Tuesday
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25 WATTS (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2001)
Por Pablo Conde
Un barrio. Tres pibes. Veinticuatro horas.
Se terminaban los 90, comenzaban un poco lentos y perezosos los 2000, y todavía no teníamos una buena película latinoamericana que –aun sin proponérselo– hablase con humor de la tan mentada Generación X. Sí, de acuerdo, ya había aparecido esa inmensa minúscula joyita llamada Rapado (Martín Rejtman, 1992), estrenada tardíamente, con el laconismo como norte y la introspección como medio de no–comunicación. Y sí, también rondaban los postadolescentes barriales de Raúl Perrone en la trilogía Labios de churrasco, Graciadió y 5 pal peso, del 94, 97 y 98, respectivamente. Y seguramente haya algún que otro ejemplo, pero lo cierto es que la juventud y el cine no tenían mucha química, más allá del rol obra y espectador, por supuesto. Y mucho menos desde el humor.
Y ahí aparecieron Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella. Al principio, estos dos tipos se paseaban por los pasillos del Bafici, el Festival de Cine independiente de Buenos Aires con timidez, siempre presentes en todas las charlas y proyecciones en las que había que estar. Dos tipos que cada vez que me cruzaba, señalaban mis camisetas. El primer día, por lo bajo, le sonreían a mi Alfred E. Neuman. Al siguiente a mi Kramer, muy encuadrado él. El tercero, ya en confianza, me saludaban diciendo “qué buena esa camiseta de George Costanza semidesnudo”. Y para el cuarto día, blandiendo en el pecho a un Krusty blanquinegro, fue a mí a quien le tocó saludar con una tímida sonrisa a este particular dúo, tras ver 25 Watts con entusiasmo, pasión y sorpresa. Esos tipos, con quienes compartía la alegría pop de la camiseta de turno, eran los responsables de una película definitiva y definitoria: ahí, a 24 cuadros por segundo, había un grupo de jóvenes que tenían ideas de 25 Watts iguales a las de cualquierjoven de Latinoamérica. Y sí, seguramente del mundo: pinta tu aldea…
Un blanco y negro que muchos tacharían de jarmuschiano, al igual que su humor y su clima, aunque sólo sean válidos por falta de referentes más fuertes. La simple y sana intención de ocultar el enorme esfuerzo y la falta de verdadero presupuesto. Un guión a prueba de balas, cuya certeza radica en el elemento clave que muchos realizadores dejan de lado: los personajes. Una estructura de imbricadas líneas argumentales que buscan retratar con frescura un estilo de vida, un estado, un momento. Y las calles de Montevideo. Y las calles de tu barrio, quienquiera que seas, dondequiera que vivas.
Su humor, a veces ponzoñoso, a veces inocentón, puede inclinarse peligrosamente hacia cualquiera de los extremos, ya sea el evidente subrayado o el aparente descuido, el desliz con guiño incluido. El sábado de Leche, Seba y Javi, se tambalea entre el tedio, la famosa tranquilidad uruguaya y los sucesos trascendentales de mínima escala. Y lo que menos transpira esa tarde, a la hora de ser vivida por el espectador, es tedio, gracias a la cintura del dúo dinámico tras las cámaras. Porque lo que marca una gran diferencia con la mayoría de las habituales películas de corte generacional, es que aquí gobierna el ingenio visual, la resolución elegante e inteligente de cada situación desde la cuidada elección del punto de vista en que es narrada. Valga el ejemplo: tras beber de un vaso de agua, Leche llama a la casa de su profesora de italiano para empezar a declararle su amor. Atiende el teléfono la madre de la muchacha en cuestión, quien le cuenta al pánfilo casanova que su hija salió para encontrarse con su ex–novio. Mientras Leche se hunde en su silla, lo vemos hundirse en ese vaso de agua, colocado con destreza delante de la cámara, mientras la voz de su interlocutora burbujea cada vez más. Lo dicho: ingenio y sencillez que, sumados, hacen de la película una de las propuestas más vigorosas, renovadoras y honestas del cine latinoamericano más reciente.
En ese 2001, las cosas cambiaban un poco. Finalmente, Uruguay tenía cineastas con una fuerte propuesta personal, algo que no sólo afianzaría a Rebella y Stoll, sino que serviría de puntapié inicial para muchos otros.
Yo, por mi lado, no pude dejar se enumerar las referencias pop desplegadas por doquier: la oportuna música de los Mockers, los posters pegados en cuartos o videoclubes y, sobre todo, las camisetas, que van desde El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995) hasta Raimundo el Inmundo. Esa tarde, en aquel festival de cine, no pude evitar el sacarme un hipotético sombrero ante dos pequeños grandes cineastas. El tiempo y Whisky (2004) e Hiroshima (2009) me darían toda la razón del mundo.
Visto enWelovecinema.es
Labels: cine
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