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VIERNES 13: La adolescencia eterna
Por John Tones
El espectador de cine encallecido desarrolla vicios que, a título personal y con el paso del tiempo, me repelen cada vez más (supongo que porque, dicho sea de paso, los temo poseer en parte, de algún modo y sin darme cuenta). Ese tono resabiado al recitar nombres, ese conocimiento de dos majaderías técnicas (el travelling, el contrazoom y ojo, el uso expresivo del montaje) que permite confundir con tanta alegría cinéfila, pero alegría al fin y al cabo, la forma con el fondo (“esa película es buena porque no cae en el vicio de la voz en off”, tócate un pie). Quienes fuimos niños de los ochenta hemos desarrollado un molesto cinismo, en parte por culpa de haber vivido la ruptura de todos los géneros desde dentro, especialmente el fantástico y la comedia. Entre el maldito posmodernismo, Los Cazafantasmas (Ghost Busters, Ivan Reitman, 1984) y los videojuegos, somos incapaces de tomarnos nada en serio. Y sin embargo, no me resulta nada complicado respetar sin frivolidades la figura de Jason Voorhes. Icono del cine de terror más castañero de la década más imprudente, despreciado por cinéfilos finos y fans de la charcutería por igual, las películas de la saga inaugurada con Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) son desmadre moderado y disparate domesticado, a la vez que reflexión inconsciente sobre los mecanismos y registros de un género que funciona mejor cuanto más se autoencorseta.
Las películas de Viernes 13 son, independientemente de su temática y su naturaleza, profundamente adolescentes. Contradictorias e irregulares, incapaces de conservar durante un par de entregas consecutivas ni siquiera sus constantes visuales más reconocibles (la máscara de Jason no apareció hasta la tercera entrega, y a partir de ahí, ni siquiera fue él siempre el asesino), la saga de Viernes 13 es teenager porque favorece el exabrupto fugaz e instantáneo más que la fijación de constantes al modo algo más conservador de otras series, como Halloween. Y esto no sucede, desde luego, porque la saga tenga intenciones iconoclastas (ni remotamente) para con el género o para consigo misma, sino porque como un adolescente borracho, caliente y fumado, su volátil deseo de obtener la mayor cantidad de sensaciones fuertes aquí y ahora la han conducido a un zigzagueo estético y conceptual que la convierten, muy paradójicamente, en una de las series de películas con psychokiller a bordo más imprevisibles del cine moderno.
Por ejemplo: las películas de Viernes 13 suelen seguir una estructura sumamente simple que incluso esquematiza el clásico “grupo de adolescentes encerrados y perseguidos por un asesino”. Así, los asesinatos no se solapan, sino que se suceden uno detrás de otro, sin cruzarse. Los personajes nunca saben que un asesino les vigila y elimina hasta el final, en el que la superviviente encuentra amontonados todos los cadáveres. Hasta entonces, los asesinatos se han sucedido uno tras otro, pero sin que nadie en ningún momento sospeche que corren peligro. Eso hace que cada crimen sea prácticamente una set piece de horror independiente, sin ligazón con el resto de la película, y baña en cierta abstracción a toda la serie. Sin embargo, esta simplicidad es más torpeza que elección estética, y no busca las raíces del horror, sino que forma parte de la encantadora y confusa torpeza de la serie, esa que en la primera entrega intenta que el espectador crea que está ante un whodunit clásico, haciendo que los espectadores supongan que uno de los personajes es el asesino, para que al final el asesino sea alguien que es mostrado por primera vez… cinco minutos antes de que se desvele que es el culpable.
De característica torpeza de la serie es también su ya apuntado empeño en esquivar la identificación de señales icónicas. La imagen que tenemos de Jason Voorhes, implacable, indestructible, con machete y máscara de hockey, se ha asentado con el tiempo entre los fans, pero no lo hizo en su día: en la quinta entrega de la serie, con ésta suficientemente avanzada como para que la película fuera una repetición de señales inequívocas, los productores se permitieron que Jason apenas apareciera en pantalla, lo hiciera siempre en términos oníricos y que el asesino fuera un copycat killer que nacía y moría, con multitud de trampas argumentales por medio, en esa misma película.
Lo singular de Viernes 13, lo que nos lleva a sus seguidores a defenderla contra viento y marea, es que nada de eso supone un problema. El esquematismo argumental convierte a la serie en un porno violento donde los extraordinarios efectos de Tom Savini son money shots ensangrentados, y donde se puede desconectar de la película durante un buen rato con la seguridad de que no se nos va a escapar nada imprescindible. La linealidad, las burdas trampas de guión y de concepto –no olvidemos que el primer Viernes 13 es un tardío exploit de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) que llega a plagiar la banda sonora de Bernard Herrmann– forman parte de la serie hasta llegar a hundir sus tentáculos en una época tan pulcra y aséptica como la nuestra. La última reedición de la primera película, a rebufo del reciente remake, ostenta el eslogan “El terror ante la máscara”, y muestra claramente una careta de hockey dominando un bosque… en una película donde no aparece una máscara de hockey (ni de ningún otro tipo) por ningún lado. Una treta publicitaria que parece salida directamente de un producto para vídeo de hace veinte años…, y que en el contexto de una saga como Viernes 13 resulta perfectamente aceptable, incluso hoy en día.
Esa tendenciosa forma de contemplarse a sí misma es la que otorga a la serie su genuina naturaleza adolescente. Desafiando a sus mayores de un modo fatuo e impremeditado, conservando una innata capacidad para estorbar dos décadas después de su nacimiento, es casi un símbolo para los que aún creemos que la revolución juvenil no es más que un buen, sonoro, contundente e inútil corte de mangas.
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