegará a significar tanto en su mente y en su arte ni siquiera es en persona, sino en una pantalla de cine ¡en una de las primeras proyecciones de Georges Méliès! Ya no se trata de la típica femme fatale con sus intenciones ocultas, esta figura femenina lo es todo al mismo tiempo: un fantasma metafísico, una fantasía personalizada y una artimaña conjurada por los otros. Curiosamente, Ruiz declaró que Spinoza es el filósofo más pertinente para la exploración (práctica y teórica) del cine.
Voy a terminar haciendo referencia a un reportaje. A finales del 2006, un periódico del Reino Unido dedicó toda una página a un texto de opinión sobre un caso de homicidio: una mujer volvía a casa sola por la noche cuando se topó con un extraño que la asesinó. El periodista preguntaba: ¿Era su destino encontrarse con ese hombre que acabaría con su vida esa misma noche, en el lado oscuro de la ciudad? ¿O fue uno de esos cruces azarosos que definen la estructura o el diseño de la realidad en cualquier metrópolis moderna? Me impresionó leer esta extraña pieza porque en ella el reportero estaba, en efecto, evocando o recordando dos tipos distintos de narrativa cinematográfica, ambas muy prevalentes en la cultura y el pensamiento contemporáneos: la historia del destino, de los lazos de predestinación (aquí en su forma negativa, criminal); y la historia de la contingencia, de la inmanencia, del flujo impredecible de la vida y de la sociedad. De hecho, en el cine estos dos modelos de historia dudan de su propia naturaleza y amenazan constantemente con metamorfosearse el uno en el otro: los cuentos de destino divino (como Vértigo o Doble cuerpo [Body Double, Brian De Palma, 1984]) se revelan, con frecuencia, como trampas traicioneras; mientras las historias de azar ciego (como los filmes de Kieslowski, o Crash [Paul Haggis, 2004], Lantana [Ray Lawrence, 2001] y Magnolia [Paul Thomas Anderson, 1999]) suelen torcerse hacia una redención esperanzadora e imposible, hacia una lógica u orden que trae una suerte bendita dentro del desorden enfermo de todo lo demás. Y los dos tipos de historia giran, cada uno a su modo, sobre una atmósfera: en un caso, el aura de la predestinación, del encuentro destinado que se abre a un mundo utópico, nuevo e imprevisto; y, en el otro caso, la teoría del caos, de las colisiones dramáticas que terminan en un nuevo arreglo o realineamiento de un mundo viejo y  asentado. Alain Badiou  aborda esta dualidad cuando señala: “El amor comienza como un puro encuentro, que no está destinado ni predestinado, excepto por el cruce azaroso de dos trayectorias” (18).
En cualquier evento no importa si apostamos por una historia o por la otra y tampoco el resultado de esa apuesta ya que todo esto no tendrá el más mínimo impacto en el modo en que la política del estado de ánimo se desarrolla en la cultura del presente y del futuro. ¿Quién sabe, de hecho, a quién conoceremos a esta hora?
Traducción del inglés: Cristina Álvarez López (con la colaboración del autor)

