Monday

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En “E Unibus Pluram”, uno de los ensayos más influyentes en esta década, David Foster Wallace se preguntaba qué aspecto tendrían los nuevos rebeldes. “…tengan el descaro infantil de promover y ejecutar principios carentes de dobles sentidos. […] Anticuados, retrógrados, ingenuos, anacrónicos. […] Los nuevos rebeldes pueden ser artistas que se expongan al bostezo, a los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la parodia de los ironistas, al ‘Oh, qué banal. “
Jordi Costa, tan lúcido como siempre, dice en su crítica para El País, : “Por un lado, el último trabajo de los Wachowski es un camino de regreso a las fuentes fundacionales de la chorrada primigenia: fruto de la añoranza por un modelo de ingenuidad que ya no se estila. Por otro, Speed racer avanza en línea recta hacia la meta de forjar una novísima modalidad de cine-espectáculo, capaz de canibalizar todos los referentes que definen la contemporaneidad, desde el lenguaje publicitario hasta la dinámica de los videojuegos, pasando por la lubricidad rítmica del reggaeton”. Para acabar de redondear la profética descripción de Wallace, afirma: “El resultado es técnicamente impecable, pero desoladoramente aburrido.
Esta visión está sorprendentemente cerca de la de Alvy Singer, en otras ocasiones de visión antagonista con nuestro maestro: “Speed Racer no debería despistar a cualquier interesado en el rumbo del cine digital, igual que Sin City, pero carece de alma o vida, de interés verdadero sobre lo que sucede en la pantalla, tanto que sus carreras, irresistibles y muy bien rodadas, no tienen un frenesí compartido”.

Tones
no se aleja, en conversación casual a través del gtalk, de estas conclusiones. Vigalondo, sin haberla visto, me hace una pregunta clave: ¿por qué partir de un guión así? ¿Vale la pena invertir cuatro años en él?
En la misma película, está la respuesta. Alvy lo apunta: “la película de los Wachowski no sobrepasa los momentos en los que Geoff Darrow ilustra las jóvenes fantasías del pequeño coprotagonista“. Estratégicamente colocada después de carrera inicial, esa escena apunta (con la arrolladora semanticidad de las imágenes) las claves para gozar de la película y del arte en general: la imaginación del espectador. Ahí tienen la imaginación dentro de la imaginación. El discurso postmoderno es desenmascarador, pero poco instaurador de algo que no sean bellas y deslumbrantes arquitecturas de redes de referencias. Estas funcionan como cadenas de metáforas y clichés que crean un vínculo (siempre el mismo) entre el espectador y la obra, que lo aprisiona en el zeigsteit postmoderno. Son esos estímulos discursivos que provocan la efímera sensación de actualidad que debe ser renovada una y otra vez, y que no llegan a ningún sitio. Y así, la imaginación del espectador queda privada de las imágenes, que están prisioneras en las cadenas de significaciones proporcionadas por la meta-meta-(…)-meta crítica.
Los Wachowski no fagocitan el pasado, sino que lo dejan hablar sin mediación (atentos a la reflexión filosófica que florece en torno a la “verdad” sobre la vieja carrera de coches). La elección de un guión sin segundas lecturas es la invitación a confrontar la tradición con los prejuicios que atenazan al espectador postmoderno en esta noria de “la actualidad”. Lo imaginativo no será lo que veamos en la pantalla, sino lo que veamos en nuestra mente. Speed Racer no está diseñada, como Shoot’em’up, para que nos reafirmemos más que nunca en nuestras convicciones.
Que la imaginación del espectador postmoderno está atenazada por los juicios de valor de la crítica postmoderna, se ve claramente en las contradictorias crónicas de los críticos antes mencionados: “Todo, al servicio de una fantasía desbordada a la medida del sentido del exceso de toda imaginación infantil” y al mismo tiempo, “desoladoramente aburrido” (Costa). “Hablar de superficialidad en Speed Racer es casi un insulto, porque su estética, arrolladora y su poderosísimo lenguaje arrollan a cualquier especialista que le hace ascos al reto Wachowski”, y al mismo tiempo, “espectáculo inteligente pero apático” (Alvy). Etcétera.
Imagino a críticos medievales diciendo que Giotto no tenía interés porque al fin y al cabo, que más da que introduzca la perspectiva en la pintura si es para pintar otra vez la Anunciación. Lo que tienen que decir los Wachowski está en las imágenes y la asombrosa gramática que han inventado para construir su constelación y que solo puede ser fruto de otra manera de pensar. En ese redoblamiento del héroe. En esos circuitos circulares. En ese misticismo visual tan propio de un Van Gogh. En esa psicodelia, por primera vez en la historia de la humanidad, bien entendida. En ese circuito ilegal iniciático (¿han leído Viaje al Centro de la Tierra?), En ese motor-corazón. En esa curva final roja con ideogramas gigantes. Imágenes que se me han grabado a fuego en la mente. Que se han deformado, desarrollado y crecido. Están cabalgando como locas en mi mente, con vida propia. La película me ha vuelto loco, de la manera que me vuelve loco la gran literatura, la gran pintura, o la gran poesía. No es de extrañar que la mayor parte de mis amigos críticos, a pesar de hablar continuamente de la poética en el cine, no lean poesía. Que la mayoría sean indiferentes a la danza o a la pintura contemporánea. ¿Se puede disfrutar de Speed Racer sin esa sensibilidad estética?
Podría alabar el guión y su rabiosa actualidad en la economía post-Enron y post crisis de las subprime. Incluso podría compartir con ustedes las múltiples ensoñaciones en las que me ha sumergido la película. Pero… ¿para qué? Ese es un trayecto, (al revés del postmoderno que es colectivo y perfectamente transferible), personal. Transformador en cuanto que te obliga a salir de tus convicciones postmodernas… poniéndolas en peligro.
Para que deje hablar a la película, propongo que antes de ir a verla, el espectador adulto postmoderno pase el día previo ingiriendo únicamente zumo de piña, y leyendo poesía de Rilke.

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