Un grimorio, mis hechizados amigos, deben ya saber todos en qué consiste: es un libro de conocimientos mágicos. En ellos se pueden encontrar chascarrillos astrológicos, agendas de uso cotidiano de ángeles y demonios, instrucciones para todos los públicos acerca del lanzamiento de hechizos y las artes del alquimicefismo y how-tos de la llamada de lo salvaje en clave sobrenatural. En tono despectivo y popular, un grimorio es también un galimatías de signos, un texto críptico de acertijos a descifrar y relaciones a poner sobre la mesa de disección. Me parece singularmente adecuado para definir lo que deberían ser los recuerdos de cada uno.
Los recuerdos, quiero decir con ello, deberían hacernos a nosotros, y no nosotros hacerlos a ellos. Por eso, el recuerdo es un sortilegio que nos condiciona y no un eslogan en una revista de videojuegos. En Grimorio de Memorias intentaré desentrañar cuáles de mis recuerdos tienen significado y por qué. Retomaré tebeos que no leo desde que no sabía leer, por qué mis primeros discos fueron esos y no los de al lado y por qué mi primer best-seller fue de Stephen King y no de J. J. Benítez. Y, obviamente, la gracia no está en hablar de mí, sino de que cada uno de ustedes, nosotros, dé con la clave maestra que permita descifrar todos los grimorios al mismo tiempo. La llave de la memoria colectiva.
Eso será a partir de la semana que viene, pero no estaría bien arrancar sin ni siquiera otear el volumen. Intentemos asomarnos a la estantería de los cómics en temerosa cuarentena, a ver qué aparece.
MOTORISTA FANTASMA
N. 4 – Ediciones Vértice – 1981
El Motorista Fantasma llegó a mis manos, como casi todos los tebeos de la época —a mediados de los ochenta— por mera casualidad. En Murcia disponíamos de un antro oscuro y que apestaba a papel meado llamado El Bazar del Tebeo: por diez pesetas, cantidad absolutamente irrisoria también en aquellos años de sindiós cultural, podíamos cambiar tebeos de nuestra elección por otros de similares características. Esa es la explicación de por qué he leído tantos cómics de superhéroes pero conservo tan pocos.N. 4 – Ediciones Vértice – 1981
Este tebeo pertenece a la etapa icónica del personaje, aquella que ni los post-góticos noventa pudieron borrar, cuando se intentó convertir al Motorista en un atormentado espíritu vengador. En los ochenta (y antes) el Motorista Fantasma era un desgraciado con un traje de pesadito acrobático terrible, Johnny Blaze, que zanganeaba por las carreteras estadounidenses desfaciendo entuertos al gusto de las teleseries de éxito de aquella generación (y anteriores), desde El fugitivo a El equipo A.
Verborreico pero, paradójicamente, rebosante de globos de texto de pensamiento, esas nubecitas que ya no se estilan, este número del Motorista Fantasma supuso una toma de contacto áspera por mi parte con una singular demonología pop cuyas rémoras aún arrastro. Diablos reptílicos y alados, relojes de arena con almas humanas que caen al vacío en su interior, blasfemos gusarapos de ojos compuestos…, todo ello enmarcado en una historia de féminas demoníacas que seducen al lado humano del Motorista Fantasma. Y con la aparición estelar del ridículo Orbe, una némesis sobre dos ruedas del héroe cuya cabeza es un gigantesco globo ocular que lanza un trallazo láser en la incomprensible portada de este tebeo.
Releído hoy y ahora encuentro especialmente valiosas, sin embargo, un par de viñetas que contemplé fascinado en su día y que había olvidado. En las encarnaciones actuales del Motorista Fantasma no es difícil encontrar detalladas ilustraciones de su transformación en humano o en cráneo llameante. Carne que se derrite, ojos que explotan, narices que se desintegran. En el 81, sin embargo, la viñeta que mediaba entre el monstruo y el hombre solía ser una cara humana con los rasgos craneales muy acentuados. El dibujante (Donal —sic— Perlin en los créditos) concibió ese estado intermedio abocetando los rasgos, con unas toscas líneas rectas que atravesaban el cráneo a medio arder, dando a entender con ese infantil sombreado, casi propio de un boceto, que la piel de Johnny Blaze se chamuscaba irremediablemente con las llamas del infierno. Estaban aún lejos los tiempos del cómic de acción filtrado por la horrenda estética del CGI, así que éste era el equivalente ilustrado del látex que veíamos en las películas de terror: un miedo táctil, con su propia textura y su propio olor a carne quemada. La creación de un monstruo rugoso gracias a una mutación cuyas líneas rectas podían contarse según habían ido saliendo, en irreal desfile de rayajos paralelos, de la plumilla de Donal —sic— Perlin. Es decir, y supongo que por eso no volví a cambiar este tebeo por diez miserables pesetas, convirtieron al Motorista Fantasma, gracias a esa viñeta, en un monstruo en el que se podía sentir la mano del hombre