(1) Benedict de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (Editora Nacional, Madrid, 1980), p. 109
(2) Kaja Silverman y Harun Farocki, Speaking About Godard (New York University Press, 1998), p. 208. (La traducción es nuestra).
(3) Octavio Paz, La llama doble: Amor y erotismo  (Editorial seix Barral, Barcelona, 1993), p. 34.
(4) Walter Benjamin, Selected Writings Volume 1: 1913-1926 (Cambridge: Harvard University Press, 1999), p. 16. (La traducción es nuestra).
(5) Entrevista con Camillo de Marco en Cineuropa, 2 de septiembre de 2006. (La traducción es nuestra).
(6) Robert Benayoun, “Muriel, ou les rendez-vous manqués”, en Stéphane Goudet (ed.), Positif, revue de cinéma: Alain Resnais (Paris: Folio, 2002), págs. 131-136. (La traducción es nuestra).
(7) Gilles Deleuze, “Deleuze/Spinoza: Cours Vincennes – 24/01/78”. (La traducción es nuestra). Todas las citas posteriores de Deleuze pertenecen a este texto.
(8) Nicole Brenez, “The Body’s Night: An Interview with Philippe Grandrieux”, Rouge, nº. 1 (2003). (La traducción es nuestra).
(9) Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, p. 132.
(10) Mogens Laerke, “The Voice and the Name: Spinoza in the Badioudian Critique of Deleuze”, Pli, nº. 8 (1999), p. 90. (La traducción es nuestra).
(11) Robert Sinnerbrink, “Nomadology or Ideology? Zizek’s Critique of Deleuze”,  Parrhesia, nº. 1 (2006), p. 62. (La traducción es nuestra).
(12) Citado en Kieran Healy, “Zizek and Badiou, Where are You”, (10 de marzo, 2006). (La traducción es nuestra).
(13) Maurice Blanchot (trad. Susan Hanson), The Infinite Conversation (University of Minnesota Press, 1992), p. 413. (La traducción es nuestra).
(14) Jacques Aumont, Le Cinéma et la mise en scène (Paris: Armand Collin, 2006), p. 170. (La traducción es nuestra).
(15) Blanchot, The Infinite Conversation, p. 147.
(16) Para una brillante elaboración de esta temática ver: Philippe Arnaud, “ … Son aile indubitable en moi” (Crisnée: Yellow Now?, 1996); reeditado en Aumont (ed.), La Rencontre (Paris: La Cinémathèque française/Presses universitaire de Rennes, 2007), págs. 301-336.
(17) Ver los textos recogidos en Autrement, nº. 135 (1993), número especial sobre ‘El encuentro’.
(18) Alain Badiou, On Beckett  (Clinamen Press, 2003), p. 27. (La traducción es nuestra).



Visto en Transit

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Sunday

RB

ALL SUMMER IN A DAY 


by Ray Bradbury 


Imagine living on a planet where rain falls continuously, except for two hours every seven years, when the sun comes out. Such is life on the planet Venus as science fiction writer Ray Bradbury imagines it. Although life on Venus is much different from that on Earth, the people he describes are the same as any of us. 


"Ready?”

"Now?"

"Soon."

"Do the scientists really know? Will it happen today, will it?"

"Look, look; see for yourself!" 


The children pressed to each other like so many roses, so many weeds, intermixed, peering out for a look at the hidden sun. 


It rained. 


It had been raining for seven years; thousands upon thousands of days compounded and filled from one end to the other with rain, with the drum and gush of water, with the sweet crystal fall of showers and the concussion of storms so heavy they were tidal waves come over the islands. A thousand forests had been crushed under the rain and grown up a thousand times to be crushed again. And this was the way life was forever on the planet Venus, and this was the schoolroom of the children of the rocket men and women who had come to a raining world to set up civilization and live out their lives. 


"It's stopping, it's stopping!"

"Yes, yes!" 


Margot stood apart from them, from these children who could never remember a time when there wasn't rain and rain and rain. They were all nine years old, and if there had been a day, seven years ago, when the sun came out for an hour and showed its face to the stunned world, they could not recall. Sometimes, at night, she heard them stir, in remembrance, and she knew they were dreaming and remembering gold or a yellow crayon or a coin large enough to buy the world with. She knew they thought they remembered a warmness, like a blushing in the face, in the body, in the arms and legs and trembling hands. But then they always awoke to the tatting drum, the endless shaking down of clear bead necklaces upon the roof, the walk, the gardens, the forests, and their dreams were gone. 


All day yesterday they had read in class about the sun. About how like a lemon it was, and how hot. And they had written small stories or essays or poems about it: 


I think the sun is a flower;

That blooms for just one hour: 


That was Margot's poem, read in a quiet voice in the still classroom while the rain was falling outside. 


"Aw, you didn't write that!" protested one of the boys.

"I did," said Margot, "I did."

"William!" said the teacher. 


But that was yesterday. Now the rain was slackening, and the children were crushed in the great thick windows. 


"Where's teacher?"

"She'll be back."

"She'd better hurry; we'll miss it!" 


They turned on themselves, like a feverish wheel, all tumbling spokes. 


Margot stood alone. She was a very frail girl who looked as if she had been lost in the rain for years and the rain had washed out the blue from her eyes and the red from her mouth and the yellow from her hair. She was an old photograph dusted from an album, whitened away, and if she spoke at all her voice would be a ghost. Now she stood, separate, staring at the rain and the loud wet world beyond the huge glass.  


"What're you looking at?" said William.

Margot said nothing.

