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JS
Historias de la ciudad fantasma (I)
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En las últimas dos semanas he entregado mi identidad de internet a una mujer barcelonesa, que se la llevó en una blackberrry a cambio de una noche; he bebido en una herrikotaberna rodeada de bosques (y lo que quiera que oculten) con una bilbaína de visos limitados y sexo mediocre; he padecido alergias y daños sin freno hasta cambiar la piel y el exoesqueleto como las serpientes y las arañas; fui arrinconado con dos piernas fabulosas en un oscuro sofá madrileño hasta sentirme presa y tonto y pasado, todo por cuatro besos; he bailado ilegalmente en un túnel entre luces de colores, también policiales, y de la misma legalidad que el baile fue lo provocado por mi desconocida compañera de baile; y he vuelto durante un mes a mi ciudad natal a ganarme las lentejas, olvidarme de que me han jugado (sin que yo, por una vez, quisiera, no esa noche al menos), y abrirme el cráneo para limpiarlo de cabellos negros antes de caer en la antigualla emocional recurrente.
Y ahora el tiempo se descomprime. Un mes en Salamanca, en agosto, se lo aviso por si se les ocurre, no suele dar ni para un punto y coma del párrafo anterior. No es mi vida, ni puede serla ya: en todo caso esta ciudad es la mayor de mis ex, a la que más quise, y la que más me desgarró la genitalia con anticonceptivos de herrumbre y espino. Hasta el exilio.
Por el lado bueno, no hay boca ni nombre, de ahora o antes, que le aguante la comparación a estas piedras, que pueda haberme dado más o quererme menos. Es como vivir en un esqueleto monumental en el que nada vivo puede tocarme -claro que eso no incluye a lo futurible, tan desconocido que no sé si es vivo o muerto, y ya me está liando la melena negra el teclado otra vez, joder-.
Por el lado malo, vivía a golpe de blues hipertrofiado a toda hostia, y el cambio de velocidad repentino, ya lo dicen los anuncios, es garantía de accidente. Voy a tener que fumar muchos cigarrillos y escribir demasiado para que estos días lentos y cableados pasen rápidos.
PD: Me pide una amiga cercana un riff-raff de posts de odio y escupituits ante lo ya sabido: la mierda inherente a toda relación de pareja. Pero, para qué si, por un lado, ella lo hace -el odio y el escupitajo- con rabia de lolita
(inciso, ¿será el lolitismo en las mujeres lo que el peterpanismo en los hombres? Qué referentes tan dispares para el “I don’t wanna grow up”)
y con el cadáver tan reciente que aún se lo puede follar porque no huele a cochambre. Por otro lado, todo esto del amorío pertenece a las verdades -o engaños- de cada cual. Ni siquiera tengo nada reciente que me empuje a ese tono: tengo a zorratumor a un océano de distancia -literal, con agua y husos horarios de por medio; vive a casi medio día mío, y eso es todo lo que sé y quiero saber de ella-, y ninguno de mis variados y extraños polvos me lleva a la rabia. Todo lo más a la desgana.
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