"Speak when you're spoken to." He gave her a shove. But she did not move; rather she let herself be moved only by him and nothing else. 


They edged away from her, they would not look at her. She felt them go away. And this was because she would play no games with them in the echoing tunnels of the underground city. If they tagged her and ran, she stood blinking after them and did not follow. When the class sang songs about happiness and life and games her lips barely moved. Only when they sang about the sun and the summer did her lips move as she watched the drenched windows. 


And then, of course, the biggest crime of all was that she had come here only five years ago from Earth, and she remembered the sun and the way the sun was and the sky was when she was four in Ohio. And they, they had been on Venus all their lives, and they had been only two years old when last the sun came out and had long since forgotten the color and heat of it and the way it really was. But Margot remembered. 


"It's like a penny," she said once, eyes closed.

"No it's not!" the children cried.

"It's like a fire," she said, "in the stove."

"You're lying, you don't remember!" cried the children. 


But she remembered and stood quietly apart from all of them and watched the patterning windows. And once, a month ago, she had refused to shower in the school shower rooms, had clutched her hands to her ears and over her head, screaming the water mustn't touch her head. So after that, dimly, dimly; she sensed it, she was different and they knew her difference and kept away. 


There was talk that her father and mother were taking her back to Earth next year; it seemed vital to her that they do so, though it would mean the loss of thousands of dollars to her family. And so, the children hated her for all these reasons of big and little consequence. They hated her pale snow face, her waiting silence, her thinness, and her possible future. 


"Get away!" The boy gave her another push. "What're you waiting for?" 


Then, for the first time, she turned and looked at him. And what she was waiting for was in her eyes. 


"Well, don't wait around here!" cried the boy savagely: "You won't see nothing!"

Her lips moved.

"Nothing!" he cried. "It was all a joke, wasn't it?" He turned to the other children. "Nothing's happening today: Is it?" 


They all blinked at him and then, understanding, laughed and shook their heads. "Nothing, nothing!" 


"Oh, but," Margot whispered, her eyes helpless. "But this is the day, the scientists predict, they say, they know, the sun. . ." 


"All a joke!" said the boy, and seized her roughly. "Hey, everyone, let's put her in a closet before teacher comes!"

"No," said Margot, falling back. 


They surged about her, caught her up and bore her, protesting, and then pleading, and then crying, back into a tunnel, a room, a closet, where they slammed and locked the door. They stood looking at the door and saw it tremble from her beating and throwing herself against it. They heard her muffled cries. Then, smiling, they turned and went out and back down the tunnel, just as the teacher arrived. 


"Ready, children?" She glanced at her watch.

"Yes!" said everyone.

"Are we all here?"

"Yes!" 


The rain slackened still more.

They crowded to the huge door. 


The rain stopped. 


It was as if, in the midst of a film, concerning an avalanche, a tornado, a hurricane, a volcanic eruption, something had, first, gone wrong with the sound apparatus, thus muffling and finally cutting off all noise, all of the blasts and repercussions and thunders, and then, second, ripped the film from the projector and inserted in its place a peaceful tropical slide which did not move or tremor. The world ground to a standstill. The silence was so immense and unbelievable that you felt your ears had been stuffed or you had lost your hearing altogether. The children put their hands to their ears. They stood apart. The door slid back and the smell of the silent, waiting world came in to them. 


The sun came out. 


It was the color of flaming bronze and it was very large. And the sky around it was a blazing blue tile color. And the jungle burned with sunlight as the children, released from their spell, rushed out, yelling, into the springtime. 


"Now, don't go too far," called the teacher after them. "You've only two hours, you know. You wouldn't want to get caught out!" 


But they were running and turning their faces up to the sky and feeling the sun on their cheeks like a warm iron; they were taking off their jackets and letting the sun burn their arms. 


"Oh, it's better than the sunlamps, isn't it?"

"Much, much better!" 


They stopped running and stood in the great jungle that covered Venus, that grew and never stopped growing, tumultuously, even as you watched it. It was a nest of octopi, clustering up great arms of flesh-like weed, wavering, flowering this brief spring.                                                                                                                                                                                                                                        It was the color of rubber and ash, this jungle, from the many years without sun. It was the color of stones and white cheeses and ink, and it was the color of the moon. 


The children lay out, laughing, on the jungle mattress, and heard it sigh and squeak under them, resilient and alive. They ran among the trees, they slipped and fell, they pushed each other, they played hide-and-seek and tag, but most of all they squinted at the sun until the tears ran down their faces, they put their hands up to that yellowness and that amazing blueness and they breathed of the fresh, fresh air and listened and listened to the silence which suspended them in a blessed sea of no sound and no motion. They looked at everything and savored everything. Then, wildly, like animals escaped from their caves, they ran and ran in shouting circles. They ran for an hour and did not stop running. 


And then-

In the midst of their running one of the girls wailed.

Everyone stopped.

The girl, standing in the open, held out her hand. 


"Oh, look, look," she said trembling. 


They came slowly to look at her opened palm. In the center of it, cupped and huge, was a single raindrop.

She began to cry; looking at it.

They glanced quietly at the sky.



"Oh.Oh." 


A few cold drops fell on their noses and their cheeks and their mouths. The sun faded behind a stir of mist. A wind blew cool around them. They turned and started to walk back toward the underground house, their hands at their sides, their smiles vanishing away. 


A boom of thunder startled them and like leaves before a new hurricane, they tumbled upon each other and ran. Lightning struck ten miles away, five miles away, a mile, a half mile. The sky darkened into midnight in a flash. 


They stood in the doorway of the underground for a moment until it was raining hard. Then they closed the door and heard the gigantic sound of the rain falling in tons and avalanches, everywhere and forever. 


"Will it be seven more years?"

"Yes. Seven."

Then one of them gave a little cry.

"Margot!"

"What?"

"She's still in the closet where we locked her."

"Margot." 


They stood as if someone had driven them, like so many stakes, into the floor. They looked at each other and then looked away: They glanced out at the world that was raining now and raining and raining steadily. They could not meet each other’s glances. Their faces were solemn and pale. They looked at their hands and feet, their faces down. 


"Margot."

One of the girls said, "Well. . . ?" No one moved.

"Go on," whispered the girl. 


They walked slowly down the hall in the sound of cold rain. They turned through the doorway to the room in the sound of the storm and thunder, lightning on their faces, blue and terrible. They walked over to the closet door slowly and stood by it. 


Behind the closet door was only silence. 


They unlocked the door, even more slowly, and let Margot out. 


Visto en wssb.org

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JT





Patty, te amo


Sobre Hit so hard de David Ebersole


(Fragmento de mi diario del BAFICI 2012)








Ya en el Abasto elijo Criatura de la noche: vampiros. La sala está llena. El Hoyts tiene varias salas, todas modernas, con buenas butacas y lugar para poner tu vaso de Coca-cola. Empieza a película. Música grave. Un pre-adolescente rubio, casi albino, espera en una habitación que da a la calle. Afuera hace frío y unos hombres bajan de una camioneta. El pre-adolescente guarda un puñal entre el colchón y la cama. Se acuesta. Al otro día está en la escuela. Un bombero o un policía da una charla preventiva sobre drogas. No pasa nada. Empiezo a dudar. Miro mi catálogo. La película promete gore. Miro mi cronograma. Tengo otra película marcada. La estaba reservando para más adelante, pero el vampiro indie trans-siberiano no me convence. Quizás sea una gran película, pero ya tuve suficientes tiempos muertos y pereza narrativa metafísica por hoy. Salgo del vampiro y entro en Hit so hard. Hay menos gente. Los géneros, aunque estetizados, siguen convocando. Pero Hit so hard también es una película de género, el documental a lo MTV, o mejor VH1, menos cargado de prejuicios, más honesto, sin censuras ni golpes bajos. Hit so hard cuenta es la historia de Patty Schemel, una rocker pelirroja de los años 90, que ascendió, conoció la fama y las drogas y luego la muerte y la decepción, y entonces cayó, y cayó un poco más, y siguió cayendo, hasta que un día se recuperó. El material del gran archvio del rock siempre conmueve. Una escena de principios de los 90. Alguien filma a Schemel diciendo “soy a baterista de la banda incorrecta” mientras lee la Rolling Stone en la cama. “¿De dónde saca la fuerza una mujer para hacer el trabajo de un hombre?” se pregunta una televisiva voz en off. La banda es Hole y su líder, Courtney Love. La película sobrevuela esos temas, esa música y esos registros. Imágenes de Patty tocando descalza en un estadio con Hole. Y enseguida uno se da cuenta de que en ese momento todos eran rockers sucios, jóvenes, bellos y withetrashers. Patty dice a cámara “en los ochentas no me interesaba la política, pero después empecé a escuchar lo que decía Biaffra en las letras”. Si no se termina de asegurar que el grunge fue producto de la gestión republicana, sí se deja claro que hubo una reacción. “Todos estábamos enojados. Había que tocar hard and fast” agrega, y vemos sus tatuajes. Desde luego, está el tema de las drogas. Y el tema del lesbianismo. Pero tratado con sensibilidad. Sin sermones para la izquierda o la derecha. En algún momento aparecen Los Ángeles en llamas por los disturbios de 1992.  Courtney Love pintada como un payaso y comiendo galletitas es desagradable apropósito. Al hablar, suena un poco a ese músico cínico que hace un arte de la manipulación. (Sobre ella, cuando llegue el momento, tendremos biopic épica, eso es seguro.) Las partes de la familia Cobain con Kurt y Francis, de apenas unos meses, son muy tiernas, y uno no puede dejar de verlas con un poco de melancolía. También está el guitarrista de Hole, Eric Erlandson, que habla durante todo el documental sin separar los dientes. Y es acertada la inclusión de la escena de la audición de Sinatra en The mand with the golden arm, donde interpreta a Frankie Machine, un baterista con problemas de adicción.


Después de la muerte de Cobain, Patty se desintoxicó y se mudó a una isla de la bahía donde pintó casas para vivir. Entonces fue cuando se dio la segunda muerte del grunge. Cobain se mató el 5 de abril de 1994. Semanas después, Erlandson encontró a Kristen Pfaff, la en ese momento bajista de Hole, muerta por una sobredosis de heroína. Toda esta parte de la película retrata de forma sintética pero eficiente la sorpresa, extremadamente infantil de los rockers frente a la muerte. Casi no hubo duelo ni por Cobain ni por Pfaff y Hole fichó a Melissa Auf der Maur. Patty cuenta su relación con ambas. Luego, llega el maltrato del productor Michael Beinhorn durante la granación de Celebrity skin. Courtney Love misma narra cómo dejó de lado a Patty reemplazándola por un cesionista a pedido de Beinhorn. Y entonces volvieron las drogas duras, y la baterista dejó el grupo y finalmente se transformó en una homless adicta al crack. Con delicadeza y honestidad, Patty misma cuenta su etapa de prostitución para conseguir droga. Y finalmente se narra, también de manera simple y directa, cómo un día volvió a tocar, a dominar su vida y se casó con una de sus novias. Sin búsquedas formales excéntricas ni pretensiones raras, David Ebersole aprovecha el género con prolijidad, y así Hit so hard logra contar un capítulo más en la saga de la amplia familia disfuncional del rock. También es una emotiva reivindicación de las mujeres bateristas. Aparecen, dando su testimonio, Gina Schock de The go go´s, Debbi Peterson de The bangles, Kate Schellenbach, que toco con los Beaste boys, Alice de Buhr de The fannys, se recuerda a Karen Carpenter, y se da voz a las nuevas bateristas que ven a Schemel como un antecedente e incluso un ejemplo. Y esto con Patty riéndose de sus diferentes fases, ironizando con alegría tanto de su tímido despertar sexual como su fase de adicción más autodestructiva. Por todo esto, cuando salgo del cine, en las calles vacías del Abasto, anoto en mi libreta que no me entusiasme tanto porque me cuesta ser objetivo cuando se trata del rock de los años 90.




http://www.youtube.com/watch?v=hpLIhDHnw0U

Visto en El conejo de la suerte

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Wednesday

MC


Libros en construcción: Los artefactos de Maximiliano Crespi, por Sandra Ávila
    
   Maximiliano Crespi (Buenos Aires, 1976) es un escritor, ensayista, investigador y docente que escribe por curiosidad, por los amigos, por los vicios y las cuentas que hay que pagar. Crespi no escribe historias ni sabe qué es la inspiración y sostiene que construye sus artefactos a partir de la lectura. Es por eso, asegura, que las ideas de los otros son para él una suerte de incentivo, una motivación, casi un envite.
 
   ¿Qué satisfacciones te da este oficio de ser escritor?
   Hay que evitar toda mistificación. Escribir -en mi caso, escribir las lecturas- es un trabajo. Tiene tantas satisfacciones y está sujeto a tantas miserias como cualquier otro. Podría decir que me ha dado grandes amigos, pero no sé si sería justo atribuir algo tan complejo y tan importante como la amistad al simple hecho de compartir un oficio y un interés.
   ¿Cómo fueron tus inicios en la literatura?
   Iba a decir "audaces", pero está claro que en la audacia hay un componente épico para el cual no estoy hecho. Lo justo sería decir que, como los de casi todo el mundo, fueron patéticos y temerarios. Un libelo lleno de erratas y errores, en una tirada artesanal bancada por un amigo, puede atestiguar la pertinencia de esos adjetivos que uno es capaz de reconocer siempre demasiado tarde, a la distancia.
   ¿Cuántas horas al día le dedicas a la escritura?
   En mi caso, el tiempo de lectura cuenta como tiempo de escritura. Si la idea es poner un número estimado, diría que leo seis o siete horas al día y escribo una o dos. Sin duda, debería leer más y escribir menos.

Maximiliano Crespi

   ¿Cuánto tiempo te lleva terminar escribir un libro desde el borrador inicial hasta la última página, incluyendo sus respectivas correcciones?
   No sé. Eso es muy difícil de estimar. A El revés y la trama, por ejemplo, lo escribí en menos de un mes, pero la investigación previa sobre la obra de Viñas (la lectura en contrapunto de textos y contextos) me llevó por lo menos dos años. La conspiración de las formas me llevó otros dos. La alusión, el proyecto en el que vengo trabajando desde hace un año, probablemente me tome un poco más. Pero, mientras tanto, voy dándole los últimos retoques a Madres, un libro de ensayos que quisiera publicar a fines de este año o comienzos del que viene. La teoría es sin duda más espinosa que la crítica, pero es a la vez menos ingrata. Permite quitarse un poco a esa investidura judicial subyace a la crítica e imaginar artefactos, relaciones y funciones. El deseo está, para mí, del lado de la ficción teórica. De a poco empiezo a creer que ese es de algún modo también un deseo literario. Sobre todo porque la moneda no cae nunca por ese lado.
   ¿Cuál es el aliciente para seguir escribiendo?
   La curiosidad, los amigos, los vicios, las cuentas que hay que pagar.
   ¿En qué te inspiras para escribir cada historia?
   No escribo historias ni sé qué es la inspiración. Construyo objetos, artefactos. Y los construyo a partir de la lectura. Es por eso que las ideas de los otros son para mí una suerte de incentivo, una motivación, casi un envite. Pienso, por ejemplo, que la idea de "jeroglífico" que trabajo en La conspiración de las formas se me presentó a partir de una nota al pie en un libro de Raúl Antelo, que me llevó a pensar la idea de rebús en la poética de Valéry. Pero el concepto recién fue tomando cuerpo a partir de la relectura del Raymond Roussell de Foucault, donde él la inscribe en el deslinde de la experiencia modernista. Sin embargo, ahí no queda la cosa. La verdad es que, por una cuestión de correspondencia histórica (y no de azar o determinismo), esa idea empieza a tener para mí ahora más que un valor conceptual arqueológico. Veo lo que, en contrapunto, pone en escena frente a la teoría del significante vacío. Si éste concentra y formaliza en el plano político-discursivo una serie de demandas sociales; aquél, siendo como es un significante pleno (la presencia de una ausencia), atrae fuerzas obturadas por esas demandas. Quiero decir: mientras el significante vacío es una sutura que viene a catalizar en una lógica concéntrica, el jeroglífico insiste en excentrarse -a veces violentamente- a toda lógica: acontece, irreductiblemente, por fuera de toda demanda.
 
   ¿Podrías contarnos alguna mala experiencia dentro de tu entorno literario y otra excelente?
   Las experiencias no son buenas ni malas. Son astillas de una madera que se nos fue de las manos. El campo literario es de algún modo un campo de batalla. De él no se vuelve nunca ileso. Pero lo que pasa ahí, como lo que pasa en la cancha, queda en la cancha. Lo que no quiere decir, claro, que pase así nomás al olvido o al perdón. No me enorgullezco de eso pero sé que hay siempre un porcentaje importante de mi memoria que se contabiliza en rencor.


   ¿Cómo ves la nueva ola de escritores contemporáneos?
    Muy cargada de espuma. Demasiado marcada por una propensión -iba a decir una tendencia, pero Brecht no merece ser arrastrado por esta ola- yo diría que lamentable, en el caso de los que han conseguido sortear el fetichismo de la subjetividad en que se pierde definitivamente la generación del '80, hacia un estadio etnográfico que empobrece la literatura porque sostiene una empobrecida relación con el verosímil. Este hecho se deriva, pienso, de una lectura indigente de Puig, una lectura que los nuevos escritores no han hecho por ellos mismos sino que la han heredado y aceptado con resignación acrítica. La imitación de los discursos y las retóricas a veces consigue poner al descubierto la ideología patética que los pulsa; pero de ahí a la literatura hay, me parece, un largo trecho. Pero, de todos modos, esa opción estética no es lo malo. Lo malo es que no sea genuina. Lo peor es la canallada, el oportunismo rastrero que lleva a algunos a resignar el propio deseo para atender las demandas de la cultura, la realidad, la política o el mercado. Cuando la política del éxito (que se construye siempre sobre la amenaza del fracaso) se impone por sobre el deseo, la literatura desaparece. Es por eso que da un poco de vergüenza ajena pero a la vez cierta tristeza ver tantos jóvenes y briosos escritores llevar el verosímil como bandera, al frente, para la victoria. Que ese verosímil esté hoy construido sobre un imaginario humanista, progresista y bienpensante no atenúa en nada la canallada; al contrario, la envilece más.
   ¿Qué significado tiene para vos la literatura?
   Soy un modernista recauchutado. Para mí, la literatura no tiene significado; ni siquiera sentido tiene. Es una cuestión de experiencia. Es una revuelta perceptiva, un puro efecto parcial, un jeroglífico: un acontecimiento de la letra que trastoca el saber y sus expectativas. Es un momento de contacto con lo singular, un roce estremecedor que nos pone frente a lo real; una instancia que no se somete a ningún régimen de negociación con las demandas imaginarias de la realidad.
   ¿Cómo ves la literatura en la Argentina?
   Contesté un poco esa pregunta antes. Pero, para no quedar tan pesimista, aprovecho el envite para señalar algunos textos que me parecen en cierta medida promisorios. Porque hay una literatura que me interesa, que es bien actual y bien intempestiva, que se publica a veces junto con eso otro que nace de la buena conciencia y de la mala fe. Hay una literatura que viene, un brote que se filtra en los intersticios de eso que la anega o que busca anegarla. Si se me permitiera el juego, yo haría una contra antología de la narrativa contemporánea. Digo "contra" porque de alguna manera es una antología que, en muchos casos, rechaza las opciones posteriores tomadas por sus autores. Incluiría allí, sin duda, "Lasteralma" de Hernán Ronsino, "Carne" de Ariel Idez, "Fumar bajo el agua" de Félix Bruzzone, "El panfleto hermético" de Marcelo Damiani, "Inútil fue su heroísmo" de Mariano Granizo, "La tarea" de Matías Pailos, "Una visita al Señor" de Luciano Lamberti, "Can solar" de Carlos Godoy, "Eugenia volvió a casa" de Hernán Vanoli, "Cuando hablábamos con los muertos" de Mariana Enríquez o "Frío en Alaska" de Matías Capelli. Ahí habría algo, esquirlas de una literatura posible, puntas para empezar a pensar las zonas en que se cuartea esa plancha de metal hecha de etnografía y frivolidad que es la literatura argentina actual. Y hay además otros textos que producen también una resistencia formal y genérica que a mí me resulta aún muy interesante en términos críticos: Aún de Mariano Dupont, "Crónica de sombras" de Andrés Allegroni, "Los invertebrables" de Oliverio Coelho, "Las anfibias" de Flavia Costa, "Le viste la cara a Dios" de Gabriela Cabezón Cámara, podrían ser algunos ejemplos. La literatura siempre consigue abrirse paso. Crea su porvenir. Lo importante es tener la oreja alerta, producir la escucha.
   Por otra parte, en el ámbito del ensayo, me alimento de la lucidez casi espontánea de algunos amigos lectores que participan de ese work in progress que es el OLAC (Observatorio de Literatura Argentina Contemporánea). Aprendo mucho, por ejemplo, de la claridad furtiva de las lecturas de Diego Erlan, de las mitografías sutiles y mordaces de Mauro Libertella y de la inteligencia minimalista de Sebastián Hernaiz que es capaz de producir sentidos nuevos a través de esquirlas, desvíos o detalles en los textos más trajinados. Asimismo, tampoco puedo dejar de reconocer que me interesan también la precisión argumental en las lecturas de Damián Selci, el futurismo distópico en la imaginería de Juan Mendoza, el sesgo picaresco e irónico que envuelve las intervenciones críticas de Diego Vecino y Hernán Vanoli, la generosa perspicacia de Mariano Canal y la productividad del contrapelo sistemático que marca a las especulaciones de Juan Terranova y Nicolás Mavrakis.


    ¿Qué libro estás leyendo?
   Siempre estoy leyendo -o releyendo- varias cosas a la vez. Pero ahora, y después de octubre de manera más o menos sistemática, estoy releyendo Lukács. El diablo sabe por diablo.
   ¿Podrías recomendar cinco libros?
   Podría. La Eneida, La Biblia, el tomo I de El Capital, La genealogía de la moral y La interpretación de los sueños. Ahí está todo.
   ¿Qué libro te gustaría leer por segunda vez?
   El Benjamin de Terry Eagleton, Capitalismo y nihilismo de Santiago Alba Rico, Una voz y nada más de Mlanden Dólar.
   ¿Cómo te diste cuenta que lo tuyo eran las letras?
   Como diría Charly García, "estaba en llamas cuando me acosté".
   ¿Te gustaría escribir un libro con otro escritor? ¿Con quién, por qué?
   Me gustaría, pero también sé que sería imposible. Por eso no me hago ilusiones con nombres propios. Para mí escribir no es una cuestión de gusto, sino una cuestión de trabajo. Y cuando trabajo soy, para ser un poco generoso conmigo mismo, obsesivo hasta lo insufrible. Escribo bajo una pulsión grosera, casi bárbara, a veces intensamente, a destajo, durante días, y después corrijo mucho sobre eso, podando, pelando, limpiando. Quiero decir: en mí, el trabajo está ligado a una idiorritmia. Por eso, por lo menos en mi caso, tanto leer como escribir requieren a la vez de soledad y aislamiento. O, para decirlo sin eufemismos: de orgullo y egoísmo.
   Con respecto a los nuevos escritores, ¿por qué piensas que cada vez es más difícil publicar un libro? ¿O crees que las editoriales hoy en día no quieren tomar el riesgo?
   Creo exactamente lo contrario. Cada vez es más fácil publicar un libro. Que yo mismo haya publicado algunos es una prueba incontestable de ese hecho. Ahora hay múltiples y diversas formas de publicación. Eso no es bueno ni malo. No mejora ni perjudica; crea una intemperie de la cual puede salir cualquier cosa. Eso es algo riesgoso; pero, a la vez, ese riesgo es lo que hay que fomentar.

Alfredo Hlito. Derivación del cuadrado. 1954

   Maximiliano Crespi se graduó en Letras en la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca con una tesis sobre la producción crítica de David Viñas. Fundó y dirigió, entre 2001 y 2007, los 12 números de la revista La posición. Letras, cultura y política. Ha colaborado con el suplemento cultural Radarlibros (Página/12), Cultura Perfil y actualmente colabora con la sección Literatura de Revista Ñ. Ha publicado además en revistas especializadas como Orbis Tertius, Cuadernos del Sur, El matadero y en la Historia Social de la Literatura del siglo XX dirigida por David Viñas. Estuvo a cargo de la selección, introducción y notas de Hipótesis y ensayos argentinos (Las Cuarenta, 2008) y Ensayos sobre cultura y literatura nacional (17grises, 2010) de Jaime Rest y prologó la reedición de El laberinto del universo (Eterna Cadencia, 2009) del mismo autor. Ha colaborado en los volúmenes colectivos La memoria, literatura, arte y política (EdiUNS, 2008), De Alfonsín al menemato (Paradiso, 2010) y El efecto Libertella (Beatriz Viterbo, 2010). Es autor de Grotescos (2006), El revés y la trama. Variaciones críticas sobre Viñas (17grises, 2009) y La conspiración de las formas. Apuntes sobre el jeroglífico literario (UNIPE, 2011), título que en estos días está siendo distribuido en Latinoamérica y España.






Visto en Libros, Nocturnidad y Alevosía